"Amaneció el día siguiente, y con él mis inquietudes y zozobras, a tan alto grado puestas, que no parecía sino que me estaba encomendada la parte política y mañosa de la revolución. Y cuál no sería mi sobresalto, cuando mi madre, más blanca que esta hoja de papel, me anunció que el señor Jefe político me llamaba a su oficina, con la advertencia de que pasara por allá sin pérdida de tiempo.
Mi madre me dio las noticias que circulaban como nuevas en San Martín, en tanto que yo me vestía a toda prisa. Madrugaban, por cierto, las novedades, pues apenas serían las siete de la mañana; y eran aquellas, que Coderas no había pegado los ojos en toda la noche, pues un correo del gobierno le trajo papeles importantísimos y muy numerosos; sobre todo muy numerosos, pues los políticos de San Martín no comprendían una alarma sin su resma de papel florete. Decían también las lenguas mejor movidas y más resbalosas, que entre aquellos pliegos los había que comunicaban reservadamente una derrota sufrida por el Gobierno, y la orden para imponer una contribución extraordinaria en aquel distrito tan digno de mejor suerte, como decía Severo.
Sin desayunarme acudí al llamado del Jefe político, si no es que puedan entrar en la categoría de desayuno las mil prevenciones, consejos y órdenes con que mi madre me conminó a que tomara un hilo de conducta tal, que había de conducirme al ovillo de la buena armonía con todo el mundo.
Entré en la Jefatura, la cual para oficina tenía todos los legajos y polvo suficientes, y un secretario que por su aspecto y condiciones fuera bastante para caracterizarla, aun cuando el escudo de madera colocado sobre la puerta principal, no lo denotase con su inscripción y su águila y su nopal. Frente a una mesa de antiguo cuño y que parecía desertada de refectorio de domínicos, parada sobre el menor número de pies en que el equilibrio estable era medianamente posible, se encontraba sentado con malísimo semblante el temible Coderas; el secretario, colocado en el extremo útil de la mesa, dejaba volar su ejercitada pluma, escribiendo la centésima circular que se dirigía a los presidentes municipales del distrito; y el Síndico Cañas, viejo chiquitín, escuálido, con ancha calva, de conducta y carácter escurridizos, a la diestra de la autoridad administrativa, recogía los párpados para leer desde su asiento lo que el secretario escribía y él dictaba.
El Jefe político me saludó con la mano desde lejos, con una familiaridad afectuosa a la cual no estaba yo acostumbrado; Cañas se puso de pie, y sonriendo hasta plegar toda la cara, me recibió dando dos pasos al frente.
-Siéntese vd., Sr. Quiñones -dijo Coderas.
Y yo obedecí, cada vez más perplejo.
Coderas, poco listo para todo aquello en que el ingenio fuera cosa esencial, abordó el asunto.
-Le he llamado a vd. para un negocio importante. Como las cosas se han puesto feas, ¿eh? y yo tengo que cumplir con mi deber, porque el deber es lo primero, he dispuesto que el Sr. Carrasco, mi secretario, se haga cargo de una compañía de voluntarios; y como yo necesito un secretario porque es necesario y además muy útil en la Jefatura, pues he dispuesto nombrarle a vd. para que venga en lugar del Sr. Carrasco.
No se requería una letra más para hacerme sudar frío.
-Yo creo que vd. no se negará -continuó el Jefe político-, porque se trata de servir al Gobierno, y además de que este es nuestro deber, ¿eh? además de que este es nuestro deber, pues también el Gobierno sabe recompensar a los buenos servidores que le... que le... es decir, a los buenos servidores que sirven y que se rifan en estos casos y que no tienen miedo.
Yo, que maldito si quería rifarme y que veía llegar una secretaría, precisamente cuando no la deseaba ni la podía ver sin horror, me quedé de una pieza.
-Ciertamente, Juanillo -dijo melosamente el síndico, con un chacoloteo de paladar que me pareció de víbora de cascabel-; en estos casos es cuando se abre para los jóvenes como vd. un buen porvenir. Yo lo doy el buen consejo de que ni vacile; tanto porque así mejora la posición de vd. como porque se prepara para la vida pública, que siempre comienza por poco. Sí, señor Comandante, esté vd. seguro de que Juanillo acepta; es hombre que lo heredó de su padre que fue muy amigo mío; yo creo que puede vd. mandar que se le extienda el nombramiento. ¿Verdad, Juan? Sí, señor; que se le extienda.
Por fin pude abrir la boca, aunque no muy dueño de ella. Me excusé tímidamente con las circunstancias de ser único sostén de mi madre: se me contestó que nada quitaba el que yo continuara siéndolo; argüí que mis peligros la hacían sufrir extraordinariamente: se me replicó que no corría yo ningunos; reventé al fin, manifestando que ambos argumentos míos descansaban en la situación actual, intranquila, incierta y peligrosa, ¡y jamás lo dijera...! Coderas lanzó un terno, se puso encendido de cólera, cerró los puños, y dejando caer uno de ellos sobre la destartalada mesa, gritó:
-Pues qué ¿cree vd. que a mí me hacen algo esos roñosos? Pues qué ¿cree vd., que yo les tengo miedo o que no deshago en un momento a esta punta de marranos? Pues que se levanten ¿eh? que se levanten y que me busquen ruido, que es lo que estoy deseando para darles una zurra que se han de acordar de mí. ¡Vaya, hombre! Pues era la última que ahora anduviéramos con esas. Que vengan, que grite uno siquiera y verán todos estos cabezudos o cabezones como no dejo cabezón parado, porque no sirven ni para limpiar mi caballo ¿eh? Sí, señor, ni para limpiar mi caballo; y si a vd. no le gusta que yo lo diga, pues que no le guste, pero yo me he de pasear sobre todos, y a todos se los ha de llevar el diablo; porque no les tengo miedo ni a ellos ni a la...
Basta para muestra del estilo oficial de San Martín; y ahorrándome yo trabajo, dejo al lector el de subrayar cuanto guste en el párrafo anterior."

