El león 

Como no quiso nunca, por ser ella cristiana,
encender el incienso ni ofrendar holocaustos
a esos dioses vacíos de madera y arcilla,
dictaminó el Pretor que a las fieras la echasen.
Y al ser joven y virgen, y sonrojarse toda
cuando el juez la miraba con sus ojos lascivos,
una cláusula más del edicto fijó
que el suplicio le dieran totalmente desnuda. 

Desnuda entró en el circo, velada solamente
por sus castos cabellos.

Y surgió del cubil
famélico y rugiendo de placer un león,
que en dos saltos nerviosos vino a oler a su presa.
La plebe la miraba con misteriosos celos
toda blanca temblar junto a las fauces rojas,
y le hacía las muecas del beso y el mordisco
cada vez más sedienta de una horrible lujuria.
Y ella más se ocultaba tras su larga melena. 

Mientras tanto el león de asesinos impulsos
abría ya su hocico de dientes carniceros. 

“León”, dijo la virgen.

Y el león, mansamente,
se echó sobre la arena con un silencio dulce.
Ella estaba desnuda y él cerraba los ojos…

Catulle Mendès



El niño y la estrella

Un astro brilla en el azul del cielo
Y en el agua dormida se refleja
Un hombre que pasaba
Dijo al niño poeta:
“Tú, que sueñas con rosas en las manos
Y con el alma al ideal abierta
Cantando vas tus ilusiones, dime:
Entre tú y yo ¿Cuál es la diferencia=”
“Esta” responde el niño
“Levanta la cabeza:
¿Ves la estrella que brilla solitaria
En el azul?”
-La veo
-Ahora cierra
Los ojos y responde:
¿Con los ojos cerrados sigues viéndola?”
-“No, dijo el hombre. No la veo”.
Entonces,
Como el que absorto sueña
Yo sigo viendo en el azul la estrella

Catulle Mendès


El poeta se acuerda de la primera boca que besó

Una rosa del mes de abril
bajo la estrella que la guarda,
con picardía o por descuido
me despertó el primer deseo. 

Fue tu boca de escarcha rosa
para tu paje, Hildegarde,
una rosa del mes de abril
bajo la estrella que la guarda. 

Y desde entonces he pasado
duelos, peligros, mil angustias,
pero qué importa si conservo
fresca en mi viejo corazón
una rosa del mes de abril.

Catulle Mendès



La tristeza de las sirenas

Un día que pasaba a orillas del mar, oí el lamento de unas Sirenas bajo la soledad azul y completamente melancólica de la luna.

—¡Oh, qué desgracia! ¡Qué desgracia! Se acabaron los tiempos en los que los bellos muchachos de la tierra, hechizados por nuestras llamadas, prendados de nuestras blancuras entrevistas bajo el misterio diáfano del agua, nos seguían a las profundidades y morían por nuestros besos sobre un lecho flotante de algas. Vanas resultan ya nuestras audacias cerca de las orillas, nuestros cantos en el crepúsculo, nuestros brazos levantados; nadie nos escucha o no se detiene; ¡y nuestros suspiros se confunden hasta el amanecer con el lamento vago de las olas!

Como yo escuchaba atentamente, pude distinguir entre las voces una más triste que decía:

—Todas las noches, allá, entre dos rocas, se ilumina una ventana, y veo, a través de la sombra y las cortinas, una forma acodada, con la cabeza hacia unos libros. Renace en mí la esperanza, me deslizo entre las olas, me aproximo a la claridad ascendiendo por la arena, desgarrando con los guijarros mis costados y mis senos. ¡Escúchame, trabajador solitario, que consumes en estériles esfuerzos la hora nocturna de los besos! No hay realidad humana que valga la quimera de mi amor.

