Discurso fúnebre de Aspasia de Mileto

"Por lo que toca a los actos, estos hombres han recibido de nosotros las atenciones que se les debían y, tras recibirlas, emprenden el camino fijado por el destino, acompañados públicamente por la ciudad y privadamente por sus familiares. En lo que concierne a la palabra, la ley ordena tributar a estos hombres el postrer homenaje, y ello es un deber. Porque con un discurso bellamente expuesto sobreviene el recuerdo de las acciones gloriosamente efectuadas y el homenaje para sus autores de parte de los que las escuchan. Se requiere, pues, un discurso tal que ensalce cumplidamente a los muertos y exhorte con benignidad a los vivos, recomendando a los descendientes y hermanos que imiten la virtud de estos hombres, y dando ánimos a los padres, las madres, y a los ascendientes más lejanos que aún queden. ¿Qué discurso se nos revelaría como tal? ¿Por dónde daríamos comienzo correctamente al elogio de unos hombres valientes, que en vida alegraban a los suyos con su virtud y que han aceptado la muerte a cambio de la salvación de los vivos?

Creo que es preciso hacer su elogio según el orden natural en que han sido valientes. Valientes lo fueron por haber nacido de valientes. Elogiemos, pues, en primer lugar, su nobleza de nacimiento y, en segundo lugar, su crianza y educación. Después de esto, mostremos cuán bella y digna de ellas fue la ejecución de sus acciones. Primer fundamento de su noble linaje es la procedencia de sus antepasados, que no era foránea ni hacía de sus descendientes unos metecos en el país al que habían venido desde otro lugar, sino que eran autóctonos y habitaban y vivían realmente en una patria, criados no como los otros por una madrastra, sino por la tierra madre en la que habitaban, y ahora, después de muertos, yacen en los lugares familiares de la que los dio a luz, los crió y los acogió. Por tanto, lo más justo es tributar, en primer lugar, un homenaje a la madre misma, porque de esta forma resulta enaltecida, además, su nobleza de nacimiento.

Nuestro país es digno de ser alabado por todos los hombres y no sólo por nosotros, por muchas y diversas razones, la primera y principal porque resulta ser amado de los dioses. Da fe de esta opinión nuestra la disputa y el juicio de los dioses que por él rivalizaron entre sí. Si los dioses lo han elogiado, ¿cómo no va a ser justo que lo elogien todos los hombres? Se le debería en justicia otro elogio. Que en aquel tiempo en que toda la tierra producía y hacía crecer animales de toda especie, salvajes y domésticos, entonces la nuestra se mostró estéril y limpia de bestias salvajes y de entre los seres vivos escogió para sí y procreó al hombre, el cual sobresale entre los demás seres por su inteligencia y es el único en reconocer una justicia y unos dioses. Una prueba importante de mi argumento de que esta tierra engendró a nuestros antepasados y a los de estos hombres es que todo ser vivo procreador tiene el alimento apropiado para su cría, y en esto se distingue claramente la mujer que realmente es madre de la que no lo es, pero lo finge, si no lleva consigo las fuentes del alimento para el recién nacido. Pues bien, nuestra tierra y, al propio tiempo, madre nos da una prueba convincente de que ha engendrado hombres: sólo ella en aquel tiempo produjo, la primera, un alimento idóneo para el hombre, el fruto del trigo y la cebada, con el cual se alimenta el género humano de la manera mejor y más bella, por haber engendrado en realidad ella misma este ser. Y este tipo de pruebas conviene admitirlas más para la tierra que para la mujer: no ha imitado, en efecto, la tierra a la mujer en la gestación y en el alumbramiento, sino la mujer a la tierra. Y no ha reservado celosamente para sí este fruto, sino que lo ha distribuido también a los demás. Después de esto, ha suscitado para sus hijos el nacimiento del aceite, auxilio contra las fatigas. Y después de haberlos criado y haberlos hecho crecer hasta la juventud, ha introducido como sus gobernantes y educadores a los dioses, cuyos nombres que ya conocemos conviene omitir en una ocasión como ésta. Ellos han organizado nuestra vida de cara a la existencia cotidiana, al habernos educado, los primeros, en las artes y habernos enseñado la adquisición y el manejo de las armas para la defensa de nuestro país.

