"No quiero, para ser rey de otras tierras, adornarme con el asesinato. He visto surgir sobre Istahn la misma mañana que ha alegrado también a Alatta, y he oído descender la Paz entre las flores. No llevaré el dolor a los hogares para gobernar sobre un país de viudas y huérfanos. Pero os conduciré contra el jurado enemigo de Alatta que echará abajo las torres de Zoon, y que ha osado derribar ya a nuestros dioses. Es el enemigo de Zindara, de Istahn, y de Yan, país de numerosas ciudadelas. Hebith y Ebnon no pueden resistirle, y Karida, rodeada de inhóspitas montañas, no está segura frente a él. Es un enemigo más poderoso que Zeenar, cuyas fronteras son más fuertes que el Eidis; acecha con malicia todos los pueblos de la tierra, se burla de sus dioses, y codicia todas sus ciudades. Por tanto, iremos a conquistar al Tiempo, y a salvar a los dioses de Alatta de sus garras; y al volver victoriosos, descubriremos que la Muerte se ha ido, y que han desaparecido la edad y las enfermedades; y viviremos aquí eternamente, bajo los dorados aleros de Zoon, mientras las abejas bordonean entre tejados incólumes y torres jamás melladas. No habrá ruina ni olvido, agonía ni dolor, cuando hayamos librado del Tiempo despiadado a los pueblos y campos deleitables de la tierra.
Y los ejércitos juraron seguir al rey para salvar al mundo y a los dioses.
Así, pues, al día siguiente se puso en marcha el rey con sus tres ejércitos, y cruzó muchos ríos y atravesó muchas tierras; y por donde pasaban, preguntaban acerca del Tiempo.
Y el primer día encontraron a una mujer con el rostro surcado de arrugas, la cual les contó que había sido hermosa, y que el Tiempo le había marcado la cara con sus cinco uñas.
Muchos ancianos vieron a su paso, en su marcha en busca del Tiempo. Todos le habían visto, pero ninguno pudo decirles más salvo algunos que decían que había tomado el camino hacia allá; y señalaban una torre ruinosa o un árbol viejo y destrozado.
Y día tras día y mes tras mes, el rey avanzaba con sus ejércitos, esperando tener finalmente al Tiempo ante sí. Unas veces acampaban de noche cerca de palacios de hermosa arquitectura o junto a floridos jardines, con la esperanza de sorprender a su enemigo cuando llegase dispuesto a profanar esos lugares al amparo de la oscuridad. Otras, cruzaban telarañas, cadenas herrumbrosas, y casas de techumbres hundidas o paredes desmoronadas. Entonces los ejércitos aceleraban el paso, pensando que estaban sobre la pista del Tiempo.
A medida que pasaban las semanas y se convertían en meses, y les llegaban nuevas y rumores sobre el Tiempo sin cesar, aunque no lograban dar con él, los ejércitos se iban cansando de su larga marcha; pero el rey les hacía seguir, y no consentía que nadie volviese la espalda, diciendo siempre que ya tenían cerca al enemigo.
Mes sí, mes no, el rey hacía avanzar a sus ahora desganados ejércitos; hasta que finalmente, faltando poco para cumplirse el año desde que iniciaran la empresa, llegaron al remoto pueblecito de Astarma, en el norte. Allí, muchos soldados del rey, cansados, desertaron de sus ejércitos, se asentaron en Astarma y se casaron con muchachas astarmesas. Por estos soldados podemos establecer claramente la fecha en que los ejércitos llegaron a Astarma, casi al año de haber emprendido la expedición. Y partieron los ejércitos de ese pueblo, y los niños los vitorearon al desfilar por la calle. Y cinco millas más adelante, cruzaron una cordillera y se perdieron de vista. Es menos conocido el otro lado de esa cadena montañosa; pero se ha logrado reconstruir el resto de esta crónica por las historias que los veteranos de los ejércitos del rey solían contar de noche junto al fuego, en Zoon, y que más tarde recordaban los hombres de Zeenar.
Hoy es creencia general que los ejércitos del rey que rebasaron Astarma llegaron por fin (no se sabe al cabo de cuánto tiempo) a la cresta de una pendiente donde la tierra entera descendía en forma de un plano verdeante hacia el norte. Abajo se extendían verdes campos, y más allá gemía el mar sin que la vista alcanzase a descubrir costa ni isla ninguna.
En medio de los verdes campos había una aldea; y hacia ella se volvieron los ojos del rey y de sus ejércitos mientras descendían la cuesta. La veían abajo, delante de ellos, grave, consumida por la antigüedad, con vetustas techumbres, manchadas y combadas por el paso de los años, y torcidas chimeneas. Sus tejas eran de antiguas losas cubiertas de espeso musgo, y las ventanas, de innumerables y extraños cristalitos, asomaban a jardines de singular trazado invadidos de maleza. Las puertas, oscilando sobre goznes herrumbrosos, eran de tablas de roble inmemorial con negros nudos vacíos. Los flotantes molinillos chocaban contra las casas, y todo lo cubría la yedra o lo invadía la maleza. De las torcidas chimeneas se elevaban altas y rectas las azulencas hebras de humo, y la yerba asomaba entre el grueso empedrado de la calle desierta. Entre los jardines y la calle se alzaban los setos de vigoroso espino, por encima de la altura de un jinete, y por ellos trepaba la enredadera y se asomaba a los jardines desde arriba. Delante de cada casa se abría un vacío en el seto, en el que gemía una cancela de madera gastada por la lluvia y los años, y verde como el musgo. Sobre todo ello, se cernía la edad y el completo silencio de las cosas pasadas y olvidadas. El rey y sus ejércitos contemplaron largamente estos restos que los años habían arrojado de la antigüedad. Entonces detuvo el rey a sus hombres en lo alto de la ladera, y bajó al pueblo acompañado sólo por uno de sus capitanes."

