"Adela refitoleó a sus anchas: abrió el armario y los cajones; practicó las llaves del baño; probó la solidez y comodidad de la cama."

Juan Antonio Zunzunegui y Loredo
Ay... estos hijos



“Cuando una mujer pierde la fe en su hombre, ya no hay nada que hacer.”

Juan Antonio de Zunzunegui
Esta oscura desbandada, 1957




"El día que registró la casa a su nombre fue, para él, de fiesta. Sin embargo, ante el administrador y el sobrino, recató el gozo, sofrenándolo como un pecaminoso amor.
Fingía contrariedad que le viniesen con peticiones de aquella casa, mas nunca dejó de atenderlas.
Una noche en que el ventarrón metía lucha y movimiento en las calles, se vinieron abajo los tubos de hierro colado de las bajadas de los retretes y fregaderos que se adherían a la parte zaguera del edificio. Fue horrible el estrépito. Los vecinos salieron al aire libre creyendo se trataba de un temblor de tierra. Parte de los tabiques posteriores se derrumbaron. La casa permaneció como habiendo sufrido un corte vertical, dando el aspecto de un gigantesco hojaldre.
Cuando don Rafael se personó en el teatro de la catástrofe, los vecinos del barrio y numerosos trasnochadores comentaban pavorosos lo ocurrido. Ante el fundado temor de que el resto del edificio gozase de idéntica endeblez, los vecinos sacaron a la calle lo más perentorio de sus ajuares. Las campanas de Santiago tocaron tal que en un incendio. Hasta la luz del nuevo día apuntalaron de ligero lo que más inminentemente amenazaba desmoronarse.
Una blanda tristeza humedeció los ojos de don Rafael, Le atosigó un desconsuelo nervioso, que ponía prisa en los bomberos y carpinteros, que se afanaban por evitar la total pérdida del edificio. Diríase que aquellas paredes, tantas veces centenarias, encerraban el secreto de su vida; tal era la desolación de aquel hombre.
La casa estaba asegurada, mas ni esto lograba represar su sentimiento. Iba febril de una esquina a otra, dando órdenes entre las voces de la gente y el apresuramiento de los habitantes por poner sus muebles a salvo.
Un hombre de esos que en circunstancias apuradas surge siempre con aire de jefecillo, propuso vaciasen las habitaciones y dejasen demolerse el edificio.
Don Rafael le miró con un temblor de acero en los ojos. Se fue sin volver la cabeza. Le ocupó el alma una desesperanza rabiosa. Erró por la ciudad. De madrugada, volvió a tomar el pulso al enfermo. Giraban las puertas de las casas dando salida a algunos obreros. En un primer piso, un confitero abrió, de par en par, los balcones y se puso a torrar café. La calle se llenó de una fragancia ultramarina.
Frente al siniestro, dos obreros; el más vencido y encorvado le soltó, marchando, al otro, con un gesto de poca fe en lo que decía:
«Ya nos llegará a nosotros también nuestra hora... Lo que es, el día del reparto, el hijo de mi madre no vive en una de estas pocilgas».
Al día siguiente pudo medirse la amplitud del desmoronamiento. No fue tan vasto como en un principio se supuso; las paredes maestras continuaron firmes, sin desertar, sosteniendo graciosamente el mismo peso, sin solidarizarse en la huelga de los tabiques revoltosos... Fue el fracaso horrísono que produjeron los tubos de hierro colado los que espeluznaron el suceso. Levantaron rápidamente los tabiques, y las bajadas exteriores de tubos de hierro colado, viejas y antiestéticas, fueron sustituidas por un venaje interior de tubos de gres.
Don Rafael no reparó en gastos. Asegurada de antiguo la casa (antes de la guerra), la prima que cobró del seguro, dado el exageradísimo precio de los materiales, no alcanzó sino en un dieciocho o veinte por ciento de lo que le costó la restauración.
Quedó la casita, aderezada y garbosa, como nueva. La parte desgarrada pasó a sana y entera, y picó y repintó, saliendo de esta cirugía el edificio luciente y oliente. Algún inquilino supuso que este emperejilar la vivienda sería para justificar un empujoncito a las rentas, pero no fue así; continuaron como desde 1898. El alto precio que pagó por la finca, más los gastos de la recompostura, dejaron la casa no produciéndole más de uno y medio por ciento del capital; pero el verla así tan airosa después de esta cura, le producía un ameno frescor en el alma.
Pasado algún tiempo, las cocinas no tiraron bien, empenachando las chimeneas y produciendo en los vecinos falsas alarmas de incendio. Hubo que cambiarlas. Terminó la casita no produciendo casi interés. Más que se hubiese empeñado, hubiera seguido dándole cuanto exigía, como a un hijo dispendioso. El secreto de su debilidad por la casa nadie lo conocía. En los inquilinos era una manía el exigir reformas y arreglos. Todo lo encontraban mal; allí no se podía vivir."

