Las hojas otoñales

Cuando fue tiempo de embalsamarla,
me rehusé a entrar en el salón de los escalpelos.
¿Qué más hay que cortar con precisión 
que vacíe al cuerpo aun más allá de la muerte? 
¿Qué mueve a las manos hacia el terreno del arte
para drenar la sangre, infundir nuevo rostro a la forma,
y dar tono a la piel para una vista final?
Al caer el sol, salió ella en vestido floral,
no escogido por mí sino que fui incapaz de doblarlo y guardar
mientras moría, en intervalos de aguijones y drogas 
para detener el reflujo, aun cuando maldecía
como solía hacerlo, con toda la rabia que podía determinar
la determinación que había tomado yo, la que presté a sus batallas
y reclamé al verla marchitarse
para reconfortar a los vivos. Ese cuerpo
gradualmente ictérico abracé 
en estupor de ambas –en su fracaso
y en mi rendición, cuya tibieza menguó
con la canción que cantaba en el fallido recuento
de una tarde en su juventud–de un hombre, no mi padre,
que saltó a su vida e hizo vacilar su corazón
respecto a un futuro que al final me engendró

Las hojas otoñales vagan por mi ventana
Las hojas otoñales de oro y escarlata

La voz no conocida por cantar
en la cadencia de estaciones no invitadas

Veo tus labios que el verano besa

En sus más gruesos labios y mejillas había demasiado color,
lejos de la elegancia que se empleó en perfeccionar,
la belleza cantaba para animarnos a través de las décadas
del padre único que conocí solearse
en el ritmo tanto como en la gracia
de esta mujer, embalsamada para el adiós,
llenándome con la canción de

Las bronceadas manos que yo solía sostener

Dinah Roma


Lo agonal

Como en un manual, morir procede
en fría lógica. Cuando dispara
su aguda manera, el cuerpo simplemente se deshilacha
hacia algún fin mientras la muerte opta
por dónde comenzar: el corazón, cerebro, los pulmones,
cada uno presagiado por una sinfonía de causa.
Las partes fallan, en agonía, cesan
a favor de un descargo
de ligereza.

Desde el dolor más punzante, liberarse
es preciso. La gravedad ralentiza la sangre
para un retorno a los elementos –
los que se debilitan exhalan por la vida, las austeras
palabras. El aliento, que en su retirada,
aflige la carne en su pasaje
hacia la flora del sueño.

Nada es arbitrario.
La muerte tiene sus propias prioridades.

Así entiendan cómo Martha, en su pena,
reta a Jesús respecto a la muerte de su hermano –
Si hubieras estado aquí, él no habría muerto.
La bondad desafía la pérdida pactada.
Creed, y ella de mortal alcance
fracasa entre el misterio mayor
que es de la carne.

Pues ¿quién era él para preservar
al mendigo agonizante de morir?

Por tres días, el alma de Lázaro se suspendió, 
al cuarto el hedor de la plaga comenzó.
Pues la muerte es cierta y llorar
es su sonido.

He ahí que cuando él recoge la brillante vara 
rompiendo la olorosa oscuridad, y se alza y arrastra
hasta la boca de la cueva, los sudarios desplegándose
en un elogio de la luz, en el umbral
donde es visto, y vive, siente
horror en su maravilla.

¿Desde qué se ha levantado
para que otro hombre vuelva a caer?
La historia termina en el margen
De nuestros restos. En su finito ser
y divino, un hombre abandona a otro
en sufrimiento. En su finito ser
y divino, el hombre se atormenta
ante cómo nada desbarata la muerte.

Este es el milagro.

Dinah Roma


Los cuatro primeros

(En memoria de las víctimas de Haiyan, 8 de noviembre, 2013)

I.
Solo puede ser de espera. Esta hora, marcada contra el resto de las
horas de imaginar el fin. A través de la costa escarpada vendrá, del
océano abierto, desde su superficie donde se alza toda destrucción. Donde conspiran el vapor del calor y las nubes. Desde allí donde los orígenes dejan ver una renovación. Serían arrasados por lo que es familiar y extraño. Perdidos en las mareas de palabras con las que la tierra gobierna aquello que puede asesinar.
Acurrucarse en una esquina, encomendarse a la muerte, susurrar el deseo de no morir, no en esta hora, no mientras los vientos baten el
corazón. No cuando los labios están aún secos y podrían balbucear de miedo. 
Los tejados se sueltan. El agarre se tensa. Afuera oscurece, así todos
serán puestos a prueba.

II.

