"Cuando llega uno a cierta edad ya no ve lo que tiene delante sino lo que vio en los tiempos que veía." 

Francisco García Pavón

"Desde que mi padre leyó su último periódico, pocas estaciones después, María me obligó a sentarme donde él iba siempre, enfrente, junto a la otra ventanilla. No quiso guardar las ropas de papá en las maletas y se las regaló a un viejo que pasó ofreciendo caramelos... Por la noche, al pasar algún túnel largo, hacemos el amor sobre su asiento, amor sin esperanza, porque sabemos que no alumbrará nada más que ese breve grito que da ella en el momento del orgasmo. Con frecuencia miro los asientos del compartimiento en los que fueron sentados mis padres, mi hermano y las chicas de servicio. Sobre todo aquella que por primera vez en mi vida me lamió la boca. Y recuerdo las caras de todos los que fueron míos, sus decires, su manera de volver los ojos cuando llegaba el revisor, o parábamos en una estacioncilla con cementerio, fiesta, lluvia o paseantes en las tardes de sol. Pero María no repara en los significados que para mí tienen esos cristales donde los míos se reflejaron, estos brazos y respaldos en los que tantas veces apoyaron sus manos y cabezas. María siempre está con la mirada perdida. Cuando hablamos se esfuerza en sonreír, en ser simpática, en simular que me quiere, pero en el fondo de sus ojos están alojados otras gentes de los coches del tren, que probablemente yo no sabré nunca quienes fueron. Acaban de entrar en el pasillo jóvenes con barbas, melenas y pantalones vaqueros. Al verlos, María sonríe con más sinceridad, y sus ojos emergen de aquella profundidad en la que siempre están hundidos."

Francisco García Pavón
El tren que no conduce nadie


"El español tiene mucha imaginación para salvar el momento, ninguna para variar el camino."

Francisco García Pavón


"Él quedó sonriendo, embobado, mirándola. Ella bajó los ojos. Como estuvieron así un buen rato, las miradas de todos acabaron por fijarse en aquel mudo idilio.
Ella, por fin, lentamente, sin levantar los ojos, desenvolvió la caja y nos ofreció chocolatines al ruso y a los demás que estábamos junto a ella. El ruso, al tomar uno, le hizo reverencias. Mientras la Pepa nos invitaba, el ruso la miraba con sus ojos azules, metálicos y un poco inclinados. Luego le tomó otro chocolatín de la caja, le dio a morder la mitad y se comió él la otra parte. Y esto se hizo en medio de un gran silencio. Y cuando los dos estaban comiendo el chocolate partido, de pronto todos los rusos que estaban mirando tomaron sus copas y las subieron muchísimo. Uno de ellos trajo una copa a la Pepa y otra a su compañero; dio una gran voz y entre grandes gritos y risas todos bebieron menos la Pepa, que estaba como asustada. Pero su ruso suavemente la empujó y le hizo beber un traguín. Y después siguió el baile y el cante. Y cuando bailaba el ruso amigo de la Pepa, lo hacía mirándola, como dedicándole todas sus vueltas y saltos.
Los días que siguieron a aquel brindis famoso, la vecindad lo pasó muy bien con los amores del ruso y la Pepa. Y fueron preciosos para ella, que andaba en sus haciendas lela o como si oyera una musiquilla muy tierna dentro de su corazón."

Francisco García Pavón
Los liberales



"La guerra no produjo un millón de muertos. Dejó un millón de enterrados y nadie sabe cuántos millones de muertos andando, agonizantes o sin hombre dentro."