»¡Abandona los decepcionantes libros! ¡Desprecia la vana ciencia! Es en mis ojos glaucos dónde podrás leer el más dulce de los secretos; mi boca te revelará el misterio de la alegría. ¡Oh, ven! te enseñaré las languideces en la que duerme el pensamiento amargo. Pero aquél al que llamo permanece inmóvil, acodado en su mesa, y desdeñoso, no toma en consideración mi suplicante ternura, como si se tratase de los gemidos de las rachas de viento, o como los golpes de alas contra el cristal de una gaviota deslumbrada.

La voz se calló. Otra se elevó, más triste todavía, diciendo:

—En una noche de verano, vi en la proa de un navío a un hombre que se inclinaba, mirando temblar el cielo en el mar. Como era muy joven y tenía mucha dulzura en los ojos, creí que su corazón no sería cruel, y, dándome la vuelta, cruzando detrás de mi cuello mis brazos, le mostré mi encantador vientre luminoso, mientras le hablaba entre los ruidos susurrantes de la espuma y el agua. ¡Contémplame, tú que sueñas! ¿No soy más hermosa que tus pensamientos? ¿Acaso prefieres un astro del cielo a la doble estrella rosada que se ilumina en la blancura de mi pecho?, ¿y qué cielo reflejado en el mar vale el infinito de mis verdes pupilas?

»En los países lejanos a dónde te lleva tu navío no hay frutas tan sabrosas como mis labios al ser besados; ninguna siesta es tan dulce, ni en los bosques soleados, ni entre los calurosos perfumes y trinos de los nidos, que el sueño bajo mis cabellos, que el rumor de mis risillas y mis susurros. ¡Oh! ¡ven, tú que te exilias en un exilio más encantador que todas las patrias, en el mundo ignoto de inefables delicias! Pero aquél al que yo llamaba no interrumpió su sueño; seguía inclinado en la proa del navío, teniendo ante él la inmensidad y detrás los fardos de mercancías dispuestos sobre el puente. Y entonces me percaté de que no miraba temblar el cielo en el mar, sino que contaba, a la luz de las estrellas, monedas de oro en una bolsa abierta.

Otra voz se hizo escuchar entre los desolados silencios de la luna.

—Lleno de un ruido de multitudes y tintineo de armas entrechocar, una nave más grande que todas las naves atravesaba el tumultuoso mar; la claridad del amanecer, entre los sonidos del cobre se desplegaba sobre los cascos y los sables en mil destellos de acero; y nosotras, semejantes a un vuelo de gaviotas, haciendo emerger nuestros brazos donde la espuma parecía convertirlos en alas, envolvimos la nave en marcha con nuestros juegos y nuestras risas que sonaban alegremente en el estrépito de las olas.

»¡Ah! ¡Qué locos! ¿A dónde iban? ¿Hacia la batalla? ¿Hacia el odioso tránsito? ¡Cómo! ¿Por esas vanas quimeras que los hombres llaman honor, gloria, patria, cuantos jóvenes corazones dejarían de luchar, y cuántas bocas no conocerían otro beso que el de la pálida muerte? ¿Es que no hay lechos más agradables que los campos de masacres, empapados de fango y sangre? ¡Pero nos creeréis, jóvenes hombres! Lejos de las guerras, las fatigas y los estériles triunfos, vendréis con nosotras, con nosotras tan rubias y cariñosas; preferiréis al rudo cuerpo a cuerpo las caricias de nuestra desnudez desarmada. ¡Oh, venid! ¡Somos la belleza, el amor, el goce. ¡Oh, matarifes, nosotras somos la vida! ¿Acaso la sangre de nuestros labios no es más bella que la sangre de las heridas?

»Si anheláis combates, aceptar este dónde la victoria es segura, y tan deliciosa. ¡Triunfad sobre nosotras, guerreros! No hay botín más valioso que nuestros senos desnudos, nuestros brazos abiertos, y después de nuestras felices derrotas, besos con los que, prisioneras, pagaremos nuestro rescate! Pero los hombres armados nos desdeñaban, nos rechazaban con un gesto de desprecio. Como yo me había aferrado al borde del navío, sentí en mi brazo levantado por un agarrón, la fría mordedura de una lama de acero, y volví a caer en las olas donde la espuma se volvió roja.

