"Amo a las mujeres, pero nunca las perdonaré por amar a los hombres."

Abraham Albert Cohen


“Así es el amor en sus inicios. Interesantísimo para quienes se aman y monótono para los demás.”

Albert Cohen
Bella del señor


“El pobre marido no puede mostrarse poético. Imposible hacer teatro veinticuatro horas al día.” 

Albert Cohen
Bella del señor


“Inútil, les gusta ser malvados. La maldición de los colmillos. Desde hace dos mil años, odios, maledicencias, intrigas, guerras.” 

Albert Cohen
Bella del señor


“La vejez es una defunción en pequeños trozos.”

Albert Cohen



"Nos gusta ser lo que no somos."

Albert Cohen



"Oh jóvenes de greñas desmelenadas y dientes perfectos, gozad en la orilla en donde siempre se ama por siempre jamás, en donde jamás se ama siempre, orilla donde los amantes ríen o son inmortales, elegidos en una entusiasta cuádriga, embriagaos mientras sea tiempo y sed dichosos como lo fueron Ariane y Solal, mas compadeceos de los viejos, de los viejos que pronto seréis, nariz goteante y manos temblorosas, manos surcadas de gruesas venas endurecidas, manos con manchas marrones, triste marrón de las hojas secas."

Albert Cohen
Bella del señor


“Todos los hombres son lastimosos, incluidos los seductores cuando están solos y no actúan ante una idiota embobada.” 

Albert Cohen
Bella del señor


"Un mendigo ciego, rodeado de una nube de moscas verdes y doradas, ebrias de sol, pedía limosna a los misericordiosos, la mano extendida e inmóvil. Dos banqueros se peleaban desgranando cuentas de ámbar. Unos amigos de grandes ojos aterciopelados se interpelaban, se saludaban, intercambiaban noticias sobre sus respectivos comercios y familias. Unos vehementes gesticulaban y discutían. Unos curiosos regateaban por puro placer y se marchaban sin comprar nada. Un vendedor ambulante, acuclillado, asaba ubres de vaca. Un barbero tañía monótonamente una mandolina en el fondo de su oscuro local, vibrante de moscas y almizcle. Un griego borracho entonaba una melancólica canción campesina, insultaba a los judíos y a su Dios y reanudaba su canto con voz transida de amor.
Sentada contra la pared de la escuela de Talmud, donde unas voces infantiles farfullaban hebreo, una vieja con fama de bruja reavivaba las brasas de su infiernillo. Un pescadero espantaba las moscas de sus salmonetes asados, espolvoreados con ajo e hinojo. Un cabrero arrodillado ordeñaba su cabra, arrancándole largos y humeantes chorros. Dos adolescentes cogidos del dedo meñique comían pipas de calabaza. Un grupillo de políticos conversaban en la pequeña farmacia que olía a alcanfor. Sentados bajo un emparrado, unos ricos barrigudos saboreaban delicadamente con dos dedos pastelillos de aceite y de miel que les hinchaban y lustraban los carrillos, endulzándoselos distinguidamente; luego bebían grandes vasos de agua, se limpiaban los dedos con sus pañuelos, se dirigían amplias sonrisas y fustigaban las moscas con sus látigos acabados en cola de caballo. Unos talmudistas encorvados comentaban un versículo, el mayor de ellos con voz aguda, mientras el más joven asentía por cortesía y, arremangándose, aguardaba el instante de su victoria dialéctica. En medio de la luz cegadora, un pañero empujaba su carretilla, en eterno movimiento. Unos gatos sarnosos se escabullían.
Antes de azuzar al caballo, el cochero del gran rabino cogía las riendas, cerraba los ojos de goce, se echaba hacia atrás, exhalaba la orden. Adelante, hijo de la yegua, decía. La vieja del infiernillo sonreía a sus desdichas o a los trozos de cordero que se asaban en las brasas. Una joven criada sepultaba su sonrisa en una granada. Unos chiquillos, cuyas camisas asomaban por los traseros de los pantalones rajados, seguían a un vendedor de escarabajos que volaban en círculo, atados a un hilo. Unas moscas apagaban su sed en los ojos del mendigo ciego, y en su mejilla unos mosquitos tanteaban, precavidos, se equivocaban, vacilaban en un concierto de finos trompeteos. Una adolescente majaba en un mortero en el umbral de su puerta. Ante la mirada fascinada y severa del cliente, un menudo limpiabotas se afanaba con los botines de color azafrán, añadía betún, tornaba a dar brillo y pulía aún más la faena; luego se rascaba la barriga y admiraba su deslumbrante obra."

