"Al fin y al cabo, los escritores son criaturas raras, y más si intentan ganarse la vida escribiendo."

Frederick Forsyth
El intruso: Mi vida en clave de intriga



"Cada vez es más difícil saber qué es verdad y qué no."

Frederick Forsyth


"Después de la crisis del secuestro del superpetrolero en el mar del Norte, sir Nigel Irvine hubiese querido que Adam Munro se quedara en Londres o, al menos, que no volviese a Moscú. Pero Munro había acudido personalmente al primer ministro, para que le diese una última oportunidad de averiguar si su agente, el Ruiseñor, estaba a salvo. Y, en consideración al papel que había desempeñado en la solución de la crisis, la primer ministro había accedido a su deseo.
Desde su reunión con Maxim Rudin en la madrugada del 3 de abril, era evidente que su disfraz había quedado inservible y que nunca más podría actuar como agente en Moscú.
El embajador y el jefe de la Cancillería consideraron su regreso con el mayor recelo, y nada tuvo de extraño que su nombre fuese cuidadosamente excluido de todas las invitaciones diplomáticas y que no fuese recibido por ningún representante del Ministerio soviético de Comercio Exterior. Estuvo, pues, vagando de un lado a otro, como un huésped incómodo y desdeñado, esperando, contra toda esperanza, que Valentina pudiese ponerse en contacto con él y decirle que estaba sana y salva.
En una ocasión, decidió marcar el número de su teléfono particular. No hubo respuesta. Tal vez había salido de casa, pero no se atrevió a probar otra vez. Después de la caída de la facción de Vishnayev, le anunciaron que sólo podía permanecer allí hasta fin de mes. Después, sería llamado a Londres, y su dimisión del servicio sería aceptada de buen grado.
El discurso de despedida de Maxim Rudin produjo gran revuelo en las misiones diplomáticas, que se apresuraron a informar a sus respectivos Gobiernos de la marcha de Rudin y a preparar informes sobre su sucesor, Vassili Petrov. Munro fue excluido de este torbellino de actividad.
Por consiguiente, la sorpresa fue tanto mayor cuando, después del anuncio de una recepción en el Salón de San Jorge del Gran Palacio del Kremlin, en la noche del 30 de abril, llegó a la Embajada británica una invitación para el embajador, el jefe de la Cancillería y míster Adam Munro. Incluso se indicó, en el curso de una conferencia telefónica entre el Ministerio soviético de Asuntos Exteriores y la Embajada, que se confiaba en que Munro asistiría.
La recepción oficial de despedida de Maxim Rudin fue un acontecimiento esplendoroso. Más de cien personas de la Unión Soviética se mezclaron con un número cuatro veces mayor de diplomáticos extranjeros del mundo socialista, de Occidente y del Tercer Mundo. También estaban presentes delegaciones fraternales de partidos comunistas fuera del bloque soviético, que parecían encontrarse un tanto desplazados entre tantos trajes de etiqueta, uniformes militares, estrellas, condecoraciones y medallas. Habríase dicho que era un zar quien abdicaba, y no el máximo dirigente de un paraíso de trabajadores donde habían sido abolidas las clases.
Los extranjeros se confundían con sus anfitriones rusos bajo las tres mil bombillas de las seis enormes lámparas, intercambiando comentarios y felicitaciones en las capillitas donde se conmemoraba a los grandes héroes zaristas, junto a los otros caballeros de San Jorge. Maxim Rudin se movía entre ellas como un viejo león, aceptando como merecidos los plácemes de los enviados de ciento cincuenta países.
Munro le vio desde lejos, pero no figuraba en la lista de los que debían serle personalmente presentados, ni habría sido prudente que se acercase por propia iniciativa al dimisionario secretario general. Antes de medianoche, Rudin alegó su natural fatiga, se excusó y dejó a los invitados al cuidado de Petrov y de los otros miembros del Politburó."

