"A fuerza de vigilar las ventanas del cuarto piso, un dolor agudo, como un pinchazo, se me había alojado en la base de la nuca, en el punto exacto donde el extremo del quiste ejercía su presión cada vez que levantaba la cabeza. (Tres tentativas telefónicas me habían demostrado que esa vigilancia era mi única alternativa; las tres veces contestó una mujer extranjera, y sólo al cabo de la tercera, después de cepillar la maleza malhumorada de su acento, logré comprender que Klossowski estaba fuera de París. La Bachelarde ya me había prevenido: la primera muralla que separaba a Klossowski del mundo no era Roberte; era la mucama portuguesa. Roberte la había adoctrinado con tanta devoción que su discípula empezaba a despertarle celos). Esperé, esperé. Caía una noche áspera, sin ruidos. Una pequeña motocicleta amarilla estacionó, subiéndose a la vereda, ante la puerta; vestido con un overol azul, el conductor bajó de un salto, caminó en cámara rápida, hizo sonar un timbre inaudible. Entreabriendo apenas la puerta, el portero recibió dos paquetes y un mazo de cartas. Un resplandor débil brilló en las ventanas del cuarto piso. Casi al mismo tiempo, como si algo me hubiese delatado, los dos hombres se volvieron hacia mí cuando empezaba a cruzar la calle. Sofocado, abrí los ojos. El departamento del portero era un calefaccionado bazar de baratijas. Animalitos de porcelana, afiches turísticos, jarrones de cristal tallado, un almanaque del Salon du Livre (probable propina de Klossowski) arrinconado por retratos familiares, un falso hogar de leños que la llama del gas ennegrecía. El portero llenó una copa con un líquido transparente y la empujó hacia mí. (No, no donaría mis huellas digitales al bazar). En la pieza vecina sonó un teléfono. Mi anfitrión se levantó a atender. Las cartas estaban sobre la mesa, junto a la copa. Dos eran para Klossowski; tenían membretes de galerías de arte. Me incorporé con cuidado, di unos pasos hacia la puerta creyendo que levitaba. El parquet emitió un largo crujido de protesta. Abrí la puerta, corrí escaleras arriba mientras el portero aullaba a mis espaldas. Corría casi a ciegas (después de un parpadeo premonitorio, la luz de la escalera se había apagado con un ruido seco, soltando un enjambre de luciérnagas que bailotearon alrededor de mi cabeza), guiado apenas por el vértigo de esa espiral y por los pasos macizos de mi perseguidor. Entre el segundo piso y el tercero algo me hizo trastabillar. Fue el primer golpe de una serie (un escalón, un golpe: así era la métrica de ese penoso estribillo de percusiones), y la serie recién acabaría en el descanso del tercer piso, cuando una drástica bolsa de arena abortó definitivamente mi carrera. ¿Por qué esa ciudad ensoberbecida de siglos seguía autorizando remodelaciones? Quise incorporarme; el portero ya se lanzaba sobre mí.
Creí ver a Bouthemy en la calle. Vi a un hombre que bajaba de un taxi, hundía al unísono los dos zapatos en un charco de agua y subía a otro taxi que avanzaba en sentido contrario. Tenía, de Bouthemy, el gabán raído y lleno de arrugas, tenía la costumbre de levantarle las solapas y mantener desabrochados los botones, como si aceptara sólo a medias defenderse del viento y de la lluvia. También de Bouthemy eran la barba, el pelo ralo y revuelto, el cigarrillo apagado entre dos dedos y la postura del cuerpo al atravesar la distancia entre un taxi y otro: un poco perfilado, con la destreza de quien está acostumbrado a deslizarse todo el tiempo entre las personas y las cosas. No me oyó gritarle; ni siquiera volvió la cabeza cuando me puse a la par del taxi y le golpeé la ventanilla. A través del vidrio, aumentado por cientos de gotas que eran como lupas, la mano y el cigarrillo dibujaron un gesto imperativo; las gomas, casi sin ruido, patinaron sobre una alfombra de agua, y el taxi arrancó."

Alan Pauls
Wasabi 


"El cine me propone ese pacto del entretenimiento popular, forma parte de la potencia genial del cine: articular la potencia híper artística con algo muy de feria. La literatura para mí nunca fue eso, sino una experiencia muy singular. De hecho creo que nunca leí libros mal escritos, mal pensados. Ya no llegan esos libros a mí, mi propia práctica de lector no común hace que esté aislado. La literatura me propone una especie de incertidumbre total: no sabés qué es eso, nunca. El cine, aun cuando cada tanto te enfrentes con un objeto totalmente nuevo, siempre es más reconocible. La literatura es algo que conozco muy bien, en lo que estoy chapoteando desde hace muchos años, tengo una cierta experiencia; pero abro un libro y sigo preguntándome. En el cine ya no me pasa, o me pasa frente a objetos muy extraños. Esa es la paradoja: puedo leer una novela buena pero convencional y siempre tengo esa pregunta; en el cine puede ver una película muy sofisticada y ya no tengo esa pregunta. La literatura siempre me enfrente con algo muy opaco."