Albert Cohen
Los esforzados


"Unos periodistas se lanzaban insultos que no se tomaban en serio. «No, muchacho, no les des información, que ése pertenece a la banda de los embaucadores». Un representante de la agencia Havas formulaba preguntas al ministro de Asuntos Exteriores de Rumania, que contestaba con voz ronca de colegial furioso, neurasténico y tuberculoso. Lord Galloway saludaba tranquilamente a altos personajes humildes porque necesitaban libras esterlinas. Sabedor de que lo espiaban cincuenta periodistas, adoptaba un aire anodino.
Jean-Louis Duhesme, de la Academia francesa, con abrigo de confección y cuello postizo de celuloide, proclamaba a todo bicho viviente que aquello era inadmisible. El anciano Léon Bourgeois, primer delegado de Francia —cándida chaqueta, defecto de pronunciación de abuelito muy dulce—, se afianzó la nariz que parecía postiza, se despidió de aquellos caballeros y se fue hacia su taxi, el más pequeño, el más estrecho, el más viejo de Ginebra. Unos periodistas americanos bien calzados y con gafas de concha interrogaban, moscas competentes del coche internacional, a la delegada de Noruega, limpia y congestionada, con unos quevedos universitarios prendidos en la blusa. Los guardias con bicornio, mostachudos Napoleones de la República de Ginebra, apoyados los gruesos dedos endomingados de blanco en el cinturón, contemplaban con receloso respeto a todos aquellos extranjeros distinguidos.
Una china de púdica sonrisa se miraba los piececitos. Unas secretarias inglesas pasaban raudas con sus medias lujosas y acabaladas y sus narices quemadas por el sol, dejando tras ellas fragancias de manzanos en flor. Unos jóvenes agregados risueños, universitarios, políglotas, competentes, afeitados y sedosos bromeaban con la atrevida torpeza de muchachos que no han terminado aún de crecer ni de abrirse camino. La delegada balcánica iba y venía, ajustándose los lentes de concha, poniendo majestuosos y decididos mofletes o pegando la corta mano a su anca de cantinera. Pechos arrasadores, iba y venía, apasionada por la cooperación internacional, dejando una estela de chipre tras la imponente grupa. El delegado de un país desdeñable merodeaba solitario prodigando tristes lisonjas, a la espera de que el primer delegado de Turquía terminara de conversar con un maharajá de sanguinolentos ojos bajo el turbante dorado y que sujetaba un paraguas en su mano ahumada. Lord Galloway se paseaba solo esgrimiendo tics de soñador. Saboreaba las delicias de tal esparcimiento. Advirtiendo que unos delegados tomaban carrerilla para abordarle, sacó un diminuto carné y, para desalentarlos, fingió escribir con aire absorto. En realidad, pensaba en el golf del día siguiente y en el grato paseo que daría luego a orillas del lago, sólo con su desprecio por la política y su amor por la metafísica. El primer delegado francés, a quien acababa de traer su vetusto taxi, se precipitó afectuosamente para echar una parrafadita. Aquellos dos excelentes ancianos, llegados a la cima de su carrera, se profesaban mutua estima y no prestaban gran atención al colegio de niñitos japoneses, todos ellos comendadores de la Legión de Honor, que se inclinaban con excesiva cortesía. Unos empleados de la compañía Marconi circulaban con una gran M en el ojal. El secretario general se rascaba delicadamente la frente con un rictus de boca para comprender mejor lo que le decía su jefe de despacho. Refulgían monóculos, agendas Hermès eran consultadas para concertar citas. Sir John repartía equitativamente sus altivas efusiones. El vizconde Ishii hablaba con acento marsellés a un periodista americano que tenía las mangas de seda limpias pero arrugadas, las uñas cuidadas pero sucias, y que realizaba tan concienzudamente sus deberes diurnos como sus juergas nocturnas. Dé la astuta y vegetariana barba del director de la Oficina Internacional de Trabajo, en la que la ágil lengua punteaba rojos destellos, brotaban con asombrosa rapidez y buen orden frases bien construidas y cordiales. Sus gafas chispeaban de inteligente malicia. El representante de un comité judío deambulaba como quien no quiere la cosa, meditando mendigar luego un informe que comentaría al día siguiente con aires neronianos ante sus admiradores explicándoles que Lord Galloway le había dicho: «Léase esto en casa, estoy seguro de que le interesará». Lord Robert Cecil se paseaba con Solal cogido del brazo. Un arenque ahumado con chaqué leía a algunos íntimos un informe sin explicar, por supuesto, que había sido confeccionado por su secretario. Leía mal, se embarullaba. Pasó a discutirse el informe. Los comentarios eran contradictorios pero cada vez el arenque decía: «Eso es, exactamente». Apuro. Lo único que entendían todos era que no entendían, a excepción de Cecil y de Solal, que entendían y fingían no entender. Los demás, que no entendían, fingían entender."

Albert Cohen
Comeclavos









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