Francisco García Pavón


"Las mujeres, cuando cosían entre los pliegues rojos de las cortinas unas telas blancas, rosadas por el ambiente, como el hilo, como la aguja que parecía encendida, solían recordar a aquella buena Úrsula, amiga de la tía, que murió tan joven, con el pelo negro, copioso y destrenzado sobre el embozo blanquísimo. Y al tío José Luis, aquel del bigote rubio y la corbata blanca que murió de amor por Carmen. Y aquel pintor de Valencia, con perilla y melena, que venía muchos ratos a sentarse solo en el gabinete y ver las luces rojizas «que él no sabía pintar» —según decía—. Y le gustaba mirarse sus manos blanquísimas, rosadas por las luces de aquel gabinete prodigioso.
Yo, lo que recordaba, eran noches de cena especial en aquel gabinete recogido; la mesa bajo la lámpara con tulipa roja; el humo de los habanos que subía hasta perderse entre las flores del papel del techo, y el aroma del café y del coñac. En aquellas sobremesas, el abuelo solía contar cosas de caza menor, o de pájaros excepcionales que cantaban hasta morir, o de escopetas riquísimas... O a veces se hablaba de los republicanos de Valencia y de Madrid, de la libertad, de la fraternidad humana. Y se citaban frases célebres de tribunos, dichas en mítines apoteósicos, en la huerta de Valencia.
Cuando aquella mañana volví del «cole», me pareció oír la radio en el gabinete. Me extrañó a aquellas horas de trabajo, ya que el abuelo era el único que la manejaba. Entré suavemente. Los que allí había ni se dignaron mirarme, a no ser papá. Todos, tristes, estaban atentos al altavoz en forma de bocina de saxofón negro (aparato superheterodino).
El locutor hablaba con tono doliente; con esa voz de nariz que se pone cuando se quiere parecer triste y no se está. De vez en cuando se debilitaba la audición y oía un pitido estridente o «ruido atmosférico». O lo de «E. A. J. 7, Unión Radio, Madrid». A mí todo aquello me decía: «Edificio Madrid-París. Superheterodino. Frente a Segarra, todo el mundo Callao».
El abuelo, vestido con el guardapolvos de estar en la fábrica, miraba con tristeza sus manos ensortijadas. Papá y el tío, de pie, también con guardapolvos, escuchaban en silencio. Valdivia, el gran republicano amigo de papá, se mesaba la melena, ya canosa, y sus ojos parecían enrojecidos. Su gran chalina negra era una mariposa muerta sobre su camisa blanquísima.
Yo quedé irresoluto junto a la puerta. El locutor callaba ahora y se oía un disco, que, según me dijeron luego, era la voz del prohombre muerto, que hablaba en valenciano. Valdivia, con disimulo, se limpió una lágrima. Las colillas yacían apagadas en el cenicero. En el fondo de la casa cantaba la criada, ajena al dolor del gabinete. Tras los visillos de la ventana se veían pasar los transeúntes —sólo la cabeza— sumergidos en la vibrante luz del mediodía."

Francisco García Pavón
Cuentos republicanos




"Los ciegos vocean desde lo absoluto, llamando a otras tinieblas."

Francisco García Pavón
Las hermanas coloradas


"Los pueblos son libros. Las ciudades periódicos mentirosos."

Francisco García Pavón


 "... todos tenemos en nuestra vida un pequeño héroe, en nuestra familia o entre nuestros amigos. Y en mi infancia lo hubo: era mi abuelo paterno, al que yo admiraba mucho, y que es un poco el personaje central de mis cuentos siempre. Y así me di cuenta de que Plinio es una transposición literaria de este personaje que tanto importó en mi primera biografía. Luego hay una serie de fábulas y cosas que, naturalmente, obedecen a otra serie de vivencias infantiles. Por ejemplo, el que yo me ocupase de asuntos policíacos pueblerinos estoy casi seguro de que obedece a que había bajo mi casa un estanco cuyo estanquero era un jefe de la Policía municipal jubilado. Este hombre, en los veranos, se sentaba a la puerta del estanco y contaba con gran énfasis a los amigos sus aventuras policíacas, que figúrate tú cuáles eran: el robo de una mula, o no sé qué de de una casa de furcias, o algo así, o de gitanos. Y yo, de chico, estaba allí, porque yo le ayudaba a despachar, oyendo aquello. Y a mí se me metió el son ese. Y este suspense policíaco rural creo que procede de ahí. Y después, sin darme cuenta, transformo el tipo de mi abuelo en Plinio."

Francisco García Pavón






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