El tren

"El terraplén del ferrocarril a nuestra izquierda
traza una línea verde a través del pedregal y el brezo grisáceo.
Una vía fantasma transporta un tren fantasma
al oeste desde Letterkenny a Burtonport.
En uno de los asientos de tablillas de madera se sienta
una muchacha seria de catorce años, de Tyrone,
fino, lacio pelo rojo.
El tren resopla con un sonido metálico sobre nuestras cabezas
a través de las torres de alta tensión hechas de piedra
que flanquean la parte más estrecha del camino.
La muchacha viaja para estudiar en Ranafast
en mil novecientos veintinueve.
El tren de vapor de trocha angosta avanza tan despacio
que ella puede sacar un brazo
y arrancar las hojas de los pocos árboles del costado.
Su amiga sostiene su sombrero fuera de la ventanilla
y lo hace girar y girar, con la mente en blanco,
hasta que rueda y aterriza en el pedregal.
Mi madre no sabe que esa línea del ferrocarril fue construida
por varones que creían que el tren había sido vaticinado
en las profecías de Colmcille
como un cerdo negro resoplando a través del vacío.
Ella no puede profetizar, por eso no sabe
que su padre morirá en tres años,
o que conocerá a su esposo
y pasará su vida adulta
al oeste de estas redondas colinas de granito,
o que, en setenta y cinco años,
una de sus hijas la llevará en coche
bajo ese puente que ya no existe
fuera de Donegal
por última vez.
Todo lo que sabe es que está yendo a Ranafast
y que el tren avanza muy despacio."

Moya Cannon
Versión de Jorge Fondebrider



Luz de Farrera

¿Por qué debería la luz del atardecer
que estalla a través de las puntas
de los lánguidos y amarillos álamos del valle
y los rojos cerezos salvajes de la ladera,
en la que perdura una tira de luz en el crepúsculo,
en el verde de la arista bajando
hasta la ermita de Santa Eulalia,
que abre un leve abanico azul,
sobre la cordillera en una inquietante variedad
de cimas hacia el oeste,
por qué habría de inundarme también
con una alegría inexplicable?

Moya Cannon 
Versión de Marina Kohon


Olvidar los tulipanes

Hoy, en la terraza, señala con su bastón y pregunta:
«¿