Edward Dunsany
En el país del tiempo


"Pero el capitán escanció para mí en un pequeño vaso de cierto vino dorado y denso de un jarrillo que guardaba aparte entre sus cosas sagradas. Era espeso y dulce, casi tanto como la miel, pero había en su corazón un poderoso y ardiente fuego que dominaba las almas de los hombres. Estaba hecho, me dijo el capitán, con gran sutileza por el arte secreto de una familia compuesta de seis que habitaban una choza en las montañas de Hian Min. Hallándose una vez en aquellas montañas, dijo, siguió el rastro de un oso y topó de repente con uno de aquella familia, que había cazado al mismo oso; y estaba al final de una estrecha senda rodeada de precipicios, y su lanza estaba hiriendo al oso, pero la herida no era fatal y él no tenía otra arma. El oso avanzaba hacia el hombre, muy despacio, porque la herida le atormentaba; sin embargo, estaba ya muy cerca de él. No quiso el capitán revelar lo que hizo; mas todos los años, tan pronto como se endurecen las nieves y se puede caminar por el Hian Min, aquel hombre baja al mercado de las llanuras y deja siempre para el capitán, en la puerta de la hermosa Belzoond, una vasija del inapreciable vino secreto.
Cuando paladeaba el vino y hablaba el capitán, recordé las grandes y nobles cosas que me había propuesto realizar tiempo hacía, y mi alma pareció cobrar más fuerza en mi interior y dominar toda la corriente del Yann.
Puede que entonces me durmiera. O, si no me dormí, no recuerdo ahora detalladamente mis ocupaciones de aquella mañana. Al oscurecer me desperté, y como desease ver Perdondaris, antes de partir a la mañana siguiente, y no pude despertar al capitán, desembarqué solo.
Perdondaris era, ciertamente, una poderosa ciudad; una muralla muy elevada y fuerte la circundaba, con galerías para las tropas y aspilleras a todo lo largo de ella, y quince fuertes torres de milla en milla, y placas de cobre puestas a altura que los hombres pudieran leerlas, contando en todas las lenguas de aquellas partes de la tierra —un idioma en cada placa— la historia de cómo una vez atacó un ejército a Perdondaris, y de lo que le aconteció al ejército. Entré luego en Perdondaris, y encontré a toda la gente de baile, todos cubiertos con brillantes sedas, y tocaban el tambang a la vez que bailaban. Porque mientras yo durmiera les había aterrorizado una espantosa tormenta, y los fuegos de la muerte, decían, habían danzado sobre Perdondaris; pero ya el trueno había huido saltando, grande, negro y horrible, decían, sobre los montes lejanos; y se había vuelto a gruñirles de lejos, mostrando sus dientes relampagueantes; y al huir había estallado sobre las cimas, que resonaron como si hubieran sido de bronce. Con frecuencia hacían pausa en sus danzas alegres, e imploraban al Dios que no conocían, diciendo: «¡Oh Dios desconocido! Te damos gracias porque has ordenado al trueno volverse a sus montañas.»
