Aquel hombre de ojos rojos

"Aquel hombre de ojos rojos y chaqueta azul venía
de muy lejos. Balbuceaba canciones por los parques y solía 
relatar historias aparentemente sin sentido. Sin embargo, 
parecía poseer un extraño entendimiento y saber
por qué algunos adolescentes lloran al despertar, herido
el pecho por el resplandor de la mañana."

Ana María Moix


"Contó el chambelán que Elisabeth cogió el cofrecillo de piedras preciosas sin pronunciar palabra. Sin abrirlo, y, sin mirar al emperador, ni a su madre ni a su suegra ni al chambelán, preguntó al ministro de Finanzas si hacía buen tiempo para cabalgar por el Prater. Contó el chambelán —una desagradable réplica masculina de la condesa de Esterházy— que fue el mismísimo emperador quien cogió una mano de su joven esposa, la colocó en la tapa del cofrecillo y la guió en el gesto de abrirlo, todo ello sin perder la sonrisa y animándola a contemplar el pequeño tesoro con palabras cariñosas. Aquí parece que la emperatriz se echó a llorar, que la archiduquesa Sofía desfrunció el cejo que la actitud inicial de la nuera le había arrugado, dijo que las lágrimas de la “pobre niña” eran producto de la emoción y, a su vez, se emocionó tanto que abrazó a su hermana Ludovica y le pidió perdón entre lágrimas por las duras palabras que le había dirigido media hora antes del desayuno, cuando estando ambas damas esperando el resultado de la última noche se habían dejado llevar por los nervios y se habían dicho inconveniencias impropias de su condición. Sofía había acusado a Ludovica de no haber sabido educar a Elisabeth para reina ni para esposa, Ludovica había respondido que su hija sabía muy bien los deberes de una mujer casada, pero que quizá Francisco José desconocía los de esposo cristiano, por haber aprendido a ser hombre en brazos, y cama, de las prostitutas que, de acuerdo con lo que oía a todas horas desde que había pisado Viena, le proporcionaba su querido amigo el conde Grünne. Sofía había replicado que su hijo era hombre y, además, emperador, y, por cierto, qué había de verdad sobre lo que le habían contado acerca de Elisabeth y un tal conde Ricardo, un militar casado, que ocupaba un cargo a las órdenes del depravado duque Max. Ludovica la había acusado de crueldad con los muertos, puesto que el tal conde Ricardo se había suicidado hacía un año. Revelación que, en lugar de aplacar a la archiduquesa Sofía, la había espoleado todavía más, evidenciando que era, en verdad, invencible, y le habían servido en bandeja la pregunta fatal: si el desdichado se había quitado la vida llevado por los remordimientos de haber mancillado..."

Ana María Moix
Vals negro



Nancy Flor bailará siempre

Nancy Flor bailará siempre
porque Johnny ya murió.
Un bribón le dio la muerte,
nadie sabe a dónde huyó.

Fue testigo un pistolero
rey en los bares de New York,
pasado luego a carcelero
contó la historia en un block.

Jim, Johnny y Nancy Flor
tres personajes de antología,
de apología,
extraña historia del terror.

Ella tenía los ojos grises,
Johnny pintaba flores de azahar,
Jim era dulce, un soñador.

Ella bailaba todas las noches,
Jim la soñaba en un bazar
rodeada de otros muñecos
que la adoraban por su candor.

Eran hermanos los dos adoradores de Nancy Flor.

Por la calle caminaban
los tres en silencio,
mas el corazón no calla, traidor.
Y Jim lo supo.
Daban las doce en el cuco.

Caía el sol en la acera
y Dulce Jim vio un gran amor
en las dos sombras de Johnny y Nancy Flor
unidas a ras de tierra.

El dolor apenas quema
cuando nada queda en el hueco
de un antiguo corazón.

El asesino huyó de la justicia
pero le persigue el eco
de una loca ilusión
que con diabólica malicia
persiste en tener razón.

Una flor era Nancy para Jim,
mas una flor pintada antaño
por un solo enamorado
que no fue Jim, sino John.

Ana María Moix


"¿Qué podía hacer Walter? Para ti, María Antonia, era un fugitivo de la justicia. Aquel verano te gustó tanto Un lugar en el sol, que te lo imaginaste como a Monty Clift. Sí, Walter había nacido en el seno de una familia pobre y se había enamorado de una bailarina rusa llegada a América al huir del comunismo (cómo te gustaba leer, a escondidas, las novelas de Ayn Rand aquel verano), se enamoraba del rey del petróleo, ese Johnny de quien hablaba Walter y a quien había matado involuntariamente. ¿Moriría en la silla eléctrica Walter, como el pobre Monty Clift? Ah, era tan guapo. Nunca lo viste, pero por la descripción de Lea lo imaginabas muy parecido a Monty Clift, y a Ricardo. Cuando Ricardo creciera, cuando tuviera treinta años, estaría más delgado y se parecería a Walter. Escribía poesías, seguro, y cuando por las noches leías a Campoamor, era Walter quien regresaba de París en un tren expreso y recibía aquella carta que tanto te hacía llorar, escrita por la amada a quien nunca jamás volvería a encontrar. Por eso andaba ahora por allí, como un alma en pena, contando su historia a chicas, desconocidas en quienes no hallaba consuelo. ¿Cómo se te ocurrió que quizá se tratara del coronel Townsend, el apuesto piloto enamorado de la princesa Margarita de Inglaterra? Una tarde Lea y Walter fueron hasta el mar y él la invitó a subir al yate. Pero no es suyo, ha asegurado ser sólo un criado, pero cuando ha aparecido un criado, Walter le ha ordenado retirarse. El yate es suyo, tonta, lo ha negado para no presumir, cuenta, cuenta, ¿Qué has visto en el yate?, danos pistas. Nada, lo normal, estuvimos en una sala, un mueble bar, botellas, copas, una librería, ¡ah, sí!, una pistola, tiene una pistola y una foto de Greta Garbo, ya recuerdo, una foto dedicada."

Ana María Moix
Walter, ¿por qué te fuiste?



"Tembló el mar como una golondrina cuando por fin comprendimos que no podíamos hacer otra cosa que vivir. Pero las ciudades estaban lejos y, como si una gran heladería hubiera caído a mis espaldas y me fuera imposible regresar, no puedo decir cuántos días tardé en averiguar que todas las calles desembocan en los muelles y qué triste es tener que abandonar las casas para que las paredes y los libros no nos ven llorar."

Ana María Moix
Baladas del dulce Jim













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