"El libro debe de entrar por los ojos y hacerse simpático antes de conocerlo a fondo."

Saturnino Calleja


Maravillas peligrosas

"En un lejano pueblo de la India había un muchacho llamado Haru, que llevaba la rectitud y la inteligencia pintadas en el noble semblante; pero era débil su voluntad y fácil a la sugestión de la ajena.

—Haru—le dijeron un día.—, tú eres listo: ¿por qué no vienes a aprender con el fakir?

—¿Qué enseña?

—Maravillas. Mil artes prodigiosas que te hacen dueño del mundo.

El interlocutor de Haru era un muchacho poco simpático. Una madurez precoz ponía en su rostro un gesto de fatiga, de soberbia y de insinceridad.

Haru no supo resistirse.

El fakir era un viejo seco y arrugado; su larguísima barba le bailaba al andar como un péndulo silencioso. Su voz tenía un tono doctoral y un sonido metálico. Con apariencias de curandero, era en realidad, un perverso embaucador, diestro en hechizos, brujerías y otras artes del diablo.

Para siniestros fines atraía a su casa muchachuelos inocentes, a quienes comenzaba por iniciar en sus extrañas maquinaciones, haciéndoles luego víctimas de ellas.

Otros dos muchachos estaban en casa del fakir cuando Haru entró con su camarada. Gomo éste, aquéllos eran ya aprendices adelantados; es decir, que estaban próximos a pagar cara su curiosidad.

Haru escuchó al fakir con marcada repulsión. Los extraños ritos, las fórmulas cabalísticas, los ensalmos, las evocaciones, todo le inspiraba entre miedo y asco. Algo le decía interiormente que aquello era malo y peligroso.

Y Haru salió de casa del fakir resuelto a no volver.

—¿Te gusta lo que has visto?—preguntó a Haru el que le llevó a casa del fakir.

—No—contestó Haru—. No volveré.

—Bien Simples serás—interrumpió otro de los muchachos, orgullosamente.

—No creo en esas cosas—dijo Haru.

Los tres aprendices protestaron violentamente. ¡Dudar de su fuerza! ¡Negar las artes de magia!

—¡Yo te lo probaré!

—¡Y yo!

—¡Y yo!

Y, enfurecidos, siguieron caminando de prisa y silenciosos.

A poco trecho encontraron en medio del camino el cráneo y los huesos de un animal esparcidos por el suelo. Detuviéronse a contemplarlos, tratando de averiguar a qué clase de animal pertenecían.

De pronto, uno de los tres muchachos lanzó una exclamación y dijo a Haru:

—¿Ves esos huesos? Pues yo puedo con un ensalmo reunirlos todos en un esqueleto perfecto.

Al oírlo, repuso otro de los tres:

—Y yo conozco otro ensalmo que hace revestirse al esqueleto de carne, de pellejo y de pelo, y tornarlo en un animal perfecto.

El tercero dijo a su vez:

—Pues yo puedo completar vuestra obra. Sé un maravilloso ensalmo que daría la vida al animal.

Llenos los tres de orgullo dijeron:

—Pues vamos a probar nuestros conocimientos. Que ese estúpido comprenda que no sabe nada. Ahora tendrá una buena prueba de nuestra extraordinaria sabiduría.

Y hablando de esta suerte y fascinados por el ansia de mostrar su ciencia, procedieron a ejecutar sus hechicerías.

El primero de ellos dijo en voz alta las palabras mágicas, que hicieron el efecto deseado. Los huesos inertes empezaron a moverse como si poseyesen vida, y alzándose del suelo se unieron unos a otros, con un seco rumor, hasta que se irguió el esqueleto perfecto de un animal silvestre.

Haru no se inmutó. Desconocía la causa de tan extraño suceso, pero era sereno y valeroso.

Entonces se dispuso el segundo a ensayar su ensalmo. Con clara voz pronunció las1 misteriosas palabras, cuyo resultado fue maravilloso también. El esqueleto se cubrió todo de carne, de piel y de pelo, y pudo verse así que el animal era un hermoso león.

Sólo le faltaba la vida. Y ya iba el tercer muchacho a dársela con su ensalmo, cuando Haru le gritó:

—¡Cállate! ¡Imprudente, no pronuncies esas palabras! ¿No ves que es un león? Si tu arte diabólica puede darle la vida, nos matará a todos.

