"Al entrar a la gran sala, con una cúpula que se elevaba sesenta metros, lo primero que pensé, tal vez debido a mi visita al zoológico y la vista del dromedario [que adornaba la parte izquierda de la fachada de la estación y representaba los orígenes del boom económico del país], fue que este magnífico, aunque severamente dilapidado vestíbulo debería tener jaulas para leones y leopardos en sus nichos de mármol, y acuarios para tiburones, pulpos y cocodrilos, en contraposición a algunos zoológicos, que tenían pequeños trenes en los cuales podías, digamos, viajar a los lugares más remotos de la tierra.
(...)
Cuántas cosas y cuánto caen continuamente en el olvido, al extinguirse cada vida; cómo el mundo, por decirlo así, se vacía a sí mismo, porque las historias unidas a innumerables lugares y objetos, que no tienen capacidad para recordar, no son oídas, descritas ni transmitidas por nadie."

W. G. Sebald
Austerlitz


"Así son los abismos de la historia. Todo está mezclado en ellos  y, si se mira dentro, se siente miedo y vértigo."

W. G. Sebald


Consejos para escritores

Sobre la aproximación:

La ficción debe tener una presencia fantasmal en alguna parte, ser algo omnisciente. Crea una realidad diferente.

Escribir es descubrir cosas no vistas con anterioridad. De otra forma no vale la pena el proceso.

Sed experimentales por todos los medios, pero dejad al lector ser parte del experimento.

El expresionismo fue en realidad una especie de voluntarioso vanguardismo, tras la Primera Guerra Mundial, un intento de retorcer el lenguaje en una forma que normalmente no tiene. Aún así, debe tener un objetivo. Ha pasado pocas veces en inglés pero es bastante común en alemán.

Escribid sobre cosas oscuras pero no escribáis oscuramente.

Existe un cierto mérito en dejar a oscuras algunas partes de vuestra escritura.

Es difícil escribir algo original sobre Napoleón, pero uno de sus ayudante es caso aparte.

Sobre narrativa y estructura:

En el siglo XIX el autor omnisciente era Dios: totalitario y monolítico. El siglo XX, con todos sus horrores, fue más demótico. Aceptó los recuentos de la gente; de pronto existían otras opiniones. En las ciencias naturales el siglo [XX] vio la refutación de Newton y la introducción de la noción de relatividad.

En el siglo XX sabemos que el observador siempre afecta lo que es observado. Así, escribiendo ahora una biografía, tenéis que hablar de dónde obtuvisteis vuestras fuentes, como hablar a aquella mujer en Beverly Hills sobre el problema que tuvisteis en el aeropuerto.

Los físicos ahora dicen que no existe el tiempo: todo coexiste. La cronología es enteramente artificial y esencialmente determinada por la emoción. La contigüidad sugiere capas de cosas, de alguna manera fundiéndose o coexistiendo el pasado y el presente.

El presente simple encaja con la comedia. El pasado es algo ido y naturalmente melancólico.

Hay un tipo de narrador, el cronista; es desapasionado, lo ha visto todo.

No podéis atribuir un fallo en un texto al estado en que se encuentra uno de sus personajes. Por ejemplo, “no conoce el paisaje de forma que no puede describirlo”, “esta borracho, de forma que no puede conocer esto o aquello.”

Sobre la descripción:

Necesitas situar las cosas cuidadosamente en tiempo y espacio a menos que tengas buenas razones [para no hacerlo]. Los autores jóvenes a menudo están demasiado preocupados haciendo que las cosas avancen, y no lo suficiente por lo que pasa alrededor suyo.

Un sentido del lugar distingue un fragmento de escritura. Puede ser un destilado de lugares distintos. Debe haber una muy buena razón para no describir el lugar.

La meteorología no es superflua en la historia. No muestres aversión a dar cuenta del clima.

Es muy difícil, por no decir imposible, retratar bien el movimiento físico cuando se está escribiendo. Lo importante es que funcione para el lector, incluso si no es preciso. Podéis usar elipsis, abreviar la secuencia de las acciones; no necesitáis describir laboriosamente cada una de las mismas.

A veces necesitáis magnificar algo, describirlo ampliamente de una forma indirecta. Y en el proceso descubres algo.