Habiendo escuchado todo esto, dije a las tristes Sirenas:

—¡No esperéis que os compadezca, peligrosas tentadoras! Los hombres se han vuelto serios y están asiduamente ocupados con sus deberes o sus negocios, por lo que se aparten de vosotras con razón; no desconocen que tenéis con que turbar las almas más decididas, con que romper los más útiles propósitos; ni el sabio, ni el comerciante, ni el soldado, nadie, si os escuchase, seguiría su camino. Nosotros también sabemos, sabemos sobre todo que breve es la embriaguez que vosotras nos prometéis. ¡Oh mentirosas crueles! la muerte es la consecuencia de vuestros besos.

Las Sirenas respondieron:

—¡Es cierto que somos temibles! Nuestro juego más querido consiste en debilitar con nuestras caricias el orgullo viril de las energías. Es cierto que somos pérfidas! nuestros amantes mueren en nuestro primer abrazo. ¿Pero que raza loca y despreciable sois vosotros, hombres de hoy en día, que preferís al goce la imbécil vanidad de las tareas humanas, y juzgáis que no vale la pena morir por un beso?

Catulle Mendès


Los pies descalzos 

Sin medias, sin cuero ni suelas (¡que viva mi amada!) y sin almadreñas, voy caminando desde la aurora (¡vagabundo, camina, hace un día precioso!) sobre la tierra seca del monte, sobre la tierra seca del trigo…

¡La tierra adora los pies descalzos! 

Y con los encajes (¡que viva mi amada!) a su alrededor, sobre tapices de dulce lana (¡vagabundo, camina, hace un día radiante!) los príncipes andan a pasos menudos con sus babuchas de punta curva…

¡La tierra adora los pies descalzos! 

Aquella que es fiel (¡que viva mi amada!) y nunca me miente, llenos de barro, llenos de polvo (¡vagabundo, camina, ve a juntarte con ella!) enseña sus pies que muerde la hierba, que muerde la zarza por los andurriales…

¡La tierra adora los pies descalzos! 

Cual tórtolas blancas (¡que viva mi amada!), cual blancas palomas, la reina enjaula sus blancos pies (¡vagabundo, camina por el aire de abril!) en jaulas de tersos tejidos, de hilo de oro blanco, de hilo de oro rojo…

¡La tierra adora los pies descalzos! 

Las reinas se mueren (¡que viva mi amada!), los reyes han muerto: ¿qué fue de sus zapatos? ¿qué fue de sus chinelas? (vagamundo, camina, y echa luego a dormir). Bajo la tierra no tendréis medias, cuero ni suelas…

¡La tierra adora los pies descalzos!

Catulle Mendès



"¡Soy yo, querida! Hola, mi Stèphana. A lo lejos suenan las doce entre la niebla gris. A esta hora regresas de la iglesia, llevando en la mano tu pañuelo de encajes que conserva un perfume de incienso, y un pequeño misal – a menos que no sea una novela francesa sustraída de la biblioteca de tu tío. ¡Te conozco, querida devota! Pero escucha. Voy a decirte cómo me he convertido en más terrible que Judith o Jael, yo que me conmovía viendo una golondrina con una mosca en su pico.
Tras algunas semanas pasadas en tu compañía en el castillo de tu tío, regresé a M... donde mi madre me reclamaba. Sabes que mi padre había muerto desde hacía tiempo; jamás lo conocí excepto por un gran retrato que lo representa vestido de general y donde sus años de servicio estaban inscritos en números romanos, y tres bonitos escupitajos parecidos a soles artificiales.
En M... hice mi entrada en sociedad, – ¡una entrada triunfal, paloma mía!
¿Recuerdas mis aires impertinentes y mi sonrisita burlona? Hicieron furor. Sobre todo tenía un modo de inclinar la cabeza hacia el hombro izquierdo, cerrando a medias los ojos, que fue declarado irresistible y que me hizo conquistar la estima general. Tenía todo el aspecto de una auténtica jovencita rusa o de una muñeca fabricada en París, – lo que es absolutamente lo mismo.
Además, yo era una sabihonda.
Como la mayoría de mis amigas había sido educada en una «institución de nobles señoritas»; y tú sabes todas las cosas hermosas que se enseñan en esos sitios. Aprendí francés, un poco de historia, aritmética, alemán, piano, astronomía, botánica, el vals a dos tiempos y el italiano, que es muy útil para comprender lo que cantan los tenores que vienen con nombres acabados en i al país de los nombres acabados en off; incluso sabía un poco de ruso, porque al fin y al cabo hay que hacerse entender bien por los dorovis, aunque tan solo sea para explicarles por qué se les golpea."

