"Durante las últimas semanas, los sentimientos de Sir Philip hacia las posibles consecuencias de su proceder habían experimenta­do un cambio.
La irritación por el constante espio­naje, amistoso por una parte, amena­zador por otra, había engendrado en él un resentimiento tan amargo que todos sus temores se habían disipado. Su mente estaba poseída de la inque­brantable determinación de llevar a tér­mino la medida que tenía entre ma­nos, de desbaratar los propósitos de los Cuatro Hombres Justos y de vin­dicar la integridad de un ministro de la Corona. «Sería absurdo», escribió
en un artículo titulado «Individualis­mo y Servicio Público», inserto unos meses más tarde en la Quaterly Review, «sería monstruoso suponer que la crí­tica incidental procedente de una fuen­te carente totalmente de autoridad pue­da afectar, o de algún modo, influir, a un miembro del Gobierno en su con­cepto de la legislación necesaria para los millones de ciudadanos confiados a su tutela. Él es el instrumento, de­bidamente elegido, para poner en for­ma tangible los deseos y los anhelos de quienes naturalmente vuelven su mi­rada hacia él esperando, no sólo que provea los medios y los métodos que mejoren sus condiciones de vida, o que aligere las restricciones impuestas a las relaciones del comercio internacional, sino que ofrezca protección contra los riesgos que pueden comportar otras necesidades vitales, aparte de las co­merciales... En tal caso, un ministro de la Corona que se precie debidamen­te de sus responsabilidades, deja de existir como hombre para pasar a ser un mero autómata despojado del fac­tor humano».
Sir Philip Ramon tenía muy pocos amigos. No poseía ninguna de las cua­lidades que tornan popular a un hom­bre. Era un individuo honrado, cons­ciente, fuerte. Era la criatura de san­gre fría, cínica, que una existencia des­provista de amor había hecho de él. No tenía entusiasmo alguno... ni ins­piraba ninguno. Cuando estaba persua­dido de que un proceder era menos erróneo que cualquier otro, lo adopta­ba. Satisfecho con que una medida era beneficiosa a la corta o a la larga para sus semejantes, la defendía contra viento y marea hasta su resultado fi­nal. Podía decirse de él que no tenía ambiciones... solamente objetivos. Era el miembro peligroso del Gabinete, al que dominaba con mano maestra, pues ignoraba el significado de la bendita palabra «compromiso».
Si tenía alguna opinión sobre cual­quier materia bajo el sol, esa opinión había de ser necesariamente la de sus colegas.
Cuatro veces, en la breve historia de su administración, los titulares «Se rumorea la dimisión de un ministro del Gabinete» habían llenado los ta­blones de los periódicos, y cada vez, el ministro cuya dimisión fue final­mente aceptada había sido el miembro cuyos puntos de vista habían chocado con los del ministro de Asuntos Ex­teriores. Tanto en las cosas pequeñas como en las grandes tenía sus propios criterios.
Se había negado por completo a ocu­par su residencia oficial, y el núme­ro 44 de Downing Street se convirtió en mitad oficina, mitad palacio. Su hogar era la casa de Portland Place, y de allí salía en coche todas las ma­ñanas, pasando por delante del reloj de la Guardia Montada cuando éste da­ba la última campanada de las diez.
Un teléfono privado conectaba su despacho de Portland Place con la re­sidencia oficial, siendo éste todo su contacto con la casa de Downing Street, la ocupación de la cual había consti­tuido la ambición de los más destaca­dos representantes de su partido.
Ahora, no obstante, al aproximarse el día en que habían de verse los re­sultados de todos sus esfuerzos, la Po­licía insistió en que trasladase su re­sidencia a Downing Street.
Aquí, decían, la tarea de proteger al ministro se simplificaría. Conocían bien el número 44 de dicha calle. Podrían vigilar mejor sus cercanías y, además, el trayecto (¡peligroso trayecto!) entre Portland Place y Asuntos Exteriores quedaría eliminado.
Costó muchas presiones y súplicas inducir a sir Philip a dar incluso este paso, y sólo cedió cuando se le asegu­ró que la vigilancia a que estaba suje­to le resultaría menos perceptible.
—A usted no le gusta hallar a mis hombres al otro lado de la puerta cuan­do se está afeitando —dijo el superin­tendente Falmouth en tono contunden­te—. Puso usted objeciones a la pre­sencia de uno de mis muchachos en su cuarto de aseo la otra mañana, y se quejó por tener que soportar la pre­sencia de un detective de paisano en su coche... Bien, sir Philip, le prometo que en Downing Street ni siquiera los verá.
Esto puso punto y final a las argu­mentaciones.