¿Cómo superar el horror una vez que habéis alcanzado cierto nivel? ¿Cómo deja de parecer gratuito? El horror debe ser absuelto con la calidad de la prosa.

Sobre el detalle:

El “detalle significativo” da vida a situaciones que de otra manera serían mundanas. Necesitáis observaciones agudas, implacables.

Las rarezas son interesantes.

Los personajes necesitan detalles que los anclen en nuestra mente.

El uso de mellizos y trillizos virtualmente indistinguibles entre sí puede dar un filo espeluznante y asombroso. Kafka lo hace.

Siempre es gratificante aprender algo cuando se lee ficción. Dickens fue quien inició esto. El ensayo invadió la novela. Pero tal vez no debemos confiar en los hechos de la ficción. Se trata, después de todo, de una ilusión.

La exageración es la base de la comedia.

Es bueno incluir varias patologías no reconocidas y enfermedades mentales en vuestras historias. El campo está lleno de patologías no declaradas. Por el contrario, en el ambiente urbano, la aflicción mental no es reconocida.

El dialecto hace que palabras normales parezcan distintas, extrañas y asperas. Por ejemplo, ‘Jeziz’ en vez de Jesús.

Disciplinas concretas tienen una terminología especializada que forma su propio lenguaje. Puedo traducir una página de Ian McEwan en media hora —pero el equipamiento del golf es otro tema. Dos administrativos de Sainsbury hablando entre sí son una especie aparte.

Sobre la lectura y la intertextualidad:

Leed libros que no tengan nada que ver con la literatura.

Apartaos de los caminos transitados; no veréis nada ahí. Por ejemplo, la Crítica de Kant es aburrida pero sus escritos menores son fascinantes.

Tiene que existir un deseo libidinoso de encontrar cosas y meterlas en vuestros bolsillos.

Que los criados trabajen por vosotros. No debéis hacer todo el trabajo vosotros mismos. Debéis pedir información a otra gente, y robar implacablemente lo que os den.

Nada de lo que inventéis será tan escalofriante como las cosas que otra gente os cuente.

Debo animaros a robar todo lo que podáis. Nadie se dará cuenta nunca. Debéis mantener una libreta de notas con pedacitos, pero no anotéis las atribuciones, al cabo de un par de años podéis volver sobre la libreta de notas y emplear el material como propio sin culpabilidad.

No tengáis miedo de traer citas raras, elocuentes, e insertarlas en vuestra narración. Enriquecen la prosa. Las citas son como la levadura u otro ingrediente que uno añade.

Mirad en las viejas enciclopedias. Tienen una perspectiva distinta. Intentan ser completas y estructuradas pero de hecho son sólo cosas recogidas de manera completamente aleatoria que se suponen representan nuestro mundo.

Es muy bueno escribir sobre otro texto, de forma que escribas a partir del mismo y conviertas tu obra en un palimpsesto. No tienes que declararlo o decir de dónde viene.

Una estructura rígida abre posibilidades. Tomad un patrón, un modelo establecido o un subgénero, y escribid a partir del mismo. A la hora de escribir, la limitación te da libertad.

Mirando atentamente podeis encontrar problemas en todos los escritores. Y eso debe llenaros de esperanza. Y cuando mejor os volváis identificando esos problemas, mejor seréis a la hora de evitarlos.

Sobre el estilo:

Cada frase por sí sola debe significar algo.

La escritura no debe producir la impresión de que el escritor está tratando de ser “poético.”

Es fácil escribir prosa rítmica. Te arrastra consigo. Al cabo de un rato se vuelve tediosa.

Las frases largas te ahorran el tener que nombrar repetidamente al sujeto (Gertie hizo esto, Gertie sintió que, etc…).

Evitad frases que sólo sirven para introducir frases posteriores.

Emplead la palabra “y” lo menos posible. Buscad la variedad en las conjunciones.

Sobre las revisiones:

No reviséis demasiado o se convertirá en un conjunto de parches.

Muchas cosas se resuelven por sí mismas simplemente dejándolas en el cajón un tiempo.

No escuchéis a nadie. Ni siquiera a nosotros. Es fatal.