Juan Antonio de Zunzunegui
Chiripi


"El recuerdo de Asun y de su vida le vuelve a la imaginación. «¿Será cierto lo que se rumorea de que tiene un querido, y que ese querido es el dueño de la casa donde tiene la tienda y el taller?» Él es viudo, millonario, dueño de gran número de propiedades urbanas entre otras cosas; es ya un hombre que ronda la sesentena; no tiene hijos. Recuerda haberle visto alguna vez por la calle. Tiene el aire vulgar de un aldeano tímido, encumbrado. No se le ha conocido, hasta que empezó a murmurarse esto de Asun, ningún vicio. Vive modestamente en una de sus casas más antiguas en Carnicería Vieja, con una criada, que le sirve desde que se casó. No tiene fama de generoso. Por ahorrarse la pequeña comisión del administrador, personalmente cobra las rentas de sus fincas. Viste despreocupado, con corbata de nudo hecho, y camisa dura y bombín invierno y verano. Calza siempre botas negras de fuelle. Usa bigote entrecano, abundante y caído...
Ahora ve de nuevo a Asun. Ha ganado físicamente con el matrimonio. El tipo fino se realza ahora con unos trajes de gusto exquisito; y su cuerpo, antes enjuto, se abre ya con esponjosidades ribereñas. La maternidad le ha dado a la mirada una dulzura antes ausente. Es inteligente, trabajadora, ambiciosa, fría. En el tablero de la vida mueve sus piezas con la astucia de un campeón de ajedrez. Recuerda ahora lo que, recién entradas en la costura, dijo, hablando de ella, un día la maestra: «Esa es de las que se visten del color del campo para asegurar la caza.»
Ahora, que la ve ya triunfante, es cuando percibe todo el meollo de la frase que entonces, siendo una niña, apenas entendió. Al año de estar en la costura, la maestra acabó tomándola miedo. Recuerda la huelga que hubo en el taller, preparada y dirigida por ella, y cómo abandonó a las compañeras huelguistas en la estacada en cuanto consiguió para sí lo que pretendía.
La participación de la tienda le ha podido dar anualmente unos quince mil duros, tal vez veinte. Ella, con la costura, empieza a ganar mucho. Hoy es la modista de la gente joven elegante. Tiene el don del gusto y de la gracia y una gran capacidad para asimilar todo lo que ve, dándole un toque personal. Es mujer de muchas revistas y de viajes a París, cuyo encanto también ha sabido captar... Pero ¿habrá tenido tiempo, con el tren gastoso de vida que lleva, de ahorrar cien mil duros?... Luego, las pieles y joyas que frecuentemente compra...
Se la figura en presencia del dueño de la casa en el momento de pagarle la renta. Él es un pobre diablo, indefenso ante una mujer como Asun, llena de sagacidad, elegancia y encanto femenino. ¿Qué diálogos habrán sostenido hasta llegar a la intimidad? Porque Bea está ahora segura de ella. Recuerda la escena del collar comprado la víspera. No hay duda que hay una exquisita distinción y un gusto y refinamiento innato en ella..., y una rapidez fría en el idear que da miedo. Todo lo piensa y lo concatena con una vertiginosidad prodigiosa y, al mismo tiempo, con una precisión desconcertante."

Juan Antonio de Zunzunegui
La quiebra


“En un alma bien conformada, vivir es trabajar.”

