"La aldea de Ravensward nunca había crecido lo suficiente como para que su población requiriera una iglesia propia. Era un amable conjunto de pequeñas casas, y pocas de ellas habían sido construidas después de 1800. En su centro había una pequeña plaza triangular, y un arroyo minúsculo, ahora reducido a un regatillo, que discurría bajo un puente estrecho y encorvado. Algunos muchachos alegres y mugrientos se apostaban allí para pescar —haciendo gala de un envidiable optimismo— tras salir del colegio. Aparte de ellos, no parecía haber nadie en el pueblo.
The Beacon se encontraba, puerta con puerta, junto a una pequeña tienda que vendía jabones, y cordelería, y caramelos de frutas, y horquillas para el pelo, y sobres de cartas. El edificio donde estaba el pub tenía un techo a dos aguas muy empinado y varias chimeneas muy altas, y las vigas de madera a la vista, con la fachada formando un bonito dibujo en blanco y negro. Contaba con un salón con barra, pero era obvio que no se utilizaba mucho. El bar era de techo bajo, oscuro y fresco, flanqueado de unos viejos bancos de madera, bien cepillados. Colgadas encima de la barra había hileras de picheles de peltre abollados. Afortunadamente no se veían por ninguna parte carteles con frasecitas ingeniosas y, aparte del propietario, no había nadie en el lugar.
El señor Beresford resultó ser un hombre de mediana edad, de gesto adusto, con la cara encarnada como una manzana lustrosa. Recibió de buena gana a Daphne y esta le presentó formalmente a Fen; el anonimato sencillamente no se concebía en The Beacon. Fen pidió unas pintas de amarga para el señor Beresford y para él, y media pinta para Daphne."

Edmund Crispin
Trabajos de amor ensangrentados


"Para Geoffrey, la elección de corbata se había convertido en un complejo ceremonial que dependía tanto del traje y de la camisa como del clima y de un imperfecto recuerdo de lo que había llevado durante los diez o catorce días anteriores. Aquella mañana en concreto, después de volver con cierta sensación de anticlímax a la corbata que había seleccionado en primer lugar, observó su reflejo en el espejo del tocador durante más tiempo del acostumbrado. La presencia de una mujer en nuestra vida nos vuelve más atentos a nuestras imperfecciones de lo que es habitual, reflexionó. Sin embargo, lo cierto es que él parecía diez años más joven y que la expresión traviesa de su cara, con ciertos rasgos de fauno, tenía su encanto: los ojos azul celeste y el cabello castaño muy corto eran, sin duda, atractivos… Un estruendo que provenía del piso de abajo, y que supuso que significaba que había llegado la hora del desayuno, interrumpió sus placenteras reflexiones. Volvió dolorosamente su atención al mundo exterior y se apresuró escaleras abajo.
Sabía que Frances no estaría presente. Había ido a pasar la noche con su madre y, entretanto, había dejado a cargo del fuerte a una competente persona mayor de aspecto sencillo. Cuando Geoffrey entró, Fen ya estaba en la sala, leyendo el periódico matinal con aparente interés. Dutton, que no tardó mucho en llegar, colocó unas flores recién cortadas en un jarrón con una habilidad y una delicadeza curiosamente femeninas. Desayunaron gachas de avena. Dutton, el único huésped permanente presente, se consideró obligado a darles conversación. Después de sacar varios temas que no tuvieron éxito, declaró que lo sucedido era algo terrible; un comentario desafortunado, porque Fen aborrecía ese tipo de frases hechas."

Edmund Crispin
Asesinato en la catedral



“Pocas criaturas hay en el mundo más estúpidas que un cantante. Es como si el ajuste milimétrico de la laringe, la glotis y los senos bucofaríngeos que se precisa para la generación de sonidos hermosos tuviera que venir acompañado casi invariablemente –oh cuán inescrutables son los caminos de la providencia- de la estulticia propia de un ave de corral.”

Edmund Crispin, seudónimo de Bruce Montgomery
El canto del cisne


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