W. G. Sebald



"De vez en cuando ocurría aún que se perfilara en mi cabeza un razonamiento con hermosa claridad, pero sabía ya, mientras eso sucedía, que no estaba en condiciones de retenerlo, porque, en cuanto tomara el lápiz, las infinitas posibilidades del idioma, a las que antes podía abandonarme con confianza, se convertirían en una mescolanza de frases de pésimo gusto. No había giro de frase que no resultara ser una lamentable muletilla, ni palabra que no sonara vacía y falaz. Y en ese espantoso estado de ánimo me pasaba horas y días mirando a la pared, me atormentaba el espíritu y aprendía poco a poco a comprender lo horrible que es que incluso la tarea o el deber más nimio, como, por ejemplo, ordenar un cajón de cosas diversas, pueda ser superior a nuestras fuerzas. Era como si alguna enfermedad ya latente en mí se dispusiera a declararse, como si algo desmoralizador y obstinado se hubiera metido en mi interior y, poco a poco, lo paralizara todo. Sentía ya tras mi frente la infame apatía que precede al desmoronamiento de la personalidad, sospechaba que en realidad no tenía memoria ni capacidad intelectual, ni una verdadera existencia, que durante toda mi vida sólo me había ido extinguiendo y apartando del mundo y de mí mismo. Si alguien hubiera venido para llevarme al patíbulo, hubiera permitido tranquilamente que me ocurriera lo que fuera sin decir palabra, sin abrir los ojos, lo mismo que las personas sumamente mareadas, cuando, por ejemplo, van en vapor por el Mar Caspio, tampoco oponen la menor resistencia si alguien les comunica que las van a tirar por la borda. Pasara lo que pasara dentro de mí, la sensación de pánico en que me sumía el estar a punto de escribir una frase, sin saber cómo empezar esa frase o, en general, cualquier otra, se extendió pronto a la operación, en sí más sencilla, de leer, hasta que, inevitablemente, al intentar comprender una página entera, caía en un estado de la mayor confusión. Si se puede considerar al idioma como una antigua ciudad, como un laberinto de calles y plazas, con distritos que se remontan muy atrás en el tiempo, con barrios demolidos, saneados y reconstruidos, y con suburbios que se extienden cada vez más hacia el campo, yo parecía alguien que, por una larga ausencia, no se orienta ya en esa aglomeración, que no sabe ya para qué sirve una parada de autobús, qué es un patio trasero, un cruce de calles, un bulevar o un puente. Toda la estructura del idioma, el orden sintáctico de las distintas partes, la puntuación, las conjunciones y, en definitiva, hasta los nombres de las cosas corrientes, todo estaba envuelto en una niebla impenetrable. Tampoco entendía lo que yo mismo había escrito en el pasado, sí, especialmente eso. Sin cesar pensaba únicamente: una frase así es algo que sólo supuestamente tiene sentido, en realidad, en el mejor de los casos, provisionalmente, una especie de excrecencia de nuestra ignorancia con la que, como algunas plantas y animales marinos con sus tentáculos, tanteamos a ciegas en la oscuridad que nos rodea. Precisamente lo que, por lo común, puede dar la impresión de una inteligencia metódica, la exposición de una idea por medio de cierta habilidad estilística, me parecía entonces nada más que una empresa totalmente arbitraria o demencial. En ninguna parte veía ya una conexión, las frases se disolvían en palabras aisladas, las palabras, en una sucesión arbitraria de letras, las letras en signos inconexos y éstos en una huella gris azulada, que brillaba plateada aquí o allá y que algún ser reptante había segregado y arrastrado tras sí, y cuya vista me llenaba cada vez más de sentimientos de horror y vergüenza. Un atardecer saqué de la casa todos mis papeles, atados y sueltos, los libros de notas y cuadernos de notas, los archivadores y legajos de mis clases, todo lo que estaba cubierto de mi escritura, y lo tiré al extremo más lejano del jardín en el montón de estiércol, cubriéndolo con capas de hojas podridas y unas paladas de tierra. Es cierto que luego me creí durante unas semanas, mientras arreglaba mi cuarto y repintaba el suelo y las paredes, aligerado de la carga de mi vida, pero enseguida me di cuenta de que las sombras se extendían sobre mí. Sobre todo en las horas del crepúsculo vespertino, que normalmente habían sido siempre mis preferidas, me invadía una especie de angustia, al principio difusa pero luego cada vez más densa, que hacía que el hermoso espectáculo de los colores que iban desvaneciéndose se tornase en una palidez malvada y sin luz, el corazón se me encogiera en el pecho hasta una cuarta parte de su tamaño natural y en mi cabeza sólo quedara un pensamiento: en el rellano de la escalera, en un tercer piso de cierto edificio de Great Portland Street en el que hacía años, después de una visita al médico, había tenido un extraño arrebato, precipitarme por encima de la barandilla en la oscura profundidad del pozo."