Emilio Rabasa
La bola





"El periódico es el vehículo del contagio en una multitud esparcida."

Emilio Rabasa Estebanell


"La mañana estaba calurosa y húmeda. Una lluvia ligera que había caído al amanecer, dejando al sol libre, sin nube que le estorbara, engañaba a las plantas con un remedo de primavera y una atmósfera caliente. Sonaba en el patio el chorro del surtidor sobre el fondo agotado de la fuentecilla; la cotorra gritaba, repitiendo las palabras que le enseñaba su maestra; los chicos del agente metían bulla en el corredorcillo, y de vez en cuando se oía la voz cascada de la portera, en agrias disputas con la criada de Ferrusca, que se empeñaba en lavar trapos sucios junto a la fuente.
Salí al corredor, y absorto en mis pensamientos, apoyé los brazos sobre la barandilla. La de Torrubio había sacado al patio un asiento bajo, extendido una estera a sus pies, puesto a su lado una canasta llena de lienzos, y tarareando una cancioncilla amorosa cosía, reformando por vigésima vez su traje de gro negro. Torrubio había salido con el agente para asistir a un embargo, el sobrino despachaba a los parroquianos en la panadería, y Ferrusca asomaba con frecuencia por la puerta de su habitación para repartir sus miradas, poniéndolas un rato en la ventana y otro en la gorda Torrubio. Ella seguía tarareando su cancioncilla, con la voz fuerte de que alardeaba, aunque era bien desapacible.
Por primera vez quizá fijé mi atención en el rollizo cuerpo de aquella mujer, que se hinchaba cada vez que aspiraba aire para seguir cantando. La miraba yo atentamente, como si algo desconocido hasta entonces me revelara su falsa frescura de jamona, cuando Jacinta, que se entretenía en podar un rosal raquítico colocado en una maceta, tosió, advirtiéndome que estaba presente.
Me sentí avergonzado, como si me hubiera sorprendido en una mala acción, y obedeciendo al primer impulso entré en mi cuarto, como si quisiera ocultarme; pero no bien estuve en él sentí mayor vergüenza por haber huido, dando lugar a que Jacinta se imaginara quién sabe qué enredo. Busqué la manera natural de volver al corredor y hablar con ella cualquier cosa, y fraguando un pretexto salí, dirigiéndome a la maceta del rosal."

Emilio Rabasa
El cuarto poder


"Media hora hablamos así; media hora que pudo reducirse a la cuarta parte, porque Jacinta no opuso resistencia formal. Y quedó ajustado, entre araños y estrujones, que al tercer día a las diez de la noche iría yo por ella.
Bajé rápidamente los escalones al oír la voz chillona de doña Serafina en el corredor, y en el segundo tramo tropecé con Joaquín, que había estado allí, tal vez escuchando la conversación.
No sonaban las diez todavía cuando entraba yo a mi casa, después de recorrer la distancia del Puente de Monzón a mi casa andando algunas calles de más por hacer más largo el camino, que quizá quisiera encontrar interminable. Algo de vanidad de triunfo y miedo de criminal se juntaban en mi corazón; pero a pesar de lo segundo, me sentía satisfecho de la conquista e impaciente por la realización de mis propósitos.
Había luz encendida en la redacción y presumí que sería Claveque, contra el cual sentí de súbito un movimiento de rencor y algo como deseo de pegarle; pero mi sorpresa y contrariedad fueron muy grandes cuando vi que me había equivocado y que quien me esperaba era nada menos que Pepe Rojo."