Alan Pauls


"Fingir un estado de desposesión extrema era, según Brod, el camino más corto hacia la muerte. Nada peor para un asaltante, dijo Werfel, que irrumpir en una casa con las paredes peladas, con muebles baratos y gente vestida como campesinos, ¡nada más irritante para un asaltante!, subrayó con entusiasmo. Sin embargo, con Pablo Daniel F. nada de todo eso había ocurrido. Bueno, había habido destrucción de la puerta de entrada, habría dicho Werfel. La intención de asaltar de Pablo Daniel F. habría sido evidente, aun cuando el asalto mismo no hubiera respetado al pie de la letra el estilo de los asaltos habituales en el barrio. Destrucción de puerta de entrada, irrupción violenta en domicilio ajeno, tentativa de asesinato (según el doctor Kalewska) eran los rasgos que caracterizaban a todo asalto y que el asalto de Pablo Daniel F. observaba rigurosamente. Se olvida usted del asalto, debió decir Werfel. ¡Claro! ¿Dónde ha visto usted un asalto que no incluya un asalto?, habría dicho Brod. Se asalta para robar, dijo Mossalini, si no hay nada para robar se mata lo que hay para matar. En Pablo Daniel F. el motivo del robo estaba por completo ausente."

Alan Pauls
El coloquio


"Imposible seguir el ritmo. Nadie es tan rápido. Cuando empieza la obra, el billete más grande en circulación es de mil pesos, y cambiarlo es una verdadera odisea. Cuando termina, once meses más tarde, ya circulan los de cinco y diez mil, que reinan como monarcas, remotos, jóvenes, inalcanzables, y cuatro semanas después, tan plebeyos como los plebeyos sobre los cuales reinaron, se van sin pena ni gloria en pagar unas pocas cosas básicas. No hay manera de nombrar el dinero sin equivocarse. Como la expresión palo para denominar el millón, que él escucha por primera vez más de diez años atrás, en el velorio del muerto de los crostines, intercalada en una de las conversaciones subrepticias que se afanan por calcular la suma que el muerto lleva en el famoso attaché —un palo verde, mínimo, ésa es, textual, la frase que le llega en medio del tintinear de las cucharas contra los pocillos de café—, ahora se acuña luca para denominar los mil pesos, en parte para abreviar, en parte, probablemente, con la ilusión de que, mudándose del reino de los números al de las palabras, algo de ese caos en expansión que es el universo del dinero se aquietará, entrará en caja y quedará de algún modo bajo control, al menos bajo el control que el lenguaje de todos los días puede ejercer sobre aquello que es mudo y no tiene nada que decir y se limita a crecer hacia arriba y hacia abajo al mismo tiempo, como Alicia cuando cae en el agujero. Pero qué poco tarda luca en perder su brillo original, en empobrecerse. Qué rápido es reemplazada, y no por billetes sino por otras maneras de decir, ficciones de ocasión, un poco infantiles y de efecto inmediato, como un colorado, un verde, un azul, inspiradas en el color de los billetes, que taxistas, comerciantes y cajeros en general pasan a usar a diario pero mezcladas con denominaciones antiguas o en vías de desaparición, son dos lucas, un colorado y dos azules, por ejemplo, o deme una luca y yo le doy tres verdes, un alarde de pedagogía primitiva que no hace más que confundir a todo el mundo."

Alan Pauls
Historia del dinero


“Leer es una especie de adicción feliz.”

Alan Pauls


"Muchas veces uno escribe sólo sobre las cosas a las que no puede dar solución. La comprensión de un libro puede hasta ser la comprensión que te da el psicoanálisis: no es que no vas a tropezar más con esa piedra, pero le vas a ver el encanto. Vas a ver qué te seduce de esa piedra. Qué encanto tiene esa piedra con la que tropezás todo el tiempo. Vas a entregarte a ese encanto con menos juicio, menos exigencia, con más levedad, con más humor. Consciente de eso es lo que te gusta, no el obstáculo. La piedra es tu felicidad. Aprendé a hacer de tu piedra una piedra preciosa."

Alan Pauls


“No tengo ni la más puta idea de lo que es el amor.”