W. G. Sebald
Austerlitz


"El camino de vuelta lo hicimos a pie. A los dos se nos hizo demasiado largo. Cabizbajos, caminábamos uno junto al otro bajo el sol otoñal. En Kritzendorf las casas parecían no tener fin. De los habitantes de Kritzendorf no había ni rastro. Todos estaban sentados a la mesa del almuerzo, haciendo ruido con sus cubiertos y con sus platos. Un perro se abalanzaba a una puerta del jardín de hierro, pintada de verde, completamente fuera de sí, como si hubiera perdido el juicio. Era un Terranova grande y negro, cuya mansedumbre innata se había echado a perder por malos tratos, una soledad prolongada o una atmósfera límpida. En la villa erigida detrás de la empalizada no se movía nada. Nadie venía a la ventana, ni siquiera se movía una cortina. En embestidas siempre nuevas, el perro corría contra la verja. Sólo a veces se quedaba parado, dirigiendo su mirada hacia nosotros, que nos habíamos quedado quietos como clavados. Eché un chelín como ofrenda para las ánimas en el buzón de chapa colocado junto a la puerta del jardín. Al seguir caminando sentí el frío del terror en mis miembros. Ernst se volvió a parar y dio la vuelta en dirección al perro negro, ahora mudo y quieto a la luz del mediodía. Quizá no hubiésemos tenido más que dejarle suelto. Es probable que después hubiera seguido el camino a nuestro lado, en actitud obediente, y que su mal carácter se hubiera puesto a buscar un domicilio nuevo en el interior de otros habitantes de Kritzendorf, o en todos los habitantes de Kritzendorf al mismo tiempo, de forma que ninguno de ellos hubiera sido ya capaz de sostener una cuchara o un tenedor.
Por la Albrechtstraße llegamos a Klosterneuburg. En su extremo superior se alza un edificio abandonado, levantado a base de bloques huecos de hormigón y paneles prefabricados. Las ventanas de la planta baja están clavadas con tablones. El entramado del tejado falta en su totalidad. En su lugar, introduciéndose en el cielo, sobresale una fajina herrumbrosa de apuntalamientos de hierro. Todo ello me causó la impresión de un grave delito. Ernst aceleró sus pasos y evitó echar una mirada al espantoso monumento. Un par de casas más adelante, en la escuela de primaria, había niños cantando. Quienes mejor lo hacían eran aquellos que no terminaban de conseguir mantener la curva melódica. Ernst se quedó quieto, se giró hacia mí, como si ambos estuviéramos representando una obra de teatro, y pronunció la siguiente frase en lo que me pareció una especie de alemán escénico aprendido alguna vez de memoria, hacía mucho tiempo: Suena hermoso en la brisa y a uno le ensalza el ánimo. Haría cerca de dos años que ya había estado delante de la misma escuela. En aquel entonces había ido con Olga a Klosterneuburg para visitar a su abuela que había ingresado en la residencia de ancianos, en la Martinstrafie. En el camino de vuelta nos internamos en la Albrechtstrafie, y Olga cedió a la tentación de entrar en el colegio al que había ido siendo niña. En una de las aulas, la misma a la que había acudido a