"Aráoz piensa que tal vez sea preferible juzgar salvado su honor y no correr el riesgo de pasar por caprichoso. Por eso dice que sí y vuelve a la mesa para levantar los platos y las sobras. Hasta se ofrece a lavar, pero Lépori prefiere encargarse aduciendo que en la penumbra ubicará mejor el sitio de cada cosa. Sí acepta que vaya secando la vajilla.
Con el café vuelven a sentarse, aunque les pesa cierta incómoda solemnidad que se les ha quedado prendida en los ademanes y en lo difícil que les resulta quebrar el silencio. Mientas revuelven el azúcar en los pocillos, suena otro trueno feroz que rueda sobre el techo de chapas y demora un buen rato en fundirse con el rumor del aguacero. No comentan nada, y por primera vez Aráoz tiene miedo de que la discusión anterior haya roto algo irreparable. Su despecho y su bravura han tenido tiempo de sobra para disiparse, y la angustia vuelve a rodearlo con un escozor de lanas en el cuello.
Siente un impulso repentino que le barre la lógica y los planes, y lo obliga a decir una parte de la verdad.
[...]
Son más de las dos de la mañana cuando el último camión termina de cargar gasoil y se aleja de la estación de servicio hacia la ruta. Apenas el vehículo pone la segunda marcha y sale del playón, Lépori baja la llave general y deja el lugar a oscuras, como Aráoz lo encontró la primera noche. Echa mano a una escoba y mira alrededor, pero enseguida la deja en el mismo sitio, tal vez disuadido por el cansancio.
“Falta que saque la basura y le dé de comer a la mascota”, ironiza para sus adentros Aráoz, que lo mira desde el ventanal del parador. El viejo maneja ese sitio como si fuese una casa, antes que un negocio. ¿Perlassi será igual? Supone que no. Si anda de recorrida tratando de abrochar algún negocio debe ser un comerciante más avispado que su socio. ¿Socio? ¿Son socios o Lépori es nomás un empleado? Es taimado, este viejo. Habla cuando quiere, dice lo que se le canta y oculta lo que le da la gana. Y para colmo lo pone a hablar a él, a Aráoz, como una radio de tres bandas. Hasta lo distrae, en ocasiones, de su nueva personalidad de hombre recio y emocionalmente refractario o hasta pérfido. De nuevo la ironía. “Viejo choto”, concluye, justo cuando Lépori entra al parador, lo saluda con un gesto y sigue de largo para derrumbarse en uno de los sillones del rincón."

Eduardo Sacheri
Aráoz y la verdad


"Dicen los viejos que hubo un tiempo en que las cosas andaban bien en O’Connor, aunque les cuesta mucho ponerle fecha a esa época de abundancia. “Acá...”, dicen con un gesto amplio de la mano que señala las casas y el campo alrededor, hasta el horizonte, “No sabés...”, agregan, sin mayores precisiones. Pero esperan que quien los escucha sí sepa, que entienda que se refieren a un tiempo en que todo era progreso. Hablan de la época de sus propios padres, o de sus abuelos, unos italianos anarquistas que vinieron y fundaron Colonia Hermandad en 1907. Y se refieren a que vinieron sin nada, o casi, y que en quince o veinte años le dieron forma al pueblo. Y dicen que cambiarle el nombre, como se lo cambiaron décadas después, fue un error que trajo la mala suerte.
Los jóvenes se preguntan si dicen la verdad. Si será cierto. En realidad, viendo este pueblo chato y entristecido, siempre igual a sí mismo, les cuesta imaginarse un tiempo en el que sí, las cosas eran buenas y el futuro se palpitaba como progreso.
Por algo tantos muchachos, cuando terminan el secundario, optan por irse. Los más inteligentes o los más sacrificados se van a estudiar a La Plata y terminan siendo abogados, médicos o contadores. Claro que además de inteligencia y sacrificio necesitan plata, porque si son hijos de las familias pobres no se van a ningún lado, se sacrifiquen lo que se sacrifiquen.
Los pobres siempre se quedan. Los pobres y los que fracasan. Los que no terminan de estudiar se vuelven. Como si la ciudad los vomitara. “Por burros o por haraganes”, concluyen las vecinas, que no se andan con vueltas al momento de ponerles nombre a las cosas. Si vienen en tren le piden a alguien que los acerque, porque el único servicio que para en la estación es el nocturno, y nadie quiere caminar esos tres kilómetros que separan la estación y el pueblo en mitad de la noche. La ventaja de llegar así, tardísimo, es que el fracaso se mantiene subrepticio por algunas horas o algunos días. Le da tiempo al recién llegado de armar una coartada, un decálogo de razones. “Volví porque extrañaba. Volví porque me necesitan en casa. Volví pero por un tiempo. Volví pero me voy a volver a ir”, es lo que dice el repatriado. “Volví pero no se rían de mí porque me voy a ir a la mierda, ya van a ver”, es lo que piensa.
Los que consiguen permanecer en La Plata o Buenos Aires o Rosario hasta alcanzar un título ya no vuelven. Regresan de visita, claro, para las fiestas o las vacaciones. Se los recibe con asados pantagruélicos y la conversación se prolonga hasta que se hace de mañana. A los idos y los permanecidos les gusta comprobar que siguen teniendo cosas en común. Que pueden entenderse. Que se siguen queriendo. Pero no es suficiente. Ya no encajan. La vida de los que estudiaron es otra y queda en otro lado. Por eso lo mejor es que se queden pocos días. Si no, ellos y los que no han podido se sienten defraudados.
Está bien que vengan. Y está bien que se vayan. Para que los que se quedaron puedan extrañarlos y para que los idos sientan que, llegado el caso, pueden volver. Aunque no sea cierto. Porque ninguno vuelve, salvo de visita. Hay algo que se corta, que se mueve de su centro o de su sitio. No está ni bien ni mal, pero es así."

