"El verdadero problema está en el arranque, en el punto de partida... tengo que encontrar esa primera frase. Tengo que encontrarla."

Josefina Vicens



"Estaba yo en sexto de primaria e iba con frecuencia a estudiar a casa de mi compañero Manuel Requena. Una tarde fui, como de costumbre, pero él había salido. La criada no supo decirme si regresaría pronto y me hizo pasar al cuarto de la señora para que ella me informara. Entré a una habitación indescriptible y sentí que entre esas cuatro paredes quería quedarme para siempre. Era absolutamente distinta a todas las que yo había visto. Lo que más me impresionó fueron dos grandes jaulas doradas en las que revoloteaban muchos pájaros mudos. Durante todo el tiempo que permanecí allí, ninguno cantó ni emitió el menor sonido. Únicamente se oía el batir de las pequeñas alas. Ahora me parece natural que no cantaran: la vida no tenía sitio en aquella organizada agonía. Las ventanas estaban cerradas y las gruesas cortinas, corridas. Una lámpara pequeña alumbraba tenuemente la estancia llena, colmada, abigarrada de todo lo imaginable. Lo peculiar, lo sobrecogedor, era que nada era viejo pero todo estaba como prematuramente, urgentemente envejecido. La habitación parecía un desván, uno de esos cuartos resignados donde se va almacenando lo que no se usa pero que se guarda porque ha participado en un instante feliz, o triste, o especial. Sin embargo, era evidente que allí se usaba todo, porque las cosas parecían estar, no en sus rincones permanentes, no en un conquistado lugar fijo, sino en el último que se les había asignado. A pesar de su diversidad y hasta de su incongruencia, no había duda de que esos muebles y objetos pertenecían a una sola persona, y que ésta se servía de todos, cotidianamente, porque ninguno daba la sensación de haber sido olvidado. No obstante, aunque todo parecía funcionar, aunque en todo se percibía un temblor de mudanza, había una especie de trasfondo indolente, desmayado, narcotizado más bien. Cualquier movimiento normal habría resultado inadecuado en esa habitación donde el tiempo parecía detenido. De este estancamiento del tiempo provenía sin duda aquel olor dulzón, que se había ido elaborando a sí mismo y enriqueciendo con la mezcla de todo lo que allí agonizaba encerrado, sin salvación posible.
De pronto, de entre el montón de cobijas y cojines que llenaban la enorme cama colocada en un ángulo del cuarto, surgió una mujer. Vestía un camisón ligero que transparentaba las muy salientes clavículas. Era impresionantemente delgada, pálida, angulosa, y tenía unos grandes ojos hundidos y rodeados de sombras. Se apoyó en el respaldo y encendió un cigarro. El humo espeso que salía lentamente de su boca, apenas entreabierta, se le adhería a la cara y parecía formar parte de ella."

Josefina Vicens
Los años falsos


"Si encontrara una primera frase, fuerte, precisa, impresionante, tal vez la segunda sería más fácil y la tercera vendría por sí misma."

Josefina Vicens


"Todo cambió con la llegada de aquel barco holandés. Un fuerte huracán lo averió durante la travesía y hubo que repararlo. La tripulación permaneció en el puerto cerca de tres meses. Un marino rubio y alto, que siempre estaba riéndose y tomando ginebra, pasaba con ella las noches. Yo, en cambio, a solas, llorando quedamente para que no me oyeran y jurando que jamás volvería a querer a una mujer.
Muchos años después la encontré en una cervecería. Por nada en el mundo la describiría aquí. Pero la sensación que experimenté me hizo comprender que sólo en el cuerpo del ser profunda y largamente amado, no percibimos el paso del tiempo, y que el envejecer juntos es una forma de no envejecer. La diaria mirada tiene un ritmo lento y piadoso. La persona que vive a nuestro lado siempre está situada en el tiempo más cercano: ayer, hoy, mañana, y a estas distancias mínimas no pueden verse, no se ven, los efectos de los años.
Yo sólo me doy cuenta de que mi mujer ha envejecido cuando veo antiguos retratos. Y ni aun así, porque están tomados en ambientes tan distintos del actual y con trajes tan olvidados, que los miro como si no fueran de ella, como si la fotografía representara a un personaje parecido, pero no a mi mujer. Ella es la que ayer, sentada frente a mí, contemplaba el retrato y se reía de «aquel sombrero extravagante»; o la que hoy me instaba a que no saliera desabrigado porque hacía frío; o la que mañana me reclamará: ¡te lo dije, ya pescaste un catarro!
Sus manos viejas, sus ojos rodeados de arrugas y su pelo canoso, ni me sorprenden, ni me desagradan, ni me hacen recordar su tersura y su negro cabello de otros tiempos. El cambio ha ocurrido con tanta lentitud y tan entrañablemente acompañado del mío, que ni ella ni yo hemos podido notarlo.
Creo que el no percibir brutalmente la destrucción, el aniquilamiento del cuerpo que se ama, es el gran milagro de la convivencia.
Me gusta la convivencia. Algunas veces le digo a mi mujer que el hombre debe vivir solo y libre para no debilitarse. Pero se lo digo para darme importancia; para que suponga que no he perdido mis inquietudes y para que no me sienta viejo y anclado definitivamente.
En realidad, no sé qué haría si de pronto, por algún motivo, tuviera que vivir solo. Si en mi cama sintiera, en vez de su tibieza, su ausencia; si no pudiera reclamarle un movimiento brusco que me despierta; si a media noche no pudiera impacientarme y decirle que se retire un poco, porque tengo calor, o en la madrugada, quedamente, apretando su mano, que se acerque. No sé qué haría si a cada momento no la oyera protestar por algo de la casa; o, de vez en cuando, amenazarnos con que un día nos va a dejar, para ver qué hacemos solos. Sí, todo eso que dice furiosa, y que a mí y a mis hijos nos hace reír, porque de lo único que estamos completamente seguros es de que ella no nos dejará nunca.
No sé qué haría si no pudiéramos seguir viendo juntos la manera como van deteriorándose y perdiendo su color y su forma los objetos que durante tantos años nos han servido y acompañado.
Tenemos un florero que alguien nos regaló cuando nos casamos. Es tan feo, tan implacablemente feo, que durante las primeras semanas nos sirvió de diversión."

Josefina Vicens
El libro vacío













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