principios de los años cincuenta, daba clase, casi treinta años más tarde y con la misma voz de entonces, la misma maestra, que amonestaba a los niños de una forma exacta a la de entonces para que se concentraran en su tarea y no se pusieran a cuchichear. Olga me contó más tarde que sola, en el gran vestíbulo, rodeada de las puertas cerradas que en su época le habían parecido elevados portones, había sido presa de un llanto convulsivo. Cuando regresó a la Albrechtstraße, donde yo la estaba esperando, se encontraba en un estado de conmoción que nunca había notado en ella. Volvimos a Ottakring, al piso de la abuela, y durante todo el camino de ida y a lo largo de toda la tarde no pudo serenarse de la impresión sufrida por la vuelta imprevista del pasado.
El Martinsheim es un edificio sólido, alargado, del siglo XVII o XVIII. La abuela, Anna Goldsteiner, que padecía de esa extrema falta de memoria que al cabo de poco tiempo hace imposible desempeñar los quehaceres cotidianos más sencillos, había estado alojada en un dormitorio emplazado en la cuarta planta, a través de cuyas ventanas enrejadas, muy hundidas en el muro, se podían ver, mirando hacia abajo, las copas de los árboles resistiendo el terreno, bruscamente escarpado, del lado trasero de la residencia. Desde allí arriba daba la sensación de estar mirando un mar agitado. Me parecía que la tierra firme ya se hubiera hundido tras el horizonte. Bramó una sirena de niebla. Cada vez más y más lejos el barco seguía avanzando sobre el agua. De la sala de máquinas se elevaba, penetrante, la vibración uniforme de las turbinas. Fuera, en el pasillo, pasaba algún que otro pasajero solitario, alguno del brazo de su cuidador. Durante estos prolongados paseos, tardaban una eternidad en llegar al otro lado del marco de la puerta. Y es que esto es lo que sucede cuando uno se respalda en el fluir del tiempo. El suelo de parquet se movía debajo de mis pies. Un rumor quedo de conversaciones, crujidos, susurros, rezos y quejidos llenaba la habitación. Olga estaba sentada junto a su abuela y le acariciaba la mano. Repartieron el puré de sémola. La sirena de niebla volvió a sonar. Un trecho más allá, en el paisaje de aguas cual colinas verdecidas, pasaba otro vapor. Sobre el puente de barcas un marinero, con las piernas abiertas y las cintas de la gorra flameando al viento, hacía en el aire complicadas señales semafóricas con dos banderas de colores. Olga abrazó a su abuela en gesto de despedida y le prometió regresar pronto. Pero apenas tres semanas más tarde, Anna Goldsteiner, que en sus últimos tiempos para su propio asombro ni siquiera conseguía reunir los nombres de los tres maridos a los que había sobrevivido, murió de un leve resfriado. A veces no se necesita gran cosa. Cuando recibimos la noticia de su muerte, durante semanas no se me fue de la cabeza el paquetito azul casi vacío de sal de Ischl que guardaba en su piso de Ottakring, debajo de la pila, en el edificio de viviendas municipales de la Lorenz-Mandl-Gasse, que ella ya no iba a poder consumir."