Juan Antonio de Zunzunegui
Esta oscura desbandada, 1957




"La armonía del movimiento está en hacer el paso del uno al otro casi imperceptible.
Flora, nacida en monte, acostumbrada desde niña al salto y al descenso, a la carrera y a la subida, desplazamientos en los que la cadera juega su papel expeditivo y de control, no sintoniza con elegancia los dos tiempos. Por eso en movimiento no hay mujer como la de la llanura. Por eso anda mejor la francesa que la italiana y mejor la madrileña que la norteña.
Los primeros meses, al caminar ponía las caderas en guardia como si tuviese que trepar a lo más arduo del Serantes. Viendo a las señoritas del pueblo pasear lánguidamente por el muelle, ahora se va corrigiendo.
Flora no tiene la educación del paso ciudadano; en cambio es dueña de una riqueza deliciosa de actitudes. La inactividad la sorprende siempre en posturas de una encantadora línea plástica.
A los anocheceres cuando el azacaneo del día la hormiguea en el cuerpo, apoya una mano en el mostrador y la cabeza vuelta da a la blancura de la pared su perfil agrandado; los ojos redoblan los palillos de sus pestañas en el tambor tenso de los pómulos, y de todo el cuerpo emerge una belleza imponente y sucinta, y entonces pasa por las cosas más toscas de la taberna esa gracia de las adolescentes que en las métopas dóricas ponen el ánfora bajo el pífano de una fuente y se duermen contemplando la dulzura del agua.
En ella todo es naturaleza sin pizca de artificio. Se da a la risa, al trabajo y a la conversación como el líquido al cristal que lo recibe.
Cierta noche, a los pocos días de llegar, hubo en la taberna variado concurso: marinerotes, que tiraban sobre los bancos su fatiga salada y su reuma; boteros de manos callosas y aduridas; obreros derrengados, y algún piloto, algún oficinista.
Flora, álamo cierne en una asamblea de encinas, repartía diez céntimos de olvido en vidrio grueso.
Los viejos la llamaban Florita y los jóvenes Flora. Era un Flora pulposo, y al pronunciarlo quedaba en sus labios una resonancia frutal. La fueron cercando con Floritas y Floras... hasta que la tuvieron ya sujeta, obligándola a contar su vida."

Juan Antonio de Zunzunegui
El chiplichandle




"La maravilla se puede obtener por dos caminos: descubriendo las leyes de las cosas (el niño cuando descubre que de los árboles despuntan las flores) y cuando la imaginación se arriesga en mezclar y subvertir las leyes descubiertas: hacer caminar a los árboles."

Juan Antonio de Zunzunegui
Bontempellli



“Nada hay completamente inútil ni despreciable. El secreto está en dar con la vena escondida de cada uno.” 

Juan Antonio Zunzunegui



"Porque don Andrés llamaba a su casa así: mi inmueble. Cuando fue a hacer escritura de la adquisición del terreno, el notario, un hombre muy entonado, le preguntó si pensaba construir un inmueble, y don Andrés, que era persona muy fina, vaciló un poco, porque, la verdad, cuarenta años vendiendo ferretería no le habían dado solaz para precisar en la semántica del vocablo, pero dijo que sí porque le pareció que era distinguido decirlo.
Más tarde le quedó la palabra pegada a los rinconcillos de la boca y hasta le pareció que la finca valía un poco más llamándola mi inmueble.
Porque don Andrés, eso sí, aquel inmueble se lo había ganado por las buenas.
Oriundo de un pueblecito de La Encartación, su padre trabajaba en una mina de hierro a roza descubierta. Entre huelgas y paro por las lluvias apenas si entraban al año ciento cincuenta días..., luego los hijos numerosos.
Cuando tuvo uso de razón, el padre se lo dio por la manutención y el vestido a un ricacho del pueblo que poseía en Madrid un negocio de ferretería.
Era entonces la capital, allá por el setenta, un lugarón destartalado.
El dueño tenía el comercio en la calle del Carmen, muy cerca de la Puerta del Sol, y una hijuela en el Rastro.
En la sucursal vendía también ferralla, pues se solía quedar con los balconajes, rejas y puertas de algunos derribos.
Andrés era un muchachito serio y espabilado.
Al principio abría la tienda y regaba el suelo y el delantal de acera haciendo ochos con un embudo de canal estrecho, para matar el polvo y barrer más limpiamente.
Entrada la mañana empezaba a llevar los encargos. Si eran pesados se ayudaba de un carrito de mano.
Así el Madrid callejero se le fue metiendo de rondón por los ojos...; pero le andaba en la cabeza un pensamiento ambicioso que no le consentía perder el tiempo en infantiles juegos.
Tenaz para el trabajo, llegaba a enfadarse con su propio cansancio, y desde chico supo cursar en la escuela del disimulo y en no darse a las cosas sino con templanza.
La tienda, con su trapicheo honradote, entonces los comerciantes se contentaban con parva ganancia, le fue curtiendo en el arte de vender con sonrisa.
Con poco más de quince años recibía a los viajantes, hace los pedidos y se entiende con los contratistas que van allí a surtirse.
Era el comercio de los más acreditados de la villa y corte. El dueño, hombre ducho, en cuanto vio las dotes de Andrés le puso quince duros de sueldo. Siguió mantenido, pero había que pagarse ahora la ropa.
El primer mes que cobró sintió con los billetes en la mano una llorosa alegría, pero se contuvo a duras penas, no fuera que le sorprendiese el patrón. Llegó a hacerse indispensable y a girar el negocio sobre él como su imprescindible quicio.
Fue mejorando de sueldo.
Hombre sobrio, parapetado tras su aldeana timidez, sus haberes fueron embarneciendo en el Banco. Sólo de cuando en cuando se permitía el libertinaje de tomar una parca merienda y asistir en la cuarta de Apolo a alguna zarzuela de Chapí, de cuya música era entusiasta.
Pero el amor es imperioso y sus destrozos van en proporción geométrica de la soledad del que los recibe."

