"Algunos de los comercios de toda la vida han desaparecido desde la última vez que estuvo aquí. Lo que ocupa sus locales es luminoso y brillante como unas llaves nuevas. Las llaves nuevas encajan en cerraduras nuevas. Aquí es raro que el establecimiento nuevo sea de menor categoría que el anterior, ojalá pudiera hacer consigo mismo y sus ideas como las propiedades inmobiliarias: solo prosperar. Dios es testigo de que ha intentado adaptarse al mercado siempre cambiante pero la camisa nueva es solo eso, no va más allá: en cuanto entren, reconocerán la mercancía y objeciones de siempre. Ha hecho limpieza —a veces acaba con el cerebro muy sucio—, pero ellos no verán lo que ha renovado; es un oficio muerto, algo que solo recuerdan los directorios telefónicos antiguos. Herrero, afilador. Acelera el paso.
Camina hasta desfallecer. Pasa de largo por lugares en los que solo ha entrado una vez y no piensa volver, una pizzería, un bar de comidas, lugares que fueron el refugio de una noche o una tarde porque no quería llegar temprano, porque esperaba rato entre cita y cita, porque le había entrado pánico. Durante diez minutos o media hora mató el rato en la barra, desatendido por las camareras o picoteando algo horneado, una vez y ninguna más, y ahora el lugar es un monumento a aquel día y lo será durante años y años, con las ventanas algo más mugrientas y los carteles más descoloridos, hasta que un día se transforme en tienda de animales. Pasa de largo frente al escaparate renovado sin pensar, olvida que alguna vez te detuviste ahí, el cambio de propietario demuestra el traslado de esos viejos tus. Créetelo y desaloja así la verdad de las cosas.
En ocasiones como esta puede resultar beneficioso recordar algunos versos de la última novedad en libros de autoayuda. Viviendo tan cerca de Broadway, bajo su radiación día tras día, acabarás enfermo. En este tramo los porteros prohíben el paso a la chusma enferma, distinguiéndola de las epidemias más lujosas de los pisos de arriba. En ese tramo nunca se lavan los platos hasta que están todos sucios, permitiendo a los inquilinos tiempo para garabatear postales fraudulentas para lugares que nunca debieron abandonar. ¿Y quién vive en tu planta? Tu surtido personal de huéspedes de paso y enfermos confinados en casa. Menuda pandilla más rara. Las paredes aquí son de papel. La ira y la compasión han sido tus vecinos durante años, discusiones y chasquidos de lengua escuchados a escondidas, pero no se han visto las caras desde hace años."

Colson Whitehead
El coloso de Nueva York


"Caesar no sabía por qué quería verlos el jefe de estación. Sam lo había avisado al pasar frente a la taberna y le había dicho: «Esta noche». Cora no había regresado a la estación desde que habían llegado, pero el día de su liberación permanecía tan vivo en su memoria que no le costó encontrar el camino. Los ruidos de los animales en el bosque a oscuras, las ramas que se partían y cantaban, le recordaron la huida y, luego, a Lovey perdiéndose en la noche.
Apretó el paso cuando la luz de las ventanas de casa de Sam se agitó entre las ramas. Sam la abrazó con su entusiasmo habitual, con la camisa empapada y apestando a alcohol. En la anterior visita Cora había estado demasiado distraída para fijarse en el desorden de la casa, los platos sucios, el serrín y los montones de ropa. Para llegar a la cocina tuvo que saltar por encima de una caja de herramientas volcada, con el contenido revuelto por el suelo, clavos abiertos en abanico como en un juego de mesa. Antes de marcharse le recomendaría que contratara a una chica en la Oficina de Colocación.
Caesar ya había llegado y bebía un botellín de cerveza en la mesa de la cocina. Le había traído uno de sus cuencos a Sam y acariciaba el fondo con los dedos como si buscara una fisura imperceptible. Cora casi había olvidado que le gustaba trabajar la madera. Últimamente no le había visto mucho. Caesar se había comprado más ropa elegante en los almacenes para negros, notó Cora complacida, un traje oscuro que le sentaba de maravilla. Alguien le había enseñado a anudarse la corbata, o quizá lo supiera de su época en Virginia, cuando había creído que la anciana blanca lo libertaría y había intentado mejorar su apariencia.
[...]
Era una historia rara. Caleb, el propietario del Drift, era famoso por su carácter avinagrado; Sam era conocido como el camarero que disfrutaba conversando. «Trabajando en el bar terminas por conocer la vida del lugar», le gustaba repetir. Uno de los habituales de Sam era un médico llamado Bertram, una incorporación reciente del hospital. No se mezclaba con el resto de los norteños, prefería el ambiente y la compañía más picante del Drift. Bebía whisky. «Para ahogar sus pecados», dijo Sam.
En una noche típica, Bertram se callaba lo que pensaba hasta la tercera copa, cuando el whisky lo destapaba y peroraba animadamente sobre las ventiscas de Massachusetts, las novatadas de la facultad de medicina o la relativa inteligencia de la zarigüeya de Virginia. El discurso de la noche pasada había derivado hacia la compañía femenina, explicó Sam. El médico visitaba a menudo el establecimiento de la señorita Trumball, que prefería a la Lanchester House, cuyas chicas exhibían en su opinión un carácter taciturno, como importadas de Maine o alguna otra provincia tendente a la melancolía."

