"Aunque es probable que yo me esté confundiendo al querer dotar a Oriol de una vida civil y social que a lo mejor no lo atraía, quizá vivir en la montaña como un salvaje le gustaba, lo hacía sentirse liberado de las servidumbres y las ataduras de la vida convencional que tenía en Barcelona; pero aquí otra vez estoy coligiendo demasiadas cosas, porque si algo he descubierto en esta reconstrucción que voy escribiendo de mi pariente es que Oriol era un hombre al que le costaba tomar decisiones, lo hacía una vez y después era incapaz de modificar el rumbo que le imponían los acontecimientos, había estudiado piano porque en el salón de su casa había uno que nadie usaba; se casó con la primera, y la única, que se le puso a tiro; lo de enrolarse en el bando republicano había sido pura imitación de su padre y de su hermano, y aquel episodio en la montaña cuando, gravemente herido, había arrastrado cuesta arriba a su colega moribundo, tenía más que ver con las exigencias de la situación y del entorno que con el espíritu heroico que en las primeras páginas de esta historia me empeñé en ver. Por esto me parece que la decisión de convertirse en delincuente tampoco pudo haber sido suya, no del todo; la idea de la línea que cruza porque le ha llegado como una ola a los pies, quiero decir «al pie», me parece bastante precisa, y es probable que si en vez de esto se le hubiera cruzado en el camino un monasterio, hoy mi familia y yo tendríamos un monje orando por nosotros en la celda de un edificio románico en el sur de Francia. Este carácter débil que ha ido aflorando a fuerza de irlo escribiendo explica por qué Oriol se tomó con esa irresponsable ligereza el suicidio de su mujer y por qué nunca hizo el esfuerzo de comunicarle a alguien de su familia que seguía vivo. No se sabe qué hizo Oriol con las joyas y el dinero que robó a la familia Grotowsky, ni tampoco con lo que sacó en sus robos posteriores, probablemente los enterró en algún sitio en el bosque o en los alrededores de la cabaña. Días después de aquel asalto iniciático, exactamente veintiuno según las actas, el hermano de mi abuelo salió de la cabaña armado con la escopeta, dispuesto a dar otro golpe idiota, y lo califico así porque, hasta donde se sabe, esa actividad infame no le produjo ningún beneficio. Había esperado a que Noviembre se fuera a dar su rondín humanitario por el espinazo de la montaña para coger la escopeta e irse, le quedaba claro que su bondadoso amigo reprobaría esa actividad que iba, precisamente, en sentido contrario de la suya, aunque en el caso de los Grotowsky era todavía peor porque Oriol había desvalijado a personas que el gigante acababa de salvar."

Jordi Soler
La fiesta del oso


"Creatividad y silencio... Tanta hiperactividad debería ser contrapesada con periodos de inactividad, de silencio, de concentración en una sola idea; porque de esos periodos de calma, de aburrimiento incluso, salen las grandes obras, detrás de cada poema, de cada sinfonía o novela, de cada lienzo, hay una persona que ha pasado largos periodos sin hacer nada."

Jordi Soler


"El caporal se me quedó mirando con desconfianza y al cabo de un momento soltó, pues entonces quién sabe si a lo mejor pueda pasarle algo a algún chino. Ni va a pasar nada ni nos vamos a detener por ese miedo, le dije, y después le pedí que se fuera, que me dejara trabajar porque esa tarde tenía que cuadrar las cuentas de una venta. Sin embargo, la advertencia del caporal me dejó inquieto. Durante los siguientes días estuve observando a los chinos, no hacían más que trabajar, no se metían con nadie y cada vez que algún jornalero les ponía mala cara o les decía alguna majadería, ellos sonreían y regresaban a su trabajo. Eso es precisamente lo que más les molesta a los jornaleros, me dijo el caporal, que los pinches chinos se ríen de todo, hasta cuando los insultan se ríen. Unas semanas más tarde me quedaba claro que aquella tirantez entre los chinos y los jornaleros beneficiaban a la plantación. Llegué a pensar que el enfrentamiento permanente sería el motor de una nueva época para el negocio. Hasta que una noche me despertó el caporal, gritaba por el pasillo rumbo a mi habitación, y trataba de quitarse de encima a Altagracia, que estaba decidida a impedirle el paso. Patrón, tiene que venir a ver esto, dijo en cuanto abrió la puerta. Apenas me había dado tiempo de sentarme en la cama y cuando iba a preguntarle de qué se trataba me dijo que me esperaba en el galerón donde dormían los chinos y luego salió dando grandes zancadas. Me vestí rápidamente y bebí un par de sorbos de la taza que me ofreció Altagracia. Era la una de la madrugada. Llegando al galerón tuve que abrirme paso entre los jornaleros que se agolpaban en la puerta para ver lo que había pasado. Los chinos, cinco de ellos, estaban de pie en un rincón, contemplando impávidos a su compañero, que estaba en el catre con los ojos abiertos y un tajo en el cuello por donde se había vaciado toda la sangre. Debajo había un gran charco oscuro alimentado por una gota persistente que se colaba por la tela del catre. Los chinos miraban a su compañero con una actitud indescifrable que contrastaba con el cinismo de los jornaleros, que asistían a esa escena como si se tratara de un episodio cotidiano, incluso falto de interés. Hay que avisar a la policía, puedo ir a la comandancia en la camioneta y estar de vuelta en media hora, dijo el caporal. ¿Estás loco?, le dije, la policía no puede enterarse ahora, ya ves lo que pasó la última vez. Hacía poco más de un año que dos jornaleros se habían liado a machetazos, uno había muerto y otro había quedado muy malherido y, a pesar de que todo había ocurrido en medio del cafetal, lejos de mi oficina donde trabajaba a la hora de la trifulca, la policía se las había ingeniado para culparme a mí del muerto, y también del otro, que iba a morir unas horas después, y al final me habían sacado una gran cantidad de dinero a cambio de no enviarme a la cárcel. Averigua tú quién es el culpable, le dije al caporal, y después lo entregamos a la policía. La orden sembró cierto nerviosismo entre los jornaleros, un murmullo que rápidamente se extinguió, porque sabían que lo mejor era que cada quien se tragara lo que estaba a punto de decir. Los chinos partían el alma, estaban ahí pegados unos con otros, mirando fijamente a su compañero que terminaba de desangrarse, y yo al verlos pensaba que aquello iba a ser irreparable, que no había forma de que siguieran trabajando con los jornaleros, y también me arrepentía de no haberme tomado en serio la advertencia del caporal, de no haber visto venir aquello que en ese momento ya me parecía una obviedad."

Jordi Soler
Usos rudimentarios de la selva



"Tarde o temprano, el inmigrante acaba siendo parte del sitio al que ha emigrado."

Jordi Soler













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