Juan Antonio de Zunzunegui
El hombre que iba para estatua



"Subía la voz del salmo empapando de religiosas resonancias la mañana.
Se abrían tímidamente algunas ventanas. Los transeúntes se detenían y llevaban la mano a la gorra. Se persignaban las mujeres.
En los entreveros del cántico, las pisadas del acompañamiento sonaban como paletadas de tierra.
De vuelta al camposanto, Martínez se sentó en la tienda y estuvo un rato pensando en su plan de operaciones. Se encontraba un tanto cansado de las emociones que le trajera el primer cliente.
«Uno se hace a todo... –se dijo–, y luego será coser y cantar».
Eran las doce y la calle de Enmedio alcanzaba su plena sazón.
Una narria tirada por un buey paró en aquel instante en la tienda de ultramarinos de enfrente, descargando tres cajas de jabón y un lío de alpargatas de Azcoitia. Más abajo, casi en la esquina del cantón de la iglesia, Celso estaba en mangas de camisa a la puerta de su tienda. Aun en los días más fríos del invierno se asomaba así a curiosear la gente que pasaba. Solía tener entre manos una revista infantil, de las que era infatigable lector, y cuando veía algún conocido le paraba para contarle el chiste que le hiciera más gracia."

Juan Antonio de Zunzunegui
El barco de la muerte



"Y aquí tenemos en medio del arroyo al pobre Ramón. Henri Bataille ha dicho que, en el fondo, no hay más que un drama: el del tiempo; pues bien, ¿qué hacemos con el tiempo del pobre Ramón?, porque los días del pobre Ramón tienen, como los de los demás, veinticuatro horas, y esas hay que llenarlas con algo, vicio o virtud.
Eterno e inamovible friso del tiempo.
El pobre Ramón se dejó llevar de su vida vegetativa. Comía, dormía y paseaba; mas como era de condición generosa y noble y, de otra parte, no tenía temperamento golfante, el hombre pronto se aburrió. Volvió a tomar de la mano sus juegos de adolescencia..., esos juegos que ya en la madurez son un adiós a la juventud que se ha ido. Cogió la pala, y al pegar a la pelota, tal vez sin presentirlo, lo que golpeaba era su propia y baldía mocedad.
La preocupación de la pelota, con sus partidos, apuestas y campeonatos colmó sus vanos de ocio, dando a su vitalidad fogoso desahogo. Formaban una peña de aficionados y tenían su sede en un bar céntrico. Los momentos que no actuaban en la cancha los empleaban en discernir las posibilidades de las parejas, apoyando frecuentemente sus discusiones sobre culinarias apuestas. Así mató el tiempo, mejor dicho, el tiempo le fue matando, mermándole facultades en las cortadas cuando la cintura inflexible no responde, que es como el tiempo mata, y llenándole el pecho de fatiga en los tantos muy peloteados.
Se dio al deporte y el deporte le devolvió manías. Jugaban —señoritos amasados con anteiglesia— para quitar tripa. A su pesar la pelota era en ellos una disculpa comilona.
Ramón empezó pesándose todos los meses; luego todas las semanas. El peso devino en él una obsesión. La pelota le quitaba grasa, pero en seguida las comilonas se la devolvían.
Así vivió."

Juan Antonio de Zunzunegui
El hombre que hacía y deshacía grasa












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