Indignados por la interrupción, los tres sabihondos desdeñaron el consejo.

—¡Calla, majadero!—dijéronle—. ¡Tú qué sabes! ¿Crees que por el miedo tuyo vamos a dejar de hacer las cosas?

Haru volvió a rogarles que desistieran de su propósito; pero fue inútil. Estaban los otros ciegos de ira y de presunción. Y en vista de ello les rogó que si iban a darle vida a la fiera, aguardasen un momento hasta que él se subiera a un árbol.

Y diciéndolo, corrió a un árbol cercano y trepó a sus ramas.

No había llegado aún a ellas, cuando el tercer muchacho pronunció el ensalmo último. La forma rígida e inmóvil que tenían ante ellos se animó al punto. ¡Estaba vivo el león! Con fieros ojos miraba a los muchachos. Y abriendo la enorme boca salto sobre ellos, i uniendo horriblemente. Los tres quedaron, en un momento, muertos sobre el césped. Luego el sanguinario animal empezó a comérselos, y por la tarde sólo quedaban unos huesos frescos y blancos.

Todo fue, sin duda, obra del diablo, que supo apoderarse de este modo de aquellos infelices, perdidos por su soberbia satánica y su malvada afición a aquellas horribles hechicerías.

No por mucho conocer se llega siempre a la sabiduría."

Saturnino Calleja



La cruz del diablo

"En un pueblo de Navarra había un señor que era el terror de todas aquellas tierras: tan malo era, que el mismo demonio le tenía envidia.

Era tan perverso, que el rey hubo de llamarle al orden y aun desterrarle del reino.

Mientras él vivió en la comarca, se oía de continuo el cuerno de caza; los caballos de aquel hombre y los de sus amigos estropeaban sembrados, atropellaban casas, mataban jóvenes y ancianos, pegaban fuego a las habitaciones, chozas y casas; y tal miedo habían puesto en el ánimo de aquellas pobres gentes, que apenas sonaba el cuerno de caza en las puertas del castillo o veían venir la cabalgata, se ponían a temblar, cerraban puertas y ventanas y no cesaban de rezar.

Cuando salió desterrado, quedó la comarca tranquila, recobró la vida que antes tenía, los campos fructificaban, y producían que era una bendición de Dios.

Pasaron los años, y el castillo comenzó a derruirse.

Ya nadie se acordaba de aquel señor ni de sus fechorías, cuando vino a posesionarse del castillo una partida de bandoleros, tan invisible y tan imposible de encontrar, que ya se corría de boca en boca que eran fantasmas y almas en pena mandadas por el señor de aquel castillo, que tan malo había sido en vida.

Acreditaba este rumor el hecho de que el capitán llevaba puesta la misma armadura que había usado aquel infame, y que se había llevado puesta cuando le desterraron de aquellos lugares.

Volvieron a estar encendidas por las noches las luces, a sonar los cantos báquicos, a ser robadas las casas y quemados y arrasados los campos, y nacieron de nuevo la intranquilidad y el desasosiego.

Todas las noches se encendía en una de las más altas torres del castillo una luz encarnada que parecía un ojo enorme, cuya luz atravesaba la espesura del bosque, iluminándole con luz siniestra que parecía un incendio.

Algunos valientes de los pueblos inmediatos que se habían atrevido a acercarse oyeron tales cosas, que volvían corriendo a sus casas con el cabello erizado y dando diente con diente.

— Pero, ¿qué han oído ustedes? — les preguntaban las autoridades.

— ¡Ay, ay, ay! — gritaban llenos de terror.

— Pero, ¿qué es lo que han oído, cobardones? —repetían.

— Pues, verán ustedes — decían aquellos infelices en cuanto lograban serenarse. — A las doce de la noche nos asomamos a las puertas del castillo, y al sonar la hora de la media noche oímos ruidos de cadenas, alaridos horribles y carcajadas aterradoras; se nos puso la carne de gallina, y salimos corriendo como gamos.

— ¡Son ustedes unos cobardes! — gritó el juez. —¡Por algo se les puso la carne de gallina!

— Pues vaya usted allí — exclamaron aquellos infelices temblando; — ya verá usted lo que es bueno.