Frederick Forsyth
La alternativa del diablo


"El Chacal tiró de la fina tela, hasta que el salto de cama se deslizó silenciosamente hasta el suelo.
La dama empujó al Chacal por los hombros para obligarlo a tenderse en la cama; luego, lo agarró de las muñecas y las mantuvo apretadas contra la almohada. El Chacal la miró fijamente mientras ella se arrodillaba sobre él, apretando sus costillas con fuerza entre los muslos. La baronesa le sonrió; dos mechones de su larga cabellera cayeron sobre sus pezones.
—Bon, mon primitif, a ver cómo te portas.
Durante tres días la pista pareció totalmente perdida para Lebel, y en cada reunión de la noche la opinión según la cual el Chacal se había largado de Francia en secreto con el rabo entre las piernas era cada vez más general. En la reunión del día 19, ya era el único en sostener el criterio de que el asesino seguía encontrándose en Francia, oculto en algún lugar y esperando su momento.
—Esperando, ¿qué? –dijo Saint Clair aquella noche–. Lo único que puede esperar, si sigue aquí, es una oportunidad para correr hacia la frontera. En el momento en que salga de su escondrijo caerá en nuestras manos. Todas las fuerzas armadas lo acosan, no tiene dónde ir ni cuenta con nadie que pueda protegerlo, si es correcta su suposición de que trabaja en completo aislamiento respecto de la OAS y de sus simpatizantes.
Hubo un murmullo de asentimiento general; la mayoría de los presentes empezaba a afirmarse en su opinión de que la Policía había fracasado y de que el veredicto original de Bouvier, según el cual la localización del asesino era puramente una tarea detectivesca había sido erróneo.
Lebel movió la cabeza con obstinación. Estaba cansado, exhausto por la falta de sueño, la tensión y la preocupación, por tener que defenderse a sí mismo y a su personal de los constantes ataques de unos hombres que debían sus encumbradas posiciones más a la política que a la experiencia. Era lo bastante inteligente para comprender que si se equivocaba estaba perdido. Algunos de los hombres que se sentaban en torno de aquella mesa velarían para que así fuese. ¿Y si estaba en lo cierto? ¿Y si el Chacal seguía al acecho del Presidente? ¿Y si conseguía filtrarse a través de la red y acercarse a su víctima? Sabía que los que se sentaban en torno de aquella mesa buscarían desesperadamente una cabeza de turco. Y sería él. En ambos casos, su larga carrera de policía tocaría a su fin. A menos..., a menos que lograra encontrar al hombre y reducirlo. Con la ventaja de que entonces tendrían que reconocer que había tenido razón. Pero no tenía prueba alguna; sólo una extraña fe que, desde luego, a nadie podría contagiar, en que el hombre a quien buscaba era también un profesional que llevaría a cabo su misión a pesar de todo y contra todos.
En los ocho días transcurridos desde que el asunto le había sido confiado, Lebel había sentido crecer en su ánimo, a pesar suyo, una especie de respeto por el hombre silencioso e imprevisible, el hombre del arma desconocida, que parecía haberlo planeado todo hasta el último detalle, incluidas las previsiones para el caso de que fallaran sus planes originales. En cierto modo, se sentía más cerca de aquel hombre que de los políticos que le rodeaban. Sólo el macizo corpachón de Bouvier, a su lado, con la cabeza hundida entre los hombros y mirando con irritación a los reunidos, le proporcionaba un pequeño consuelo. Por lo menos también él era un detective."