Hasta justamente antes de abando­nar Portland Place para ocupar su nue­va residencia no se sentó a escribir a su agente, mientras el superintendente esperaba en el antedespacho.
El teléfono situado junto al codo de sir Philip emitió un suave zumbido (odiaba los timbres), y la voz de su secretario particular le preguntó con cierta ansiedad cuánto tardaría aún.
—Tenemos sesenta agentes de ser­vicio en el 44 —prosiguió el joven y eficiente secretario—, y hoy y mañana estaremos... —y sir Philip escuchó con creciente impaciencia el recital.
—Me maravilla que no haya adquiri­do una caja de caudales para ence­rrarme dentro —rezongó, poniendo término a la conversación.
Hubo una llamada a la puerta y Falmouth asomó la cabeza.
—No quiero meterle prisa, señor —murmuró—, pero...
El ministro del Exterior se marchó a Downing Street con algo notable­mente parecido a la cólera. Pues no estaba habituado a que le metieran prisas, o a que lo cuidasen, ni a reci­bir órdenes a diestro y siniestro. Aún le irritó más el ver a los ya familiares ciclistas a cada lado del coche y el re­conocer cada pocos metros a un obvio policía de paisano admirando las vis­tas de la acera; y cuando llegó a Down­ing Street y vio que impedían el paso a todos los carruajes menos al suyo y que se había congregado una enorme multitud de morbosos mirones para aclamarlo a la entrada, se sintió como nunca en su vida se había sentido... humillado.
Halló a su secretario esperándolo en su despacho privado, provisto del es­quema del discurso de introducción a la segunda lectura del Acta de Extradi­ción.
—Estamos completamente seguros de que la Oposición ofrecerá una gran resistencia —informó el secretario—, pero Mainland ha hecho una llamada especial a todos los nuestros, y espera conseguir una mayoría de treinta y seis... como mínimo.
Ramon repasó las notas y las en­contró confortantes. Le devolvían la vieja sensación de seguridad e impor­tancia. Al fin y al cabo, él era un gran ministro del Estado. Desde luego, aquellas amenazas eran absurdas por completo (la Policía era la culpable del revuelo armado; y, por supuesto, la prensa). Sí, eso es lo que había sido todo... un espejismo sensacionalista de los periódicos.
Había algo optimista, algo casi cor­dial, en su semblante, cuando se volvió con media sonrisa hacia su secretario.
—Bien, ¿qué se sabe de mis desco­nocidos amigos..., como se llaman a sí mismos los muy canallas... los Cuatro Hombres Justos?
Aunque así hablara, estaba interpre­tando un papel. No había olvidado aquella denominación, que no se apar­taba de su mente ni de día ni de noche.
El secretario titubeó. Entre su su­perior y él, los Cuatro Hombres Jus­tos habían sido hasta entonces un te­ma tabú.
—Oh... no hemos oído de ellos mu­cho más de lo que usted haya podido leer —respondió en tono inseguro el secretario—. Sí, se sabe ya quién es Terrí, mas no se ha conseguido loca­lizar a sus tres compañeros.
El ministro frunció los labios.
—Me conceden hasta mañana por la noche para retractarme —declaró.
—¿Ha vuelto a tener noticias suyas?
—La más breve de las notas —in­formó sir Philip con ligereza.
—¿Y en caso de que no se retracte...?
—Cumplirán su promesa —respon­dió sir Philip lacónicamente, pues la expresión «Y en caso de que no se re­tracte...» le había transmitido al co­razón un frío cuya razón no acababa de comprender.
En la habitación de arriba del taller de Carnaby Street, Terrí, sumiso, hos­co, temeroso, estaba senta­do frente a los Tres.
—Quiero que entiendas claramente—decía Manfred— que no te guarda­mos rencor por lo que has hecho. Opi­no, y lo mismo opina el señor Poiccart, que el señor González hizo bien en res­petar tu vida y volver a traerte con nosotros.
Terrí bajó la mirada ante la sonrisa semifestiva del hablante.
—Mañana por la noche harás lo que acordamos hacer... si todavía sigue siendo necesario. Después, te irás..; —calló.
—¿Adónde? —exigió Terrí, súbita­mente encolerizado—. ¿Adónde, en nombre del Cielo? Les he dicho mi nombre y sabrán quién soy sólo con escribir a la Policía española. ¿Adón­de podré ir?
Se incorporó de un salto, lanzando a los tres una mirada asesina. Sus ma­nos temblaban de rabia, y su sólido esqueleto estaba siendo sacudido por la intensidad de su ira.
—Tú mismo te has traicionado —re­plicó Manfred en voz baja—, y ése es tu castigo. Pero nosotros encontrare­mos un sitio para ti, una nueva Es­paña bajo otro firmamento..., donde te estará aguardando la chica de Jerez.
Terrí paseó su mirada suspicazmente de uno a otro. ¿Se estarían divir­tiendo a su costa?
No había sonrisas en sus rostros. González lo miraba con ojos inquisi­tivos y penetrantes, como si hubiese visto algún significado oculto en sus palabras."