El juez llamó en el acto al alguacil y a quince o veinte mozos armados de flechas y lanzas, y partieron hacia el castillo. Al salir del pueblo iban muy decididos; pero conforme se alejaban se les iba pasando el entusiasmo, y en poco estuvo que todos apretaran a correr a la entrada del bosque, si no hubiera sido por el juez, que era hombre valeroso, y que marchando a la cabeza de todos les quitaba el miedo con su ejemplo.

 Al aproximarse a la puerta del castillo oyóse el rumor de una orgía; canciones, gritos, chocar de vasos y, destacándose sobre todo esto, una voz terrorífica, la del capitán, que decía:

— ¡Ánimo, compañeros; brindemos a la salud de Satanás!

Una carcajada coreó aquel brindis, y se oyó el chocar de copas.

Los mozos que acompañaban al juez quedaron sobrecogidos de espanto, y de buena gana hubieran echado a correr, a no haberles gritado el juez con energía:

— ¡Aunque se tratara del propio diablo en persona, me lo llevo yo esta noche amarrado hasta la cárcel del pueblo!

Y empuñando el bastón dio tres golpes en la puerta diciendo:

— ¡Abrid a la justicia!

En aquel momento se abrió por sí misma la puerta sin hacer el menor ruido, y el juez, precedido de algunos mozos provistos de antorchas, penetró resueltamente en el castillo.

Registró una por una todas las habitaciones, y no encontró más que señales de haberse celebrado allí un banquete, y sobre una mesa desvencijada, varias copas caídas destilando un líquido parecido al vino, pero que olía a azufre desde diez varas.

No contento con esto, el juez descendió a las cuevas del castillo, y allí encontró el panteón donde reposaba el dueño, aquel cuyas cualidades le hicieron merecer el odio de todos, y avanzando hacia la tumba, tocó con su bastón la lápida y dijo:

— ¡En nombre de Dios y de la justicia te emplazo para que comparezcas ante mí a recibir el castigo que tus crímenes merecen!

Resonó dentro de la tumba una horrible carcajada que estremeció a todos menos al juez, que gritó:

— ¡Te prometo, por Dios que nos oye, que no has de tardar mucho en pagar tu merecido en la tierra, ya que de seguro estás purgándolo en el infierno!

Dicho esto se retiró, acompañado de todos los que le escoltaban y que estaban admirados del valor temerario del juez.

Sin embargo, los saqueos y las devastaciones continuaron.

Las lágrimas de dolor y el luto de los muertos por aquellos infames, la desesperación de los padres y de las familias formaron un coro tal, que llegaron hasta los oídos de los reyes, y éstos enviaron un gran golpe de fuerzas y jueces e inquisidores para poner coto a tantas iniquidades.

Aquellas fuerzas lograron apoderarse de los ladrones, incluso su capitán, y, una vez presos, juzgados y sentenciados, fueron ahorcados todos, a excepción del jefe, que logró evadirse de la prisión.

Ahorcados aquellos veinte bandidos, parecía natural que la comarca recobrase su tranquilidad.

En efecto; en tanto que estuvo preso el jefe no se encendieron en las ruinas las luces, ni se sintió el ruido de la orgía, ni se estropearon los campos, ni se cometieron delitos; pero, así que logró escapar, repitiéronse estas terroríficas escenas.

Organizóse entonces una cruzada en todo el país: para los soldados, jueces, inquisidores y magistrados fue cuestión de honor prender a aquellos desalmados y acabar con ellos.

Una noche, a la hora en que aquellos hombres celebraban sus reuniones, penetraron en el castillo, y prendieron a los compañeros de los ahorcados, y al mismo capitán.

Encerróse a todos, incluso el capitán, que iba encubierto con una armadura de hierro, y al cual amarraron a una argolla.

Un día, cuando iban a juzgarlos, el carcelero entró a llevar la comida al preso; pero éste se desplomó a su vista, deshaciéndose las piezas de su armadura, de modo que no cabía duda de la desaparición del dueño: el carcelero sintió al desplomarse la armadura una carcajada infernal que le aterró.