Frederick Forsyth
El día del chacal



"Todos eran de origen muy humilde; habían sido educados en una madrasa, un internado de formación coránica extremista, adherido a la línea wahabí, la más estricta e intolerante. No tenían más conocimientos ni habilidades que los necesarios para recitar el Corán y por eso, como los muchos millones de jóvenes educados en una madrasa, resultaba casi imposible que encontraran empleo. Sin embargo, si el jefe del clan les encomendaba una misión, estaban dispuestos a morir por cumplirla. Aquel mes de septiembre les habían asignado la protección del egipcio de mediana edad que hablaba un árabe nilótico-sahariano, pero que se defendía bastante bien con el pastún. Uno de los cuatro jóvenes se llamaba Abdclahi y su mayor motivo de orgullo y felicidad era su teléfono móvil. Por desgracia, le quedaba poca batería porque se había olvidado de recargarla.
Eran pasadas las doce del mediodía, y los fanáticos devotos no podían dirigirse a la mezquita local sin correr un gran riesgo. Al-Qur había rezado sus oraciones junto con su escolta en el ático en el que se alojaban. Luego había comido un poco y se había retirado a descansar un rato.
El hermano de Abdelahi vivía a cientos de kilómetros al oeste, en la ciudad de Quetta, de tradición igualmente integrista. Su madre estaba enferma y Abdelahi quería preguntar por ella, así que trató de llamar desde el móvil. Nada de lo que tenía que decir habría llamado la atención, sus palabras habrían pasado inadvertidas entre los trillones de conversaciones irrelevantes que tienen lugar a diario en los cinco continentes. No obstante, su teléfono no funcionaba. Uno de sus compañeros le hizo notar la ausencia de líneas de color negro en la pantalla y le explicó cómo recargarlo. Entonces Abdelahi se fijó en el teléfono que el egipcio había dejado en la sala de estar, encima del maletín.
Estaba cargado del todo. A Abdelahi no le pareció que hubiera nada malo en utilizarlo, así que marcó el número de su hermano y oyó el tono de la llamada que sonaba muy lejos, en Quetta. Al mismo tiempo, en las laberínticas instalaciones subterráneas de Islamabad que constituyen el departamento de alerta del Comité de la lucha Contra el Terrorismo (CCT) de Pakistán, una pequeña luz roja empezó a parpadear.
Muchos de los habitantes de Hampshire consideran que el suyo es el condado más bonito de Inglaterra. En la costa sur, frente a las aguas del canal, se encuentra el gran puerto marítimo de Southampton y el astillero naval de Portsmouth. Su centro administrativo es la ciudad histórica de Winchester, dominada por la catedral casi milenaria.
En el corazón del condado, lejos de las autopistas e incluso de las carreteras principales, se encuentra el tranquilo valle del río Meon, una corriente moderada de agua caliza junto a las riberas de la cual se alinean pueblos cuyo origen se remonta a los sajones.
Una única carretera principal lo recorre de sur a norte, pero el valle contiene una multitud de caminos serpenteantes bordeados de árboles, setos y prados. Es un condado rural de los de antes, con muy pocas fincas que superen las cuatro hectáreas y aún menos las doscientas. La mayoría de las granjas conservan las antiguas vigas, ladrillos y tejas, y algunas disponen de un conjunto de graneros de gran tamaño, antigüedad y belleza.
El hombre encaramado en lo alto de uno de los graneros dominaba todo el valle del Meon y divisaba el pueblo más cercano, Meonstoke, a apenas un kilómetro y medio. Al mismo tiempo, a unos cuantos miles de kilómetros al este, Abdelahi realizaba la última llamada telefónica de su vida. El hombre encaramado se enjugaba el sudor de la frente y se disponía a reanudar la delicada tarea de separar las tejas fijadas con arcilla cientos de años atrás.
Habría podido contratar a un equipo de expertos y rodear la construcción de andamios; el trabajo se habría terminado mucho más deprisa y con mayor seguridad, pero también habría resultado mucho más caro. Y ese era precisamente el problema. El hombre del arrancaclavos era un excombatiente; se había retirado tras veinticinco años de carrera militar y había invertido gran parte de su retribución en realizar el sueño de su vida: comprar un lugar en el campo al que por fin pudiera llamar «hogar». De ahí el granero y su finca de cuatro hectáreas, con la senda que conducía hasta el camino más próximo, y este hasta el pueblo.
Pero los soldados no siempre entienden de economía, y los presupuestos que los especialistas le habían presentado para transformar un granero medieval en una casa de campo que resultara acogedora lo habían dejado sin respiración. Por eso se había decidido a hacerlo él mismo, tardara lo que tardase.
El lugar era idílico. Ya imaginaba el tejado restaurado y a prueba de goteras en todo su antiguo esplendor, con la mayor parte de las tejas originales recuperadas en perfecto estado y las restantes compradas en un almacén de material procedente de viejos edificios derruidos. Las vigas estaban en tan buen estado como el día en que las cortaron del roble; sin embargo, los travesaños tendrían que ser reemplazados y cubiertos con material moderno.
Se imaginaba cómo quedarían la sala, la cocina, el estudio y el recibidor unos metros más abajo, donde el polvo cubría las viejas balas de heno. Sabía que le iban a hacer falta profesionales para montar tanto la instalación eléctrica como la de agua, pero ya se había inscrito en algunos cursos de la escuela politécnica de Southampton para aprender a hacer de albañil, estucador, carpintero y cristalero."

Frederick Forsyth
El afgano



"Vivimos en un mundo en el que la mayor parte del tiempo estamos siendo interrogados. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Qué haces? Cuando era joven esto no pasaba. Pero ahora sí, todos los días."

Frederick Forsyth









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