Catulle Mendès
La novela roja



"¿Ya le he hablado de la Señora de Portalègre? si hace tiempo fue bonita, hoy está mucho mejor, porque tiene treinta y cinco años. No se envejece más que en provincias; en París la belleza se adquiere; es un arte que hay que aprender, y, muy joven no se aprende nada. Alguien preguntaba a un hombre con mucha experiencia si le gustaba la condesita de C..., recientemente presentada en sociedad: «No, respondió, pero me gustará.» Además los frutos maduros ofrecen una especial ventaja en este tiempo donde la vida transcurre tan aprisa: uno no se molesta en cogerlos, caen por sí mismos. La Señora de Portalègre, por lo que se cuenta, cae con facilidad. Pero si tiene amantes, se ignora generalmente la razón. ¿Recuerda usted la frase que Gavarni pone en boca de una de sus «casquivanas» como se decía entonces? Hela aquí, más o menos: «¡Aquel que me hiciese soñar, podría vanagloriarse de ser un cachondo!» La marquesa de Portalègre, gran dama, tendría el derecho de decir lo mismo, con palabras más elegantes. Tan absolutamente insensible como perfectamente bella, fríamente imperiosa, ella no cede sin duda más que para dominar, no se entrega más que para poseer, a fin de ser «dueña». Pues nadie la ha oído pronunciar una palabra de conmiseración, ni visto llorar una lágrima de emoción. Es la bárbara y serena triunfadora. Si se le sirviese en la cena el corazón de su último amante, ella comería sin disgusto, incluso con placer; y creo que repetiría si estuviese bien sazonado.
Anteayer, el salón donde yo le hacía mi visita para felicitarle el año nuevo, estaba completamente lleno a rebosar de figuritas exquisitas. En un desorden loco y encantador, sobre la marquetería de las mesas, sobre el satén estampado de los sillones y los cojines, sobre el ébano del piano de cola, los esmaltes japoneses, grandes jarrones o frágiles copas, armonizaban sus esplendores un poco apagados; los abanicos de varillas de marfil tallado con las láminas pintadas en tonos vivos, se abrían a medias como alas de pájaros exóticos sobre cofres de cristal tan transparente que uno no los habría visto si no hubiese sido por sus cierres de oro; las estatuillas de bronce erigían orgullosamente su desnudez verde entre el lujo chillón y hermoso de las pequeñas cestillas doradas y de las cajitas de satén violeta, amarillo o rosado, donde los mil caramelos yuxtaponen y amontonan todos los colores de una loca paleta; aquí y allá, un joyero entreabierto dejaba entrever las fulgurantes pedrerías de un collar, de un brazalete, o de una larga cadena; y, entre el deslumbramiento de esas elegantes riquezas, la Señora de Portalègre, paseándose sobre ellas, de un modo extraño, en los intervalos de la charla, con una mirada que no ve, hacía pensar, con su indiferente gracia, en alguna apacible inmortal, apenas satisfecha, que se había dignado a aceptar ofrendas."

Catulle Mendès
Monstruos parisinos













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