Dio parte a la justicia, y ésta mandó que se sacara la armadura y se guardase como pieza de convicción. Apenas fueron sacadas las piezas de la armadura, cuando, armándose de repente, escapó del lugar en que la habían colocado.

Volvieron los terrores, hasta que de nuevo fue preso su dueño.

Entonces un inquisidor viejo, suponiendo que era el diablo el que se había metido en la armadura del capitán, propuso, y fue aceptado, que armadura y caballero fuesen fundidos, y con el hierro que resultase se hiciera una cruz.

Hízose así, y fundióse la cruz, que se colocó como señal en los lugares que más había frecuentado.

Cuando se estaba fundiendo la armadura salían de ella carcajadas huecas y horribles que atemorizaron a los fundidores.

Colocada la cruz, donde se puso se secó la hierba, y su solo aspecto hacía temblar al caminante. De ahí su nombre de cruz del diablo.

Pero apenas consagrada por el sacerdote del lugar, brotaron a su lado hermosas flores, y su sombra fue benéfica, porque el poder de Dios lo purifica todo."

Saturnino Calleja Fernández


Las mejores hadas

"Inútilmente trato de buscar entre mis recuerdos de ayer, frescos aún en mi memoria, y entre los más lejanos, confusos ya a través de las nieblas del tiempo, quién me contó esta clara historia que voy a referir, buena para que la sepan los niños y los hombres. ¿La leí en algún viejo libraco lleno de polvo de los siglos? ¿Me la contó mi madre o mi nodriza, una noche en que no quería yo dormirme; o fue un hada quien me la dijo, cuan do yo dormía profundamente? No lo sé. No puedo recordarlo. He olvidado todos los detalles, y no conservo mas que su sutil aroma, demasiado tenue para cogerlo al pasar por mi mente. Pero recuerdo perfectamente la moral del cuento, hija de todas las cosas sanas y fuertes.

Lo que voy a contar ocurrió en un país encantador, en una de esas esplendorosas tierras que sólo vemos en sueños, y en las que todos los hombres son buenos y todas las mujeres agradables y bellas.

Vivió en esta dichosa tierra un caballero de alta nobleza, que se había quedado viudo muy joven con una hija única, a la que amaba entrañablemente. Rosabella, que así se llamaba la hija, contaba diecisiete años y era una pura maravilla de gracia y de belleza; alegre como un corazón regocijado, buena corno un corazón feliz. En diez leguas a la redonda se la tenía por la más bonita y la mejor. Era sencilla y amable, y por su ingenio exquisito todos la querían, lo mismo en la mansión señorial que en la choza campesina.

Temeroso de los daños que amenazan constantemente a nuestra pobre existencia desvalida, su padre da vigilaba con celoso cuidado para que nada malo le ocurriese, mientras que ella pasaba los días pensando con calma en el porvenir, segura de que sería delicioso como el presente.

Al cumplir Rosabella los dieciocho años le permitió su padre que diese su mano a Grancorazón, hijo de príncipes; apuesto joven, cuidadosamente educado, que detestaba las falsas excitaciones y los placeres ficticios de la ciudad y sentía entusiasmo por los frescos encantos de la Naturaleza, esa madre común que nos llama a todos. Rosabella amaba a su prometido, y se casaron. Fueron a vivir a la paz del campo, entre los grandes árboles que recogían las quejas de los vientos, a orillas de un río, cuya mansa corriente llevaba un cántico perpetuo, serpenteando bajo los sauces y los álamos que enverdecían sus márgenes.

Era el castillo en que vivían antiquísimo, y en él habían nacido y muerto señores y señores; se llegaba a sus puertas por caminos abiertos en la roca viva, y tenía salones inmensos y fríos, donde los ecos respondían a los ecos misteriosamente; donde el búho contestaba al canto que entonaba al sol naciente el mañanero tordo, despertando los pajarillos de las lindes de los bosques; donde el sol penetra con timidez, con la vacilación del cazador furtivo en un coto vedado.

En el momento de separarse, su padre le había dicho, triste, a Rosabella:

—Te vas, hija mía. Tu felicidad me pide que te deje marchar. Vete, pues, más por el cariño que me profesas, cuida de ti, porque no tengo a nadie más que a ti a quien querer en el mundo.

Y al príncipe.