Así todos serán puestos a prueba. No por sus pies en su premura por
el rescate ni por sus brazos ofrendados al mar. Sino por aquello que es llamado hogar. Lo que ampara y cubre. Lo que sigue perdiendo aquello que concede para sobrevivir. Árboles desgarrados, miembros sorprendidos en muerte, sol apagándose en la calma del ojo. La tierra desnuda su renovado barbecho y engendra con abundancia lo que perece. Pero primero lo que nos despierta ante el alba. No hay aquí crueldad, en la quietud tras la tormenta, entre los muertos que quedan 
a secarse, examinados en busca de marcas, de ropas llevadas la noche cuando todo fue puesto al desnudo. Solo lo que sobrevive y se mueve.

III.

Solo lo que sobrevive y se mueve. No son vistos como cuerpos. No 
son vistos. Desperdigados por los caminos, no son vistos. Han venido
de todas partes. Han venido de ninguna parte. Son los enmudecidos
testimonios para los vivos. Para que les caminen por encima, para que les recen, 
para que los bendigan. Flechas hacia el próximo paso, el escape. Ningún puente tan largo como el ancho de sus miembros. Nos cargaremos a nosotros mismos, lo que sabemos de
la carne, por ellos, a través de ellos, testigos de la tierra en putrefacción, aquello
que sucumbe a la instancia. El sol brillará sobre ellos mientras
todo lo demás empieza a moverse. Alejarse del caos, del detrito. De vuelta a 
la vida. Sin embargo permanecerán, incluso sepultados, tarjados. En sí mismos permanecerán. En gestos que por siempre nos enseñan que somos tanto de los muertos como de los que mueren.


IV.

Somos tanto de los muertos como de los que mueren. ¿Qué hay de los desaparecidos? Los que atormentan. Rostros para siempre sumergidos en agua. Cuerda que no es cortada sino que nos hala de regreso al mar, adonde podrían haber ido. Hacia otra costa, aldea, isla, otra oportunidad de vivir. ¿Qué impulso del corazón puede cerner a los muertos de los desaparecidos? Por tres días, una madre
yació con sus hijos. Sin querer perderlos de vista. Una de sus niñas 
está desaparecida. Ella cocina, lava la ropa, las pone a secar al 
sol. Así era la vida para ellos. Antes de esto. Persiste, como
debe ser, junto al pensamiento de que la niña aparecerá. De entre los muchos miles, desaparecidos. El mar está en calma. Olvidado. Las tumbas son cavadas más hondo, cada día. 
El sol es más feroz. Las negras bolsas son retiradas de las calles. Negras bolsas en las que los cuerpos son sellados. Las calles están más limpias. Pues la vida no puede esperar tanto por los muertos. La descomposición afirma a los vivos. 
Cada día se levantan andamios. Las paredes pronto serán casas. Ella 
luchará por aquellos que sobrevivieron el contrato con este mundo. ¿Pero su pequeña? El pensamiento abruma la vida en ella. La hará
mirar al mar cada día, le recordará que las aguas mucho permanecen
aún alrededor de ellos, tal como la primera hora cuando las olas y el viento llegaron para todos, desecando su razón, empujándolos al borde
de la plegaria, contra el viento y el agua, que sobreviven, contra viento y
agua, contra cuerpos de viento y agua.

Dinah Roma


Reminiscencias de Rumi

1. Danza de la Luz del Día 

Si fuera el deseo el que hace girar los planetas
en sus ejes, amado, he ensanchado
el anillo de las galaxias. Si fuera la bahía
la que separa las aguas, he traído
los océanos hasta su borde.
Si las alas de los pájaros fueran profetas
en los cielos, he volado expandida
en sus encantos.

Pues no hay nada
que me gustaría salvo decir–

Ven a mí. Ven a mí místico. 
Revélame más allá de mi propia fraseología.
Atiende las zarzas ardientes en mis palabras.

Pues ante ti, amado, soy
río veloz en tus miembros
el rubí entre las piedras
el eco en la cima del monte
la raíz a la hoja que cae.

Seré la brasa ante el sol.
Así que abrázame esta noche mientras giro
derviche alrededor de tu corazón.

Dinah Roma


Una suerte de recordatorio

La neurociencia insiste en que descansa
frágil en la región del arco blanco
donde un racimo de músculos
se flexionan en oscura gracia de memoria
hasta que los rostros se vuelven a fundir con sus nombres
en sílabas y silueta.

Un tiempo preciso cura
la herida hacia otra presencia–
El fantasma de un miembro. La mente
atormentando la carne como cuando el brazo
busca lo que una vez estuvo allí,
o de lo que puede recordar
de sí atrapado ahora
por la ausencia.

Esta fría ciencia tienta
el alcance del cerebro para mandar
allí donde pensamiento y gesto colisionan
cual rastro de tendones hacia claves sepultas
tras senderos neurales, aquellos en que olvidamos
confiar en los fallos cotidianos
de nuestra desatención

Luego descubre
dónde conspiran espacio y vacío
en lo resultante del amor o la pérdida

o cuando alguien simplemente se va,
y despertamos a otro lugar
que también nos habita.

Dinah Roma






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