W. G. Sebald
Vértigo



"En la estación de Múnich, desde cuya explanada se podían ver grandes montones de escombros y ruinas, me sentí mal y tuve que vomitar en una de aquellas «cabinas», de las que Kafka escribe que Max y él se lavaron en ellas las manos y la cara, antes de subir al tren nocturno que, pasando por Kaufering, Buchloe, Kaufbeuren, Kempten e Immenstadt a través de los oscuros Prealpes, iba hasta Lindau, donde se cantaba en los andenes mucho después de la medianoche, escena que conozco muy bien, porque por la estación de Lindau deambulan siempre excursionistas borrachos. De igual modo, en St. Gallen, «la impresión de esas casas erguidas e independientes, que no forman calles» y ascienden por las pendientes como en alguno de los cuadros de Krumau pintados por Egon Schiele, corresponde exactamente a un decorado bajo el que viví durante un año. En general, las observaciones de Kafka sobre el paisaje suizo y las «orillas oscuras, accidentadas y boscosas del lago de Zug» (y qué pocas veces deja de escribir sobre esas cosas) me recuerdan mis excursiones de niño a Suiza, por ejemplo una de un día de duración que hice en 1952 desde S. en autobús, pasando por Bregenz, St. Gallen y Zúrich, a lo largo del Walensee y por el valle del Rin de nuevo a casa. En aquella época había por Suiza relativamente pocos vehículos y, como muchos de ellos eran limusinas norteamericanas —Chevrolets, Pontiacs y Oldsmobiles—, creí por ello realmente que nos encontrábamos en otro país muy distinto, casi utópico, algo así como cuando Kafka, al contemplar un cutter aduanero en el lago Maggiore, tuvo que pensar en el viaje del capitán Nemo por el mundo solar.
En Milán, donde hace quince años tuve algunas aventuras extrañas, Max y Franz (los dos parecen casi una pareja inventada por el propio Franz) deciden ir a París, a causa del cólera que se ha declarado en Italia. En una mesita de un café de la plaza de la catedral hablan de la muerte aparente y la punción en el corazón…, una obsesión especial, evidentemente, en el imperio de los Habsburgo, entonces esclerótico, que llevaba decenios sumido en una especie de vida después de la muerte. Mahler, señala Kafka, pidió también que le hicieran esa punción. Había muerto sólo unos meses antes, el 18 de mayo, en el sanatorio de Löw, cuando estalló una tormenta sobre la ciudad, lo mismo que en la hora de la muerte de Beethoven.
Abierto ante mí tengo ahora un álbum publicado no hace mucho de fotografías de Mahler. Se le puede ver sentado en la cubierta de un transatlántico, paseando por los alrededores de su casa en Toblach y en la playa de Zandvoort, preguntando a un transeúnte por el camino de Roma. Me parece muy pequeño y de algún modo me hace el efecto de un empresario de una pobre compañía de teatro. Realmente, los momentos más hermosos de su música son aquéllos en que todavía se oye a los músicos de pueblo judíos tocando muy a lo lejos. No hace mucho tiempo escuché a unos músicos lituanos en la zona peatonal de una ciudad del norte de Alemania, cuyo sonido era totalmente igual. Uno tenía un acordeón, otro una tuba abollada y el tercero un contrabajo. Mientras los escuchaba casi sin poder alejarme de ellos, comprendí lo que escribió una vez Wiesengrund sobre Mahler: que su música era el cardiograma de un corazón a punto de romperse."

W. G. Sebald
Campo Santo



"... Entonces esto, pensé, mientras miraba a mi alrededor, es la representación de la Historia. Requiere de falsificación en la perspectiva. Nosotros, los sobrevivientes, vemos todo desde arriba, vemos todo a una, y aún así no sabemos cómo ocurrió."

Winfried Georg Maximilian Sebald



"La capacidad del ser humano para olvidar lo que no quiere saber, para no ver lo que tiene delante pocas veces se ha puesto a prueba mejor que en Alemania en aquella época. Se decide al principio, por simple pánico, seguir adelante, como si no hubiera pasado nada."

W. G. Sebald



"La ficción contemporánea está dominada por el vacío de ideas."

W. G. Sebald


"La Historia es una palabra grande. Yo también he leído a Vico y a Hegel y la Historia no la clase de animal que puedas domesticar."

W. G. Sebald


"Lo que Borges dijo sobre las coincidencias corresponde con bastante exactitud a lo que también yo pienso. No son casualidades, sino que en alguna parte hay una relación que de cuando en cuando centellea por entre un tejido ajado. Pero no tiene sentido especular. E. M. Foster ha dicho que el elemento más crucial de una novela es que debe haber algo que no es posible aprehender del todo. Y esto es lo que se puede decir de la literatura: lo único realmente bello que tiene es que todo está permitido."

W. G. Sebald




"Más que la situación social, que en la actualidad ya no me parece decisiva, me interesa la relación entre la naturaleza y la sociedad, las consecuencias negativas de nuestro modo de vida. Desde luego, no es un problema nuevo. Hoy día, sin embargo, la degradación de la naturaleza define nuestra vida como nunca antes."

W. G. Sebald


"Mi relación con Alemania es muy ambivalente. Por haber vivido veinte años sin casi moverme de un sitio, la sensación de pertenencia ahí está, aunque el resto del país sólo lo conozca desde la perspectiva de los cuartos de hotel. Lo extraño es que los alemanes, cuando hablan conmigo, me traten como un nativo -lo que para nada es el caso- y más aún si escuchan mi acento regional. Se me acepta de inmediato, pero en mi propia recepción de esta aceptación siempre hay un problema, algo que no va. Al mismo tiempo, desde luego, tampoco puedo afirmar que mi casa sea Inglaterra. Allí me siento igualmente extraterritorial. Es una buena predisposición para la escritura, pero también una carga, que, con el tiempo, se vuelve cada vez más pesada, también porque las investigaciones para los libros implican muchos viajes. Me he convertido en algo así como una existencia ambulante y encaro con cierto pánico lo que me resta de vida."

W. G. Sebald

"Porque si algo se encuentra en el origen de los inconmensurables sufrimientos que los alemanes hemos causado al mundo es un lenguaje así, difundido por ignorancia y resentimiento. La mayoría de los alemanes sabe hoy, cabe esperar, al menos, que provocamos claramente la destrucción de las ciudades en las que en otro tiempo vivíamos. Casi nadie dudará hoy de que el mariscal del aire Göring hubiera arrasado Londres si sus recursos técnicos se lo hubieran permitido. Speer cuenta cómo Hitler, en 1940 fantaseaba sobre la destrucción total de la capital del imperio británico. (…) Esa embriagadora visión de destrucción coincide con el hecho de que también los bombardeos aéreos realmente pioneros –Guernica, Varsovia, Belgrado, Rotterdam– se debieron a los alemanes.
Y la ciudad de Stalingrado, que en aquella época, como luego Dresde, rebosaba de fugitivos, fue bombardeada por mil doscientos aviones y que, durante ese ataque, que entusiasmó a las tropas alemanas que estaban en la orilla, 40.000 personas perdieron la vida."

W. G. Sebald








"Prefiero escribir sobre personas bastante excéntricas, y lo excéntrico tiene algo de fantástico. Este tipo de cosas, por lo demás, también le sucede a uno. A mí, por ejemplo, recientemente me pasó que estaba en un museo de Londres para ver dos cuadros. Detrás de mí había una pareja que, creo, conversaba en polaco. Un caballero y una dama, de aspecto muy extraño, no parecían de nuestro tiempo. Después, por la tarde, tuve que ir hasta la estación de metro más periférica de Londres, una ciudad de 15 millones de habitantes. No había nadie. Salvo estos dos del museo. Ahí estaban."

W. G. Sebald


"Se escribe con la cabeza, y no con el cuerpo."

W. G. Sebald



"Si algún día soy capaz de volver a publicar algo, será necesario que hable más abiertamente de mi propia historia y sobre cómo crecí en una familia posfascista alemana. Sonthofen, la pequeña ciudad en la que fui al colegio, podría considerarse un paradigma del fascismo, con su burgo y sus dos cuarteles militares. Es sabido que los sentimientos malignos se heredan. De niño, yo fui educado por alguien que acababa de salir de esta catástrofe, lo que de alguna manera deja huellas. No puedo decir: esto no tiene nada que ver conmigo."