—A ti la confío. Vela por ella. Rodéala de mil cuidados y ponía a cubierto del más pequeño riesgo de daño o de pena. Y ten presente que sólo por inclín irse a coger una flor puede caerse y herirse, y por coger una fruta puede arañarse las manos. Que le hagan todo lo que tenga que hacer. Consérvala siempre bella.

Absorta en el amor, Rosabella realizó los dulces ensueños de su adolescencia. Pero seguía soñando sabe Dios, qué... El futuro delicioso que le habían prometido las ilusiones seguía con ella, en su imaginación.

Bueno y cariñoso el príncipe no quería que ella hiciese sino vivir y amar. La tenía rodeada de numerosa servidumbre, dispuesta a obedecer hasta sus más pequeños deseos, a satisfacer sus más ligeros caprichos y a adivinar sus más triviales necesidades. Ella no tenía que hacer más que dejar que el tiempo se deslizase en calma. Pero al fin empezó a aburrirse y a languidecer misteriosamente.

Su padre, a quien comunicó sus pensamientos, se quedó asombrado, y le recordó que sólo motivos de felicidad tenía su existencia; le habló luego en alabanza de su esposo, que tanto la amaba, y le ofreció dinero y más dinero, creyendo darle con él todas las dichas del mundo.

—Quisiera—respondió Rosabella—, ser feliz por vos v por mi esposo, a quien amo tan tiernamente. Y luchaba con la extraña dolencia que pesaba sobre ella, aquel mortal aburrimiento que agotaba la savia de su juventud. Pero el misterioso mal crecía en su alma hasta hacérsele intolerable.

Gran corazón, que no tardó en darse cuenta de su estado, trataba en vano de descubrir la causa, y de la pena pasó a la desesperación. Cuando regresaba de los campos, la abrazaba contra su pecho rebosante de tristeza, que parecía encerrar un trozo de hielo en el lugar del corazón. Ella, al ver lo que sufría por su causa, le juraba amor sin fin. Y valerosa y enérgica, trataba de sacudir su languidez, procurando embriagarse el alma y ahogar su conciencia con el amor de su esposo, pero todos los esfuerzos eran vanos. Cada vez le. pesaba más el aburrimiento, y la servidumbre que le rodeaba, ansiosa siempre de satisfacer sus deseos, no podía mitigar su dolencia por más que se esforzaba. Por último, Rosabella se hundió en la más profunda melancolía. Volaron de sus mejillas los matices de la rosa, palideció toda ella como una azucena marchita, y la luz de sus ojos se empañó. Los más sabios doctores del arte de curar vinieron a verla desde los más lejanos países v sólo pudieron confesar su incapacidad, excusándose con la afirmación de que no había remedio para aquel mal indefinible.

Una vez, un anciano pastor, que había aprendido % comprender a los hombres por haber vivido mucho, se presentó a Grancorazón, de quien era vasallo, y le dijo de esta manera:

—Yo sé, príncipe, dónde vive una anciana de más de un siglo, que la gente tiene por bruja y hechicera. Sólo ella puede curar a nuestra ama, a quien tanto queréis.

Sin saber ya qué hacer, Grancorazón creyó lo que el viejo pastor le decía. Sacó a Rosabella del castillo, siguió con ella tras el pastor, la orilla del río, hasta un lugar donde el camino descendía entre las rocas, saliendo a una honda cueva, en la cual hallaron a la vieja al abrigo de una mísera lumbre roja por la incierta luz, y rodeada de lechuzas, cuervos, gatos y ratas de ojos fosforescentes, verdes y amarillos en la sombra.

—¡Hechicera!—dijo el príncipe—. Cura a mi esposa y te daré la mitad de mi reino.

La vieja clavó sus brillantes ojillos en los de la princesa y los miró largo tiempo, como hechizándola. Después se quedó silenciosa, pensando, y al fin, bruscamente se puso de pie, alzó sus largos brazos hacia las hierbas que tenía colgadas en el techo de su gruta, y exclamó:

—¡Sí, gran señor; curaré a -vuestra esposa, y sobre vuestro corazón dormirá su corazón latiendo de alegría! Sí, la curaré; mas para ayudarme a ello, necesito el auxilio de diez haditas, diez amigas a quienes quiero mucho, que siempre me han sido fieles y que por desgraciada casualidad no han venido hoy a visitarme. Estoy segura de que mañana estarán aquí. Así, pues, venid mañana, que yo las retendré hasta que lleguéis.