Emilio Rabasa
Moneda falsa 




"Mientras tanto, en la plaza se veía un movimiento extraordinario para aquel pueblo. Había muchas vendimias, cuáles al raso, cuáles en pequeñas barracas, sin que faltaran baratijas ambulantes, que incitaban a los muchachos sonando pitos, tocando flautas y moviendo saltimbancos de cartón. Los puestos de frutas con su variedad de colores alegraban el mercado; al lado de las canastas de naranjas color de oro se veían otras de verdinegros aguacates; las piñas alternaban con los mangos; los plátanos en apretados racimos, con las guayabas, las limas y los zapotes. Cuanto en frutas produce la tierra caliente estaba amontonado allí en vistoso desorden.
Y entre una y otra barraca, mesas y canastas de dulces, y tal cual instalación de lo fuerte, desde el aguardiente hasta el dorado catalán.
La concurrencia no era escasa. Algunas familias del Salado y otras de los pueblos vecinos eran los paseantes de mayor notoriedad. Abundaban las gentes de segunda clase y sobreabundaban los indios de ambos sexos, con poco aseo y mucha borrachera. Las risas por aquí, el regateo por varias partes, el voceo de las mercancías en muchas y las disputas de los borrachos en todas, formaban un murmullo constante que simulaba la animación.
En todas las tiendas no faltaban parroquianos, y los dependientes se daban prisa. Pero la ocupación no era tal que la atención de las manos impidiera el ejercicio de la lengua. Así es que en La Esperanza en la Honradez se vendía, pero se charlaba también, porque los Angelitos eran agradables y tenían casi siempre tertulias de mostrador afuera.
Los Angelitos eran gemelos, y se pudo saber quién era Francisco y quién Juan cuando pasaron dieciocho años, gracias a que el primero creció más que el otro, no tanto, sin embargo, que dejara de ser una miniatura. Ambos chiquillos con caras morenas de hombres, algunas barbas, poco juicio y mucha lengua. Se movían sin reposo, con esa inquietud de los hombres pequeñitos que les da mayor semejanza con los títeres: eran ambos valientes, despreocupados, adoraban la memoria de Juárez y estaban reñidos con todo orden público vigente.
Entre las luchas de un regateo, las alabanzas de un artículo, la medida de un lienzo y la cuenta de su valor, a razón de real y medio vara, los Angelitos charlaban con José Chapa y Martín Cabrales, que estaban de pie fuera del mostrador."

Emilio Rabasa
La guerra de tres años




"Parece que los aires de Octubre no son del todo saludables en aquella ciudad, porque nadie dejaba de estar en la ocasión a que aludo, nervioso y agitado. La Gobernadora más inquieta y singular que nunca, mostraba, lo mismo que Oandelarita, una exacerbación de sus achaques de nervios, que la ponía intratable. Me llamaba a su casa más a menudo de lo que yo podía llevar en paciencia, muchas veces para nada y algunas para instarme con escaso disimulo a que estrechara mis relaciones con Reanledios, sin hacer caso del Coronel. Su primogénita gaseaba un humor de los demonios, y apoyando las instancias de la Gobernadora, solía hacer despreciativos gestos al hablar de la famosa hermosura de San Martín. Conchita no hacía más que asomar, y luego que oía el nombre de Remedios, volvía las espaldas y se metía en su cuarto.
Miguel demostraba una profunda preocupación, y en sus conversaciones conmigo, mezclaba en confusión extraña ¡a Remedios con los Estadas del interior, y los intereses públicos que había aprendido a traer siempre en la boca, con la declaración franca que pensaba hacer a Don Mateo de su amor a la pedreña. Resueltamente opinaba como Vaqueril en el asunto aquel de política trascendental, y así lo manifestó al Gobernador en uno de tantos días de aquéllos en que hablaban durante largas horas, enseñando el uno y aprendiendo el otro los principios de la gran ciencia.
Vaqueril estaba igualmente preocupado, y no pudiera, ser de otro modo, puesto que el tiempo se venía con gran prisa, y graves acontecimientos tenían que suceder, que perturbarían, aunque fuese por breve espacio, la sosegada corriente de su mansa gobernación. Toda la elocuencia de Don Vicente Torvado había sido insuficiente para calmarle y poner tranquilidad en su espíritu: Vaqueril era hombre de pacífica condición, y si entraba en la danza era porque las circunstancias le necesitaban a elegir entre los dos extremos. En su aturdimiento, que en él reemplazaba a lo que puede llamarse preocupación, hablaba mucho con Torvado para aprender, con Miguel para enseñar y con Roquete para divertir su aleación de tan graves asuntos, y enderezarla a otros que, aturdiéndole menos, le interesaba a más."

Emilio Rabasa
La gran ciencia
















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