W. G. Sebald



"Ya antes de su viaje a Polonia y a Ucrania, Korzeniowski había buscado un empleo en la Societé Anonyme pour le Commerce du Haut-Congo. Inmediatamente después del regreso de Kazimierowska fue a visitar otra vez al gerente Albert Thys en la administración central de la sociedad en la rue de Brederode, de Bruselas. Thys, con su cuerpo gelatinoso metido a la fuerza en una levita que le venía demasiado escasa, se hallaba en una oscura oficina debajo de un mapa de África que cubría la superficie entera de la pared, y sin más preámbulos ofreció a Korzeniowski, apenas hubo formulado su deseo, el comando de un vapor que cubría la travesía por el curso superior del Congo, probablemente porque a su capitán, un alemán o danés llamado Freiesleben, lo acababan de asesinar los nativos. Después de dos semanas de preparativos precipitados y un reconocimiento somero de su aptitud para vivir en los países tropicales a cargo del médico de confianza de la Societé, que tenía el aspecto de un esqueleto fantasmagórico, Korzeniowski viaja con el ferrocarril hasta Burdeos y se embarca en el Ville de Maceio, que a mediados de mayo parte para Boma. Ya en Tenerife le acometen malos presentimientos. La vida, escribe a su hermosa tía Marguerite Poradowska en Bruselas, recientemente enviudada, es una tragicomedia —beaucoup des rêves, un rare éclair de bonheur, un peu de colère, puis le désillusionnement, des années de souffrance et la fin—, en la que, bien o mal, cada uno ha de representar su papel. A partir de este pésimo estado de ánimo, Korzeniowski descubre paulatinamente, a lo largo de la gran travesía, la locura de toda la empresa colonial. Día tras día la orilla del mar permanece inalterada, como si no se moviera de su sitio. Y sin embargo, escribe Korzeniowski, hemos dejado atrás diferentes zonas de desembarco y factorías con nombres como Gran' Bassam o Little Popo, y todas ellas parecen proceder de una grotesca farsa cualquiera. Una vez pasamos frente a un barco de guerra que estaba amarrado delante de un litoral desolador, en el que no se podía ver la más mínima señal de colonización alguna. Tanto como abarcaba la vista, solamente había océano y cielo y una delgada franja de vegetación tupida. La bandera pendía lánguida desde el mástil, la pesada embarcación de hierro se elevó perezosamente y se hundió en la resaca de fondo sucio y, a intervalos regulares, los largos cañones de quince centímetros hacían fuego, obviamente sin blanco fijo y sin razón, hacia dentro del desconocido continente africano.
Burdeos, Tenerife, Dakar, Conakry, Sierra Leona, Cotonú, Libreville, Loango, Banane, Boma... después de cuatro semanas en el mar, Korzeniowski llegó por fin al Congo, una de las metas soñadas más lejanas de su infancia. Por aquel entonces el Congo no era más que una mancha blanca en el mapa de África, sobre la que, murmurando en voz baja los nombres pintados de colores, a menudo se sentaba inclinado durante horas. No había casi nada inscrito en el interior de esta parte del mundo, ninguna línea de ferrocarril, ninguna carretera, ninguna ciudad, y como los cartógrafos en tales espacios vacíos gustaban de dibujar algún animal exótico cualquiera, un león rugiendo o un cocodrilo con las fauces abiertas, hacían del río Congo, del que sólo se sabía que su nacimiento quedaba miles de kilómetros alejado de la costa, una culebra serpenteando a través del inmenso país. Entre tanto, el mapa, por supuesto, estaba completo. The white patch had become a place of darkness. Efectivamente, en toda la historia del colonialismo, en su mayor parte aún no escrita, apenas hay un capítulo más lóbrego que el de la colonización del Congo. En septiembre de 1876, bajo la proclamación de las mejores intenciones imaginables y bajo la supuesta posposición de todos los intereses nacionales y privados, se crea la Association Internationale pour l'Exploration et la Civilisation en Afrique. Personalidades ilustres de todos los sectores de la sociedad, representantes de la alta aristocracia, de las iglesias, de la ciencia y del mundo de la economía y las finanzas participan de la junta constitutiva, en la que el rey Leopoldo, el patrocinador de la modélica empresa, explica que los amigos de la humanidad no podrían perseguir una meta más noble que aquella que hoy les une: la apertura de la última parte de nuestra tierra que, hasta ahora, había permanecido intacta a las bendiciones de la civilización. Se trata, decía el rey Leopoldo, de abrirse camino a través de la oscuridad de la que aún hoy pueblos enteros son víctimas, se trata incluso de una cruzada, que como ningún otro propósito se presta a conducir el siglo del progreso a su apogeo. Como es natural, más adelante se volatilizaría el elevado sentido expresado en esta declaración. Ya en 1885, Leopoldo, que ahora ostenta el título de Souverain de l'Etat Indépendent du Congo, es el único señor, no obligado a rendir cuentas a nadie, del territorio situado a orillas del segundo río más largo de la tierra, que abarca un millón y medio de kilómetros cuadrados y por tanto cien veces la superficie de la madre patria, del que comienza a explotar sus inagotables riquezas ahora ya sin ningún tipo de consideración. Los instrumentos de la explotación son compañías de comercio como la Societé Anonyme pour le Commerce du Haut-Congo, cuyos balances, en breve legendarios, residen en un sistema de esclavitud y trabajos forzados aprobado por todos los accionistas y por todos los europeos activos en el Congo. En algunas regiones del Congo, la jornada de trabajo, sometida a la extorsión, diezma la población aborigen hasta unos niveles mínimos, y también los que han sido secuestrados en otras partes de África o en ultramar mueren a manadas de disentería, paludismo, viruelas, beriberi, ictericia, hambre, agotamiento físico y extenuación."

W. G. Sebald
Los anillos de Saturno




















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