Al otro día, pues, apenas levantado el sol, llegaba Rosabella a la obscura morada de la hechicera. La vieja le dijo que extendiera sus pálidas manos sobre el crujiente fuego de pino, mientras ella, levantado los brazos, pronunciaba unas raras labras acompañado de gestos extraños,

Sacó luego de un pequeño nicho una cosa invisible, aplicó cuidadosamente a su desnudo pecho, y cuando hubo repetido esto diez veces, exclamó:

—¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí todas al calor de mi pecho! ¡Son mis fieles haditas! Pero no tratéis de verlas, porque se irán.

Y riéndose, bailando y cantando, la viejísima mujer golpeó con el corvo dedo pulgar de su mano derecha los diez dedos de la princesa, mientras que la bóveda de la roca devolvía el eco del extraño cántico que la hechicera entonaba, y que era éste:

¡Venid, las diez badilas, venid! 
¡En estos diez deditos, vivid! 
¡Y dadle a la señora salud 
y eterna juventud

Y sin dejar de reírse a carcajadas, oprimía los dedos de Rosabella, diciendo:

—¡Ya están aquí mis mediquitos! Ahora, guardadlos bien y no dejéis que se aburran, no les deis momento de descanso mientras el sol luzca en el cielo. Y ahora idos y, cuando estéis completamente curada, venid a devolverme mis haditas.

Mirándose las manos, Rosabella volvió a su casa y dijo a Grancorazón cómo estaba llena de esperanza.

A partir de aquel día, hubo veces que ni comer quería Rosabella para no robar tiempo al trabajo de sus dedos, en los cuales se albergaban las diez haditas. En cuanto el sol se hundía en el ocaso, Rosabella se acostaba, y en cuanto volvía la luz empezaba de nuevo a mover sus dedos, habitados por las hadas. Durante muchos días siguió moviendo los dedos de cuantas maneras se le ocurrían; pero al fin se cansó de este inútil juego y volvió a ver a su vieja amiga la hechicera.

—¿No sabéis mover los dedos con utilidad?—replicó la vieja— Seguid moviéndolos, pero haced con ellos algo.

Y no dejéis que se duerman mis hadas, que trabajar es lo único que las retiene en su cárcel.

Al volver a casa, Rosabella sacó del estuche el arpa, largo tiempo olvidada, y tocó. Después, para ocupar sus dedos en algo más útil, mandó traer agujas y se dedicó a hacer preciosos bordados. Luego, buscó más variado empleo para sus dedos, cogiendo flores en el jardín y frutos de los árboles del huerto, cuidando enfermos y consolando a los pobres, depositando constantemente en sus agradecidas manos monedas de oro y plata. Uno por uno, fue mandando retirarse a sus obsequiosos e innumerables sirvientes, quienes desde entonces no tenían nada más que hacer, sino dormitar en sus puestos. Y no permitía que nadie le hiciese nada que pudiera hacer ella misma, dándose en cuerpo y alma al trabajo. Todo el día, mientras el sol lucía en el cielo, encontraban activo empleo sus bellos dedos. Y volvieron las rosas a sus mejillas, la salud a su alma y los cantos y las risas a sus labios, y otra vez pudo dar a su amor su corazón rebosante de ternura inefable.

Perfectamente curada ya, volvió a ver a la hechicera y la devolvió sus diez haditas, que para ella habían sido tan maravillosas.

—¡Ay, hija mía!—díjole la anciana—. Se sentirán orgullosas por haberte salvado. Dámelas, sí, porque me son muy necesarias. ¡Si fuera a servir a todos los holgazanes del mundo, necesitaría tantas haditas como estrellas hay en el cielo! Pero guardaré; al menos, estas que tengo, para servir a los que se mueren de aburrimiento, que bien sabe Dios que no son pocos."

Saturnino Calleja


"Todo por la ilustración de los niños."

Saturnino Calleja


"...y fueron felices y comieron perdices, y a mí no me dieron porque no quisieron."

Saturnino Calleja
Frase de su invención con la que terminan innumerables cuentos de habla hispana












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