"Aspiró y notó que la vida olía. A leña quemada, a rosas, a tierra recién regada, a la higuera del huerto y a la merluza rebozada que le estaba friendo en la cocina la señora Angustias. (...) Tenía comprobado Bibiana que todo el mundo, menos ella, estaba deseando que su padre cambiara. Como es lógico, a ella no le importaría que cambiara en algunas cosas, por ejemplo en el vestir, e incluso, que le desapareciera esa “pena del corazón” que le obligaba a beber. Pero tenía miedo de que, si cambiaba demasiado, pudiese convertirse en un padre como el de algunos niños que conocía."

José Luis Olaizola
Bibiana y su mundo



"Don Álvar se encontró solo en medio de aquella tribu, que tan amistosa había sido y ya no lo era tanto, salvado el Cuzumai que seguía siéndole fidelísimo. Los pocos castellanos que quedaban se desperdigaron buscando una salvación que no habían de encontrar, pero de eso se hablará. El Cuzumai le urgía a don Álvar a que se apartara de allí pues el chamán, sabiéndolo solo y sin apoyo de otros soldados —alguno de los cuales todavía conservaba su arcabuz— presto se desharía de él sirviéndose de algún encantamiento de los que ocasionan la muerte. Estos encantamientos los conseguía, bien con hierbas malignas, bien con pócimas de serpientes de las que abundan en aquellas tierras, y que entendiéndolas se les puede sacar el veneno y guardarlo en caracolas de mar.
Con no demasiadas fuerzas para caminar don Álvar siguió el consejo de quien se mostraba tan agradecido y se despidió de aquella familia, en medio de muestras de gran dolor, que comenzaron con anticipación al día de la partida, que coincidió con la luna llena, tenida por los indios como de buen augurio para viajar, mayormente si había que hacerlo de noche, pues en tal caso se podía aprovechar la luminosidad de ese cuerpo celeste. Dispuso que le acompañara su único hijo varón para que cargara con tantos presentes como dispuso el Cuzumai que llevara consigo para ser bien recibido allá a donde iba.
Pero el mozo no acertó con la tribu de los charrucos que era la que el Cuzumai tenía por amistosa, sino con otra que no lo era tanto. Allá los bosques son muy intrincados y el muchacho dio vueltas y más vueltas, pero por su corta edad, poco más de los doce años, no estaba diestro en moverse por aquellos laberintos selváticos, y cuando pasados los días —más de diez— dieron con un poblado en él entraron, siendo recibidos con el natural recelo, que algo se disipó cuando el muchacho comenzó a mostrar los presentes que portaba, que entre ellos es prueba de amistad y buena voluntad. Los que son enemigos no dan muestras de amistad, con presentes, sino que desde el primer momento blanden sus cuchillos o flechas como prueba de que su intención es matarles. Lo que no hacen es engañarles con presentes para luego atacarles.
Se despidió el mozo con las habituales muestras de dolor y grande fue la soledad de don Álvar en medio de una tribu que la denominan de los queres, que solo le trataron bien mientras duraron los presentes, muy abundantes de carnes secas, pescados ahumados, y pieles de bisonte bien curtidas, pero así que se terminaron, comenzaron a darle tratamiento de esclavo. ¿Es de imaginar la congoja de quien meses antes llegara a aquellas tierras, como segundo en el mando de una escuadra de más seiscientos hombres, convertido en esclavo de aquellos a quienes venían a conquistar? No era propiamente un esclavo, pero le daban tratamiento de tal por culpa de su cacique que si se portaba mal con los de su tribu, es de imaginar cómo lo haría con un extraño. Este cacique, cuyo nombre no consta en ninguno de los escritos de don Álvar, era hombre de fuerzas descomunales y si alguno de su tribu le hacía frente, le quebraba el cuello. A lo largo de los años que pasó entre ellos, comprobaría don Álvar en cuánto dependía el comportamiento de los indios según fueran sus jefes, que si eran mansos, los que les estaban sujetos también se mostraban de pareja condición, pero como fueran coléricos y amantes de las peleas otro tanto hacían sus súbditos. Y esto así porque esos salvajes entienden que sus jefes lo son por disposición de sus divinidades, considerándolo una divinidad más a la que hay que imitar en todo.
Este cacique, que era muy codicioso y tenía más de una mujer, cuando se acabaron los presentes le conminó a don Álvar a que fuera a por más, sin atender a razones. ¿De dónde quería sacar más presentes? le decía don Álvar. A lo que el salvaje le replicaba que del mismo sitio de donde los sacara la vez anterior. Y cuando le decía que esto no podía ser, le ponía a trabajar como un esclavo en los quehaceres más penosos, como era sacar raíces comestibles de entre cañas, bajo las aguas, de suerte que traía los dedos tan gastados que una paja que los tocase los hacía sangrar.
Así se pasó más de un año sin acertar cómo salir de aquel martirio, que si bien martirio era, al menos conservaba la vida, y se temía que si se iba en busca de otra tribu corriera peor suerte. A veces soñaba que antes o después, hasta allí llegarían otros conquistadores de Castilla, entre otras razones porque ignoraba la suerte que había corrido don Pánfilo de Narváez, y pensaba que todavía quedaría tropa suficiente para seguir con la conquista de la Tierra Firme. Él no sabía dónde se encontraba, ni si al norte, ni si al sur, ya que ni tan siquiera disponía de una brújula que se lo señalara. Mientras navegaban disponían de una brújula seca, que era una aguja imantada, situada en una caja cubierta de vidrio, que colocada sobre una carta de navegar, de algo les servía para quien entendiera de esas cartas. De esta brújula se sentía muy ufano don Pánfilo, pero cuando llegaron a tierra ya de poco les sirvió. Antes de separarse le encargó a don Álvar que cuidara de ella, pero poco le duró el cuidado ya que en uno de los tantos naufragios como padeciera, se fue al fondo de las aguas. Al igual que los arcabuces que los fueron perdiendo en la mar, y si alguno quedaba de nada les sirvió sin pólvora para alimentarlo. Estaba, por tanto, desnudo, sin señal alguna de ser cristiano —salvo la barba— vestido con los mismos cueros que los indios, y en todo parecido a ellos.
De situación tan apurada le vinieron a sacar su ciencia de curandero, o cirujano, pero no del todo ya que el hombre al que sanó no era un mozo joven, como el hijo del Cuzumai, sino con años a su espalda que, como queda dicho, son tenidos en menos por los salvajes. Este hombre, de tiempo atrás, traía una flecha clavada por la espalda izquierda, con la punta muy cerca del corazón, pero no tan cerca como para morirse, pero sí para sentirse siempre enfermo, dándole mucha fatiga el respirar. A algunos les daba pena verle con esos agobios, pero otros entendían que le traía más cuenta morirse. Don Álvar discurrió que si llevaba tiempo con aquella flecha clavada en la espalda, y no estaba muerto, era que la herida no había ahondado mucho y bien valía la pena sacársela, y se puso a ello con la conformidad del interesado. La flecha la tenía atravesada por la ternilla, y con su cuchillo le abrió el pecho, y metiendo la punta con gran trabajo logró sacarla. Luego le dio dos puntos con una lezna, y como siguiera sangrando le estancó la sangre con una raspa de cuero. Pasados unos días el hombre estaba muy sano y el tajo que le diera, no parecía sino una raya en la palma de la mano."

José Luis Olaizola
A la conquista de los apaches



"El gracejo de su acento cantaba ser andaluza, y ciertamente lo era, de Córdoba, según ella misma me contó. Teníamos pocas ocasiones de hablar, ya lo he explicado, por lo muy atareada que ella andaba. Algunas más tuvimos cuando comenzó mi rehabilitación, pues le correspondía a Magdalena ayudarme a levantar de la cama, sentarme en una silla de ruedas al principio, luego en un sillón y más tarde recuperar la costumbre de andar.
Por deferencia a ella, y a mi propia intimidad, me esforcé desde el primer momento en levantarme solo de la cama para dispensarle de prestarme ayuda tan delicada.
Apenas duró un mes esta situación y a mí me parece el tiempo más largo y cumplido de la guerra. Durante él, me olvidé de que seguía al servicio de un Gobierno cuyo ideario no podía compartir y que estaba empeñado en una guerra en la que luchaba contra mi hijo José y contra mi hermano Alfredo. Tan absurda me parecía esta situación, que soñaba en que pronto tendría remedio y se restauraría la concordia. Ignoraba cómo se produciría tal milagro, pero lo necesitaba para establecer lícitas relaciones con aquella mujer a la que yo creía no serle indiferente. De lo que sí me aseguré es de que no estuviera casada.
Lo que me agrada lo escribo seguido y sin esfuerzo. Así me ha ocurrido con lo anterior. Según avanzo con estos apuntes temo me distraiga en mis recuerdos personales y con ello defraude a mis compañeros de la prisión del Cisne, de Madrid, la primera en la que estuve. Ellos fueron los que me instaron a escribirlos para que se supiera la verdad. ¿Qué verdad?
La verdad que a mí me interesa en estos momentos, la confronto con el sacerdote que me atiende. Afortunadamente, ya me permiten asistir a la misa diaria. Recuerdo que cuando mi hijo Antonio estaba de teniente en Villalba, mi destino era Madrid y durante el tórrido verano madrileño alquilamos una casa para pasarlo en ese pueblo, que por su proximidad a la sierra de Guadarrama es de aliviada temperatura, sobre todo por las noches. Aunque no era mujeriego, en el mal sentido de la palabra, sí andaba preocupado de mi buen parecer, siendo entonces importante para los guardias civiles el mostacho, de puntas retorcidas, que las manteníamos enhiestas durmiendo con bigotera. Pero era tal mi preocupación por este punto que los domingos, único día de la semana que pisaba la iglesia, no me quitaba la bigotera hasta el último momento, dando ocasión de llegar tarde a la misa con enfado de mi mujer, que con razón me reprochaba tan tonta vanidad. Era a la sazón poco piadoso."

José Luis Olaizola
La guerra del General Escobar


"En cuanto vio a Ederta se le aclararon las ideas; la encontró tan sugestiva, que su conciencia le dictó que debía aprovechar la información obtenida para intentar hacer feliz por lo menos a una persona en el mundo: a ella. Llegó a esa conclusión en medio de un barullo mental en el que se mezcló su pesimismo sobre la condición humana y un ansia de felicidad de origen desconocido. La condición humana le resultaba muy desagradable, tanto en Ibargain como en Kirmania y, sin embargo, se daba cuenta de que había bastante gente que merecía ser feliz; recurrió a su mente analítica y le salió una relación de más de veinte personas, incluyendo a madame Clémentine, que fue la última de la lista. En primer lugar indiscutible figuraba la hija de la zaindu, con tales exigencias que por ella estaba dispuesto a sacrificar su propia felicidad viviendo en su Errial el resto de sus días. Llegó a este punto de su discurso justo en el momento de acostarse en su cueva-residencia, y se planteó la siguiente cuestión: ¿por qué necesito que otra persona sea más feliz que yo mismo? Y como no encontrara respuesta se quedó dormido y soñó con tío Juan. Siempre que lo traía a su memoria para rememorar sus consejos, se lo representaba no en los últimos años de su vida, que andaba ya con achaques, sino cuando acababa de cumplir los cuarenta y a Antoine —que tenía entonces catorce— le parecía el hombre más atractivo del mundo. Era de buena estatura, enjuto de carnes, y fumaba cigarrillos con boquilla de ámbar, despreciando el emboquillado de los estancos. La ropa se la traían de Londres, excepto las camisas, que venían de Italia; con frecuencia se hacía acompañar de mujeres hermosísimas sólo por afán de lucirse, porque a él le gustaba otro tipo de mujer que Antoine nunca llegó a saber cuál era. Podía ser muy amable o mostrarse adusto con gran versatilidad, excepto con él y con la madre de la portera, una señora de setenta años muy dulce, a los que siempre trataba con gran cariño. A la muerte de su tío es cuando Antoine se quedó huérfano de verdad, ya que sus padres habían fallecido antes de que tuviera conciencia de su existencia. Por eso procuraba recordarle en sus mejores momentos y, sin embargo, aquella noche lo soñó como el anciano que nunca llegó a ser. Casi le costó reconocerle de lo viejo y decrépito que se le presentó para decirle, de una manera bastante confusa, que él había procurado educarle no para ser feliz, sino para no ser desgraciado, lo cual ya era mucho en aquel cochino mundo. Ahora bien, si se había enamorado, la cosa cambiaba y nada podía decirle, porque de eso él no entendía."

José Luis Olaizola
El valle del silencio



"La literatura me llevó a la solidaridad."

José Luis Olaizola Sarriá



"Me planteo la muerte como algo bastante deseable, nos abre a la vida definitiva."

José Luis Olaizola Sarriá



“Sentirse constantemente en presencia de Dios es maravilloso, saber que Dios está contigo, que no te deja de la mano... ¡Dios no atosiga, conforta!”

José Luis Olaizola Sarriá


"También me recomendaba que echara el ojo alguna joven, o no tan joven, con tal de que tuviera caudales, que disponiendo de éstos nos resultaba difícil encontrar compensaciones fuera del legítimo connubio. Lo del legítimo connubio lo decía él, que era muy ampuloso en el hablar, a modo de befa."

José Luis Olaizola Sarriá
El amante vicario

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