Colson Whitehead
El ferrocarril subterráneo



"Había estado allí antes. No era la antigua Chinatown, pero en las esquinas de su percepción los píxeles tomaban sus propias decisiones y reducían a cero la distancia entre la Vieja Chinatown y la Nueva Chinatown. Habían limpiado las sinuosas calles para permitir el acceso de los vehículos militares, y los soldados hacían la ronda despacio, bromeando, inventando chistes acerca del mal inglés del letrero de una tienda, comentando lo atractiva que era la cabo que había llegado en el transporte de aquella mañana. Esta sección de la Zona Uno incluía las que ahora eran las calles más concurridas de la ciudad. (O las calles más concurridas donde las personas aún eran personas. Se mantenía alejado de la sombra que avanzaba, de los rincones de la parte alta de la ciudad donde las innumerables hordas deambulaban sin rumbo.) Los soldados rasos y los suboficiales, los limpiadores y los ingenieros iban pulcramente vestidos con trajes de faena limpios, inmaculados, confeccionados con la nueva malla a prueba de agujeros, desgarrones y abrasiones, de auténtico lujo, llevaban chalecos portaherramientas y armas que sujetaban mediante una serie de broches, hebillas y pistoleras, pero hacían lo que la gente hacía en una ciudad: recuperar el aliento entre un encargo y otro. Así era la vida.
De niño, Mark Spitz acudía a Chinatown a por fuegos artificiales y artículos de contrabando, y la congestión siempre lo había abrumado, del mismo modo que a muchos hijos e hijas del condado de Nassau. Si creces en Long Island y vives junto a una de las espirales de la autopista, nada te provoca más vértigo que una visita a Chinatown, con sus discordantes multitudes que se abrían paso a empujones. Era el estereotipo de la Nueva York que hablaba deprisa, andaba deprisa y te despedazaba con ansia destilada en unos poderosos ochocientos metros. Te sientes fuera de lugar. Ese monstruo te devorará. En el exterior del restaurante de raviolis, en este margen repoblado al norte de la Zona Uno, el pequeño caos —el sobresalto provocado por el claxon de un camión de abastecimiento o el petardeo de un todoterreno— constituía un sonido prometedor, el sonido de una civilización que se alejaba del osario."

Colson Whitehead
Zona uno




"La belleza no podía prosperar, la fealdad era demasiado común para tener trascendencia. La seguridad estaba sólo en el término medio."

Colson Whitehead
Zona Uno


"Los chicos apoyaban a Griff pese a que era un miserable abusón que siempre estaba hurgando en sus puntos flacos, o inventándoselos si no encontraba ninguno, como llamarte «patizambo de mierda» aunque tus rodillas jamás hubieran chocado entre sí. Les ponía la zancadilla y se carcajeaba al ver el batacazo subsiguiente, y les daba de bofetadas cuando sabía que no lo iban a pillar. Los sacaba a rastras para llevarlos a cuartos oscuros. Olía como un caballo y se mofaba de las madres de sus compañeros, cosa bastante ruin habida cuenta de que buena parte del alumnado carecía de madre. Les robaba el postre a menudo —pescándolo de la bandeja con una sonrisita en los labios—, y eso aunque el postre en cuestión no fuera nada del otro mundo, solo por fastidiar. Los chicos apoyaban a Griff porque iba a representar al contingente de color de la Nickel en el combate de boxeo anual, e hiciera lo que hiciese el resto del año, el día de la pelea Griff era todos ellos en un solo cuerpo negro e iba a dejar K.O. a ese chico blanco.
Y si Griff escupía algún diente antes de que eso ocurriera, mejor que mejor.
Los chicos de color ostentaban el título de la Nickel desde hacía quince años. Los más viejos del personal se acordaban del último campeón blanco y aún seguían poniéndolo por las nubes; de otras cosas de los viejos tiempos no hablaban tan a menudo. Terry «Doc» Burns, un buen chico con manos como yunques nacido en algún rincón mohoso del condado de Suwannee, había ido a parar a la Nickel por estrangular a las gallinas de un vecino. Veintiuna gallinas, para ser exactos, y porque «iban a por él». Su cuerpo escupía el dolor como escupe la lluvia un tejado de pizarra. Después de que Doc Burns se reincorporara al mundo libre, los chicos blancos que habían llegado al combate final eran unos caguetas, y tan flojos que con el tiempo se fue hinchando cada vez más el mito del antiguo campeón: la naturaleza había dotado a Doc Burns de unos brazos prodigiosamente largos; no se cansaba nunca; su legendario combo machacaba a todos los aspirantes y hacía vibrar las ventanas. En realidad, a Doc Burns le habían pegado tantas palizas y había sido tan maltratado en la vida —tanto por su familia como por desconocidos—, que cuando llegó a la Nickel cualquier castigo le parecía una suave caricia."

Colson Whitehead
Los chicos de la Nickel













No hay comentarios: