"Yo estaba acostada en mi cama, con
las manos sobre mi estómago vacío. Me
habían mandado a la cama sin cenar,
como un castigo par haberme enojado y
haberme portado mal con mi tía Margarita.
Así había sucedido por cinco años, ya,
es decir desde que yo y mi hermano Felipe
habíamos llegado a vivir con tía Margarita
mientras nuestros padres fueron a la India
como misioneros. Yo entonces tenía solamente cuatro años y mi
hermano Felipe tenía seis. Ahora ya tenía nueve, y mi hermano
once años cumplidos.
Mientras yo estaba allí acostada
consolándome a mí misma, oí que mi
hermano subía por las gradas para llegar
a mi dormitorio. Luego ví que asomaba
por mi puerta. Con un dedo sobre sus
labios me hizo señas para que me callara,
y sacó un pan dulce, bastante apachado,
de su calcetín. (Tenía algo de la lana del
calcetín, pegada.)
“Mira Rut,” me dijo en voz baja. “Yo guardé este pan para
ti.” “¿Que otra cosa hubo en la cena?” le pregunté, echando de
una vez todo el pan en mi boca.
“Hubo salchichas,” contestó Felipe, “pero estaban
demasiado aguadas para echarlas en mi calcetín. De todos
modos, ésas no estaban muy buenas. No te harán mucha falta.”
“Felipe, ¿por qué digo yo cosas tan duras a tía Margarita?”
le pregunté. “Yo sé que no debo hacerla. Ella ha sido tan
bondadosa con nosotros, y es tan buena que nos permitió vivir
con ella, mientras nuestros padres están tan lejos.”
“Bueno, no sé exactamente, Rut,” me contestó Felipe, “pero
sí, sé que es solamente cuando te enojas y estás de mal genio.
¿Por qué no procuras no enojarte tanto? Entonces no dirías las
palabras duras que dices.”
Al oír a Felipe, con un suspiro, me eché más pan en la boca,
que ya estaba más que llena.
Felipe me hizo señas para que escuchara mientras él ponía
la cabeza por un lado, para escuchar mejor. Dejé de masticar
el pan y escuché. ¡Sí, sí, tía Margarita estaba subiendo por las
gradas!
Felipe de un salto se puso de pie, y se fue casi volando por
el corredor a su propio cuarto. Se metió a la cama, con toda la
ropa y se cubrió con las sábanas.
“Pasa feliz noche, Felipe,” dijo tía Margarita mientras
arreglaba más las sabanas de su cama.
“Feliz noche, tía,” contestó Felipe. Parecía un poco sin
aliento, pero tía Margarita no se dio cuenta de eso.
Tía Margarita se paró un momentito a
la puerta de mi cuarto. “Feliz noche, Rut,”
me dijo. Yo no contesté. Me simulaba la
dormida, y fingía como si roncaba. Pero
no podía engañar a tía Margarita.
“Siento mucho que todavía estás
enojada,” me dijo, mientras se daba vuelta
y bajaba de nuevo por las gradas.
Yo sabía qua tía Margarita quería más a Felipe que a mí. Él era un muchacho guapo con ojos azules,
pelo rubio y una cara redonda y simpática. Pero más que todo,
él nunca estaba de mal humor. Yo era pequeñita y delgada,
con el pelo siempre desarreglado. Y vez tras vez me enojaba y
mostraba muy mal genio.
A Felipe y a mí, nos gustaban nuestros dormitorios porque
estaban en el piso alto de la casa. A lo lejos podíamos contemplar
las colinas tan verdes. A mí me gustaba imaginar que las colinas
eran mi tierra de hadas, y que al hacerme grande yo iba a visitar
allí.
“Feliz noche, Felipe,” grité por el
corredor al cuarto de mi hermano. “Te
veré mañana.”
Muy de mañana, Felipa vino
silenciosamente a mi cuarto. Él quería
mirar por la ventana para ver los pajaritos
en un árbol grande de ciruelas. Él estaba
haciendo una libreta acerca de los pájaros. "

Patricia St. John
El secreto del bosque






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