Seguí andando y llegué al mercado, y allí vi, sobre el suelo de mármol, al mercader, profundamente dormido, que respiraba difícilmente, el rostro y las palmas de las manos vueltas al cielo, mientras los esclavos le abanicaban para guardarle de las moscas. Del mercado me encaminé a un templo de plata, y luego a un palacio de ónice; y había muchas maravillas en Perdondaris, y allí me hubiera quedado para verlas; mas al llegar a la otra muralla de la ciudad vi de repente una inmensa puerta de marfil. Me detuve un momento a admirarla, y, acercándome, percibí la espantosa verdad. ¡La puerta estaba tallada de una sola pieza!
Huí precipitadamente y bajé al barco, y en tanto que corría creía oír a lo lejos, en los montes que dejaba a mi espalda, el pisar del espantoso animal que había segregado aquella masa de marfil, el cual, tal vez entonces buscaba su otro colmillo. Cuando me vi en el barco me consideré salvo, pero oculté a los marineros cuanto había visto.
El capitán salía entonces poco a poco de su sueño. Ya la noche venía rodando del Este y del Norte, y sólo los pináculos de las torres de Perdondaris se encendían al sol poniente. Me acerqué al capitán y le conté tranquilamente las cosas que había visto. Él me preguntó al punto sobre la puerta, en voz baja, para que los marineros no pudieran saberlo; y yo le dije que su peso era tan enorme que no podía haber sido acarreada de lejos, y el capitán sabía que hacía un año no estaba allí. Estuvimos de acuerdo en que aquel animal no podía haber sido muerto por asalto de ningún hombre, y que la puerta tenía que ser de un colmillo caído, y caído allí cerca y recientemente. Entonces resolvió que mejor era huir al instante; mandó zarpar, y los marineros se fueron a las velas, otros levaron el ancla, y justo en el instante en que el más alto pináculo de mármol perdía el último rayo de sol, dejamos Perdondaris, la famosa ciudad. Cayó la noche y envolvió a Perdondaris y la ocultó a nuestros ojos, los cuales no habrán de verla nunca más; porque yo he oído después que algo maravilloso y repentino había hecho naufragar a Perdondaris en un solo día, con sus torres y sus murallas y su gente."

Edward Dunsany
El país del Yann


"Thangobrind lubricó su cuerpo y salió de su tienda, y recorrió en secreto apartados caminos y llegó tan lejos como Snarp, antes de que alguien supiera que había salido por negocios o echara de menos su espada de su lugar debajo del mostrador. Por eso únicamente se ponía en marcha de noche, ocultándose de día y dedicándose a sacar brillo al filo de su espada, a la que llamaba Ratón porque era veloz y ágil. El joyero utilizaba sutiles métodos para viajar; nadie le vio nunca atravesar los llanos de Zid; nadie le vio llegar a Munrsk o Tlun. ¡Cómo adoraba las sombras! Una vez la luna, asomando de improviso después de una tempestad, había traicionado a un joyero corriente; a Thangobrind no le ocurrió lo mismo: los vigilantes únicamente vieron una figura agachada que gruñía y reía.
-No es más que una hiena-, dijeron."

Edward Dunsany
En los confines del mundo


"Un hombre es una cosa muy pequeña, y la noche es muy larga y llena de portentos."

Edward John Moreton Drax Plunkett, XVIII Barón de Dunsany

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