Nacidos y educados de esta forma, los antepasados de estos muertos vivían según el régimen político que habían organizado, el cual es oportuno recordar brevemente. Por que un régimen político es alimento de los hombres: de los hombres buenos, si es bueno, y de los malos, si es lo contrario. Es necesario, por tanto, demostrar que nuestros padres han sido criados bajo una buena forma de gobierno, merced a la cual también ellos fueron virtuosos como lo son los hombres de hoy, entre los cuales se hallan estos muertos aquí presentes. Pues estaba vigente entonces, como ahora, el mismo sistema político, el gobierno de los mejores, que actualmente nos rige y que desde aquella época se ha mantenido la mayor parte del tiempo. Unos lo llaman gobierno del pueblo, otros le dan otro nombre, según les place, pero es, en realidad, un gobierno de selección con la aprobación de la mayoría. Porque reyes siempre tenemos; unas veces lo son por su linaje, otras veces por elección. Pero el poder de la ciudad corresponde en su mayor parte a la mayoría, que concede las magistraturas y la autoridad a quienes parecen ser en cada caso los mejores. Y nadie es excluido por su endeblez física, por ser pobre o de padres desconocidos, ni tampoco recibe honra por los atributos contrarios, como en otras ciudades. Sólo existe una norma: el que ha parecido sensato u honesto detenta la autoridad y los cargos. La causa de este sistema político nuestro es la igualdad de nacimiento. Porque otras ciudades están integradas por hombres de toda condición y de procedencia desigual, de suerte que son también desiguales sus formas de gobierno, tiranías y oligarquías. En ellas viven unos pocos considerando a los demás como esclavos y la mayor parte teniendo a éstos por amos. Nosotros, en cambio, y nuestros hermanos, nacidos todos de una sola madre, no nos consideramos esclavos ni amos los unos de los otros, sino que la igualdad de nacimiento según naturaleza nos obliga a buscar una igualdad política de acuerdo con la ley y a no hacernos concesiones los unos a los otros por ningún otro motivo que por la estimación de la virtud y de la sensatez.

De aquí que, criados en plena libertad los padres de estos muertos, que son también los nuestros, y estos muertos mismos, de noble cuna, además hayan mostrado a todos los hombres muchas acciones bellas, privada y públicamente, convencidos de que era preciso combatir por la libertad contra los griegos en favor de los griegos y contra los bárbaros en favor de todos los griegos. Cómo rechazaron a Eumolpo y a las Amazonas y a otros aún antes que a ellos, que habían invadido el país, y cómo defendieron a los argivos contra los cadmeos y a los heráclidas contra los argivos, él tiempo es corto para contarlo dignamente. Además, los poetas ya lo han dado a conocer a todos, celebrando en sus cantos magníficamente su virtud. Si, por tanto, nosotros intentáramos celebrar las mismas hazañas en prosa, quizás pareceríamos inferiores. Por estas razones creo que pasar por alto estas gestas, pues ya tienen también su estimación. En cambio, creo que debo recordar aquellas otras, de las cuales ningún poeta ha obtenido una fama digna de temas tan dignos y que aún están en el olvido, haciendo su elogio y facilitando a otros el camino para que las introduzcan en sus cantos y en otros tipos de poesía de una manera digna de los que las han llevado a cabo. De las hazañas a que me refiero, he aquí las primeras: a los persas, que eran dueños de Asia y se disponían a someter a Europa, los detuvieron los hijos de esta tierra, nuestros padres, a quienes es justo y necesario que recordemos en primer lugar para enaltecer su valor. Si se quiere hacer un buen elogio, es preciso observar ese valor trasladándose por la palabra a aquella época, en que toda Asia estaba sometida, ya por tercera vez, a un rey. El primero de ellos, Ciro, tras conceder la libertad a los persas, sometió con la misma soberbia a sus propios conciudadanos y a los medas, sus señores, y puso bajo su mando el resto de Asia hasta Egipto; su hijo puso bajo el suyo Egipto y Libia, hasta donde le fue posible penetrar. El tercero, Darío, fijó por tierra los límites de su imperio hasta los escitas. Dominaba con sus naves el mar y las islas, de modo que nadie se atrevía a enfrentarse con él, y las opiniones de todos los hombres se hallaban sometidas a esclavitud: ¡tan numerosos y grandes y belicosos eran los pueblos que el poderío persa había subyugado!”

Aspasia de Mileto
Atribuido por Platón









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