Alan Pauls


"Rímini estaba duchándose cuando sonó el portero eléctrico. Salió cubierto con una toalla de manos -la única que encontró en ese bazar de perfumes, gorras de plástico, cremas, sales, aceites, remedios y masajeadores en el que Vera había convertido el baño- y un reguero de gotas obedientes lo siguió hasta la cocina. «Correo», oyó que le decían entre dos rugidos de camiones. Rímini pidió que le pasaran la carta por debajo de la puerta y de golpe, como si la sombra de un intruso lo sorprendiera en una habitación que creía desierta, se vio desnudo, temblando, en la hoja vidriada de una puerta que un golpe de viento acababa de abrir. La clásica estampa de la contrariedad: trivial, eficaz, demasiado deliberada. Las volutas de vapor que venían flotando desde el baño -había dejado la ducha corriendo con la idea de que así abreviaría la interrupción- le provocaron algo parecido a una náusea. «Tiene que firmar», le gritaron por el portero eléctrico. Rímini, bufando, apretó la tecla y abrió, y vio impávido cómo el paisaje de su dicha se resquebrajaba entero. La mañana en casa, la felicidad del rayo de sol que había estado acariciándole la cara mientras se duchaba, esa disponibilidad nueva, como de primer día de viaje, que sentía cuando despertaba y descubría que estaba solo y sus primeros movimientos, torpes y jóvenes, hacían crujir el silencio de toda una noche, la beligerancia vital, un poco ingenua, que solían dejarle las largas noches de amor con Vera -todo se desmoronaba. Aunque tal vez... Rímini escondió el auricular en la palma de la mano y permaneció unos segundos inmóvil, un poco encorvado contra la mesada, como tratando de volverse invisible. Pero el portero volvió a sonar y casi sin ruido, como en una película muda, los últimos cristales de su euforia matinal terminaron de astillarse. Rímini, que nada detestaba tanto como la forma en que el mundo, a veces, se ponía a calcar sus contrariedades privadas, esta vez no se sintió plagiado. Estaba en peligro. Ya no era víctima de una glosa sino de un complot. Pero se resignó y atendió igual, y mientras se miraba los pies -unos pies de gigante, alrededor de los cuales crecían dos minúsculos océanos humanos- alcanzó a oír lo que desde el principio había temido que le dijeran: la puerta de calle estaba cerrada con llave."

Alan Pauls
El pasado


"Una tarde, revisando su agenda, encuentra el nombre CELSO escrito en chorreantes mayúsculas verticales a lo largo de la columna del día miércoles: la C arranca a las nueve de la mañana; la O, tan artificialmente alargada para ocupar espacio que se dilata en un óvalo grotesco, termina a la altura de las diez de la noche. Está por cumplirse el mes. Entra en una crisis un poco desatinada. El corte sigue bien, saludable, asombrosamente vigente, dado el tiempo transcurrido: todas las sorpresas y contrariedades que podrían haberlo arruinado, que de hecho, más tarde o más temprano, han terminado arruinando los cortes que se hace desde que tiene uso de razón, esta vez, «recuperadas» de algún modo por el instinto previsor de Celso, parecen haberse suavizado, haberse rendido ante la autoridad del corte, como agentes secretos que un soborno o una revelación hacen cambiar de bando. Recién ahora cree entender lo que es un corte: no exactamente una interrupción, la acción que limita, pone freno a un desorden y cierra de algún modo un pasado, sino un salto hacia adelante, un cálculo en el vacío, una especie de visión que ve un horizonte y alucina un rumbo que son invisibles para todos menos para uno. Tan conforme está con su pelo que ya no necesita mirárselo. Le basta con intuirlo y representarse su forma general, la forma que poco a poco ha ido adoptando e inventando según la línea de puntos que trazó la tijera de Celso, para sentir sus efectos balsámicos. Puede confiar. Su pelo ya no es el monstruo proteico y traidor que lo maravilla a la noche para desanimarlo a la mañana siguiente. Pero, entonces, ¿qué hace? ¿Respeta el plazo o lo ignora? Si Celso acertó al cortar, y acertó sobre todo en el modo en que el corte viviría en el tiempo, ¿por qué habría de equivocarse en el plazo que le impuso a su propia obra?
Decide esperar que venza y ver. El día treinta y uno se despierta, se busca en el espejo por entre el velo de las lagañas y esa misma tarde, a primera hora, con tanta precipitación que ni siquiera se toma el trabajo de verificar que no sea el día franco de Celso, está entrando en la peluquería. No podría decir qué ve en su cara esa mañana. Nada flagrante, en todo caso; no sin duda el aburguesamiento, la satisfacción inercial, el desagradable aire de autocomplacencia que a esa altura del partido, cuando no mucho antes, suelen exhibir los cortes comunes con el paso del tiempo. Percibe una tendencia –como llama, por otra parte, a todo aquello que no es capaz de nombrar ni describir y que se manifiesta en una pérdida de forma no del todo gratuita, en la que algo parece incubarse–, una cierta dirección, todavía imprecisa, que él juraría sin embargo que Celso no tenía en mente en el momento de cortarle. Es una anomalía; demasiado temprano para juzgar si es buena o mala. Pero es la señal –junto con la cicatrización de la herida de la mano, que en los últimos días entra con fervor en su recta final que él ha estado esperando para resolver el dilema del plazo. De hecho, cuando esa tarde se saluda con Celso, esta vez con un beso, uno de esos roces más de hueso a hueso que de labio a piel que hacen sentirse a los hombres particularmente viriles, y Celso, con su penetrante mirada profesional, le sondea la cabeza rumiando un diagnóstico, él se limita a decir: «Como ayer se cumplieron los treinta días...» «¿Lo mantenemos así, entonces? ¿Igual?», pregunta Celso, y ya está rastrillándole el pelo con sus dedos hinchados, abriendo claros, midiendo mechones, como si buscara algo crucial, una joya, una llave que hubiera perdido en un jardín salvaje."

Alan Pauls
Historia del pelo
















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