El tesoro oculto

"Había una vez un hombre que después de un largo viaje llegó a una aldea y en ella se instaló junto a su mujer. En aquel lugar eran unos extraños, no se relacionaban con nadie, y nadie trataba con ellos. Hablaban un idioma extranjero que nadie comprendía, ni quería comprender.

Un día, el extranjero se encontró una bolsa que contenía brillantes. Aunque no sabía a ciencia cierta lo que valía su hallazgo, no estaba dispuesto a desprenderse de aquellas preciosas piedras.

—Brillan mucho —se dijo el hombre —, seguramente he hallado una fortuna.

El extranjero sabía que podía ser muy peligroso vivir entre gente desconocida poseyendo lo que él creía que era un tesoro. Estaba seguro de que si los habitantes de la aldea se enteraban de que había hallado aquella bolsa, asaltarían su casa y, después de forzar la entrada, le arrebatarían las piedras, junto con su vida y la de su esposa. Era preciso, pues, ocultar aquello y no contar a nadie su feliz hallazgo. Ni siquiera a su propia mujer.

De regreso a su casa, enterró la bolsa en el jardín y para no olvidarse del lugar, colocó una gran piedra encima como señal, para que, en tiempos mejores, cuando ya no debiese temer la envidia y el odio de sus vecinos, supiera dónde buscar su preciado tesoro, el cual podría entonces brillar libremente a la luz del sol.

Poco después, la esposa del extranjero vio la piedra. No podía tolerar que esta ocupase inútilmente una parte del jardín, puesto que entorpecía el paso y podían tropezar con ella. No pudiendo mover ella sola la pesada piedra, llamó a su marido para que la ayudara.

Este quedó aterrado.

—¡Ni se te ocurra! —exclamó—. No toques esa piedra.

—¿Por qué?

—Es una piedra propicia.

—¡Pero si no es más que una simple piedra!

—Eso te parece a ti. Pero la verdad es que esta piedra posee un enorme poder; algún día nos traerá fortuna y bienestar. ¡Ya lo verás!

La mujer se admiró de aquello y como no sabía con certeza si el marido le hablaba en serio o no, lo miró fijamente y vio que sus ojos permanecían serios, severos casi, y no reflejaban indicios de burla, así que no dudó de su palabra. Le pareció buena idea creer en algo, sobre todo si ese algo era augurio de buena suerte y de un futuro mejor. Además, tampoco tenía mucho tiempo para reflexionar en todo aquello, puesto que era necesario cultivar la huerta, ordeñar las vacas, recoger los huevos… Dio por bueno lo que le decía su marido y retomó sus faenas.

Al día siguiente, el marido observó que en el jardín no había una, sino dos piedras.

—¿Qué es esto? ¿Quién ha puesto la otra piedra? —preguntó asombrado.

Sonrió la joven esposa; había dormido mal aquella noche, era tan extraño el brillo de la luna a través de la ventana… Su corazón sentía tanta angustia, tanta nostalgia de su lejana tierra… Tenía miedo del porvenir, pero no quería despertar a su compañero para contárselo. Se levantó sigilosamente de la cama, se dirigió al exterior y colocó otra piedra en el jardín. Hacer eso la tranquilizó.

—He sido yo —contestó sonriendo—, así será doble su eficacia.

¿Qué iba a hacer el extranjero? ¿Cómo podía decirle a su esposa que aquello era una tontería si ella lo miraba sonriendo dulcemente y lo abrazaba feliz? Le dio un beso y no volvieron a hablar del asunto.

La joven mujer lo pasaba muy mal en aquella tierra extranjera, rodeada de gente que no la entendía ni la quería. Por eso, cada vez que quería sentirse un poco mejor, ponía otra piedra en el jardín…

La pareja tuvo hijos y estos, sin preguntar el porqué, imitaban a su madre. La mujer colocaba piedras grandes; los hijos piedras pequeñas y el montón de piedras iba aumentando a medida que la nueva generación crecía.

Llegó un día en el que los hijos se hicieron adultos y la mayor empezó a reflexionar sobre aquello, hasta que al fin preguntó:

—Madre, ¿qué significan estas piedras?

—Las piedras —respondió la madre, orgullosa de su saber— nos son propicias.

—¿Por qué? —insistió la muchacha. ¿Y qué quiere decir ‘propicio’?

Esto no lo sabía la madre.

—Pregúntaselo a tu padre —le contestó.

Y el padre le reveló a su hija el secreto del tesoro escondido. Y así sucedió con una larga serie de generaciones, una transmitía a la otra el arcano. De cada generación, tan solo una persona conocía el secreto de los brillantes enterrados; los demás creían, simplemente, que las piedras traían suerte y que cuantas más hubiera amontonadas, más suerte tendrían, así que seguían añadiendo piedras y más piedras al montón.

Los vecinos contemplaban el espectáculo, llenos de admiración. Algunos se burlaban; otros, en cambio, respetaron aquella antigua costumbre extranjera, que ya lo era cuando ellos habían llegado al mundo. Más de uno pensaba que ese hábito debía datar de la época en la que los ángeles descendían del cielo por escaleras, a la vista de los hombres. Algunos vecinos, deseosos de mostrar su amistad a la familia, recogían piedras y las amontonaban también.

En el seno de la familia el hecho de colocar las piedras se convirtió en costumbre, en tradición, en culto.

Algunos jóvenes protestaban por tener que poner piedras y los viejos, irritados, los amenazaban con sus decrépitos puños:

—Tal como lo hicieron nuestros abuelos, así lo haremos nosotros… Nuestros antepasados eran sabios, y si ellos colocaban piedras, es señal de que así se debe hacer. No podemos modificar aquello que no comprendemos. ¡Estas piedras son sagradas!

Y hablaban y hablaban de los cimientos de la cultura, de las costumbres y de lo que venía de lejos, «desde que el mundo es mundo».

Muchos jóvenes, cansados, acababan por marcharse de la casa paterna para ir a buscar trabajo lejos porque la vida en su propia casa se hizo insoportable. El montón de piedras crecía diariamente, se desparramaba, y cada vez estaba más cerca de la puerta. Con el tiempo, las sagradas piedras obstruyeron las puertas y las ventanas.

—No importa —dijeron los ancianos.

Y colocaron una escalera para entrar por la chimenea y en aquella casa les llegó a faltar el aire. Hubo también escasez de víveres porque era imposible cultivar la tierra: todo el terreno estaba ocupado por las piedras…

Y por qué callaba el que conocía el secreto del tesoro enterrado, os preguntaréis…

El problema fue que, con el paso del tiempo, la bolsa de brillantes había sido olvidada por completo. Ya fuera porque el que conocía el secreto había muerto sin transmitirlo o porque alguien no quiso creer la historia que le contaban o porque alguien no quiso engañar a su hijo con lo que creyó que era un cuento… Lo cierto es que los brillantes cayeron en olvido y ahora, jóvenes y viejos aún se siguen peleando por unas simples piedras…"


Isaac Leib Peretz también escrito a veces Yitskhok Leybush Peretz , mejor conocido como IL Peretz o I. L. Peretz
Versión libre de Martes de cuento a partir de «El colono»









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