Eduardo Sacheri
La noche de la usina


"“Juan Carlos cruza la habitación para acompañar a Manuel, quien se limita a hacer un gesto general de saludo, como si la urgencia de hablar con mi novio fuese más importante que las más elementales muestras de cortesía. ¿Ni siquiera se acerca a saludar a mamá y papá? ¿Ni siquiera a su novia, que está tan sorprendida como yo con esta visita intempestiva? Manuel está tan ensimismado que ni siquiera repara en que mamá lo invitó a usar la sala. Precede a Juan Carlos hacia la cocina, se meten ahí y cierran la puerta de vidrio esmerilado detrás de ellos.
Es estúpido, pero ver sus siluetas borrosas en la cocina me devuelve al centro de la angustia. Se me olvida la indignación que estaba empeñándome en sentir.
Esa cocina es testigo de la situación más embarazosa que atravesé jamás y quiere el destino reírse de mí, esta noche, la víspera de mi casamiento, juntando en ese sitio a los dos hombres que involucré en la acción más humillante de mi vida.
Más lo pienso y más la angustia me sube a bocanadas que me ahogan. ¿Qué otra razón puede tener Manuel para esta irrupción que no sea generar un escándalo por lo que pasó entre nosotros?
Mechita Ramírez.
Ese nombre me golpea la mente como el chicotazo de una rama. Mechita Ramírez, que es lo mismo que decir el derrumbe del mundo entero. Mechita Ramírez, que es la condensación de toda la humillación y toda la desdicha.
Hace años que ese nombre no suena en nuestra casa. En una época sí. O en dos. En la primera, con la liviandad con la que se nombra a las amiguitas del barrio. Amiguita de Rosa y de Mabel, porque era apenas más chica que ellas, y de vez en cuando mamá las dejaba jugar juntas. En la segunda, en los cuchicheos nerviosos de mamá con la tía Rita, las medias palabras con mis hermanas grandes, las elusiones sospechosas cuando Delfina y yo nos atrevimos a preguntar qué tramaban al hablar de ella.
Nunca se nos dijo todo —palabra por palabra— lo sucedido con Mechita.
Debimos juntar algunos fragmentos chuecos, como los de un florero hecho añicos, y sumarles nuestras deducciones, nuestros miedos y nuestras sospechas.
Y así Mechita se convirtió en la parábola de todo lo malo que espera a una chica que toma el mal camino, que se adentra en el infierno del deshonor. Creo que si nos juntásemos con nuestras hermanas grandes, dispuestas a contrastar nuestras cuatro versiones de los hechos, saltarían a la vista innumerables disidencias.
Apenas coincidiríamos en lo fundamental: un novio muy guapo, escasa vigilancia familiar, confianzas abusivas. Y luego la precipitación en el infierno.
Los largos meses con Mechita de viaje lejos, desaparecida del barrio, y de repente Mechita de regreso y empujando un cochecito de bebé por la calle Cabrera. Sin una explicación. Sin una palabra. Ni de la madre, ni del padre, ni del hermano, ni de Mechita."

Eduardo Sacheri
Lo mucho que te amé




"Los estúpidos se conservan mejor físicamente porque no los corroe la ansiedad existencial a la que se ve sometida la gente más o menos lúcida."

Eduardo Sacheri


"Para construir un país no se necesita fanatismo, sino paciencia."

Eduardo Alfredo Sacheri












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