Edgar Wallace
Los cuatro hombres justos



"Había un desfile de oficiales con mando a mediodía. Y hasta el momento en que se cuadró ante él, con los tacones juntos, no volvió a ver Hamilton a su subordinado.
Concluido el desfile, Bones volvió a su habitación arrogantemente.
Estaba ofendido. Que se le hubiera dicho que esquivaba el cumplimiento de sus deberes, le lesionaba profundamente.
Preparándose para la operación que esperaba que se le confiase, había mantenido a sus hombres en movimiento durante quince días. Durante catorce, bajo todas las clases más terribles de tiempo, había trabajado como un negro nativo en el bosque, con luchas fingidas, con cartuchos de fogueo, realizando ataques a posiciones imaginarias, escalando barricadas, construyendo puentes… todo el trabajo que estimaba inferior e indigno de un oficial. ¡Y que ahora se le dijese que descuidaba su obligación!
Ciertamente había descendido hasta el cuartel más frecuentemente, acaso, de lo que habría sido necesario, pero entonces estaba interesado extraordinariamente en el desarrollo de unas carreras de caballos que podrían, con un poco de suerte, haberle hecho poseedor de una gran fortuna. Hamilton se mostró comunicativo durante la comida, casi amable durante la cena, y para él, más bien serio.
Si ha de decirse la verdad, estaba terriblemente preocupado. La causa era, según había ocurrido varias veces con Sanders, el territorio franco-belga-germano que estaba próximo a la región de Ochori. Todos los malos individuos, no solamente del Congo francés y del belga, sino, además, los malamente gobernados de la tierras alemanas…, todos los que se negaban a pagar los impuestos, los criminales de todas suertes, las gentes sin ley de todas partes que constituían el contingente de tales tierras, formaban una población nómada que flotaba en las colinas cubiertas de vegetación próximas a la nación gobernada por Bosambo.
Últimamente se habían registrado malos síntomas. Una potente fuerza de nativos rebeldes, según se informaba, estaba a un día de marcha de la frontera de Ochori. Hamilton lo sabía. Lo había sabido muchas veces. Frecuentemente le habían llegado noticias de la frontera francesa, noticias alarmantes.
Y había hecho, por ello, muchos viajes inútiles a Ochori. Marchas forzadas a través de territorios muy poco conocidos, y largas, fatigosas estaciones en espera del invasor, que jamás llegaba, habían apagado sus temores. El administrador le prevenía de tiempo en tiempo, y le pedía, convencionalmente, que efectuase los preparativos necesarios para hacer frente a todas las contingencias, y Sanders replicaba, de modo igualmente convencional, que el estado de los asuntos en la frontera de Ochori estaba siendo objeto de su más vigilante atención."

Edgar Wallace
Bones


"Regresó de Londres cierta noche, cansada y un tanto irritada. Quería convencerse de que no era el motivo haber llamado a Luke y averiguado que se hallaba fuera de la ciudad. Él sabía que Edna iba aquel día a Londres y había intentado un arreglo con ella, y, sin embargo, le excusaba su ausencia.
A las nueve, sintiéndose cansada, se acostó, pero transcurrido un cuarto de hora, ya en el lecho, notándose nerviosa, decidió levantarse. Se puso un salto de cama, y después de tratar vanamente de leer, se fue a la ventana y miró por entre las cortinas. A la luz clara de la luna las terrazas recortaban su blanca y agrietada silueta. También distinguía los pequeños y negros lunares que señalaban las entradas de las Cuevas de Perrywig. Apagó la luz, levantó la persiana y aproximó una silla a la ventana abierta. Era una noche calurosa y hasta sofocante de principios de octubre, noche de ensueño, si se pudiera pensar en algo más interesante que Matthew Mark Luke. Lo absurdo del nombre la extrañó nuevamente, y se sonrió.
Decididamente debe ser sustituido por Mark a secas. Pero, por desgracia, ya se había anticipado él, colocándose en una posición inexpugnable.
Mientras pensaba en esto, oyó el ruido de una puerta que venía de la parte de la quinta. Inmediatamente junto al blanqueado muro se dejó ver un hombre, en quien no tardó en reconocer a Goodie. Suavemente se dirigía hacia el montículo de cemento que había excitado la curiosidad de Luke. Oyó el rechinar de una puerta de hierro que giraba sobre sus goznes, después a él que murmuraba algo y a continuación un tenue silbido.
Desapareció detrás de un matorral de arbustos, pero pronto reapareció. Se dirigía hacia el ángulo más alejado del cercado, llevando algo en su mano, y detrás de él iban dos enormes perros de largas y ondulantes colas.
La luz de la luna produce a veces extraños efectos, y así pareció a Edna que aquellos dos canes eran de gran tamaño, mucho mayores que los más hermosos terranovas que había visto. Iban por el campo detrás de él, unas veces entre la sombra, otras en los claros de luz; dos negros perrazos, que marchaban juntos, olfateando el suelo. Uno de ellos dio un salto hacia la izquierda; probablemente había distinguido algún conejo. Oyó que Goodie regañaba, y cuando el animal volvió, sintió el restallido de un látigo.
Las siluetas se iban haciendo cada vez más tenues. Se encaminaban hacia las Cuevas de Perrywig. Entonces fue la joven en busca de sus anteojos de campo. Apegada al suelo había una ligera neblina, que dificultaba la clara visión. Al cabo de una hora reaparecieron de nuevo, y entonces los perros iban delante de él y se quedaron esperando a que abriera la puerta. Una nube se había interpuesto delante de la luna, y cuando se encaminó hacia el cercado ulterior, la joven nada pudo distinguir. El golpe de la puerta de la quinta denunció su regreso.
Poco después vio uno de los animales; venía olfateando el muro y se perdió de vista. Percibió su estornudo, y entonces le vio por un momento al irse hacia el lado más lejano del montículo de cemento.
Corrió las cortinas y se acostó, cayendo en un sueño agitado. Dos veces se despertó y miró el reloj, comprobando en ambas ocasiones que apenas había transcurrido una hora. Entonces se estuvo queda y el sueño la invadió. Pero no bien se había sumido en un estado de inconsciencia, cuando de nuevo se despertó. Su sueño había sido interrumpido por un grito. Se incorporó, temblorosa, en el lecho. De nuevo se percibió el penetrante y lastimero alarido de angustia, como salido de una cámara de tortura. El terror la paralizó. Por tercera vez hirió sus oídos un grito quejumbroso. Haciendo un supremo esfuerzo se echó de la cama, fue a la ventana y descorrió las cortinas."

Edgar Wallace
La cinta verde



“Si tienes razón, puedes permitirte excusarte; si estás equivocado, no puedes permitirte no hacerlo.” 

Edgar Wallace



“Sólo la gente común trabaja: la gente de buena familia hace negocios.” 

Richard Horatio Edgar Wallace



"Un intelectual es alguien que ha encontrado algo más importante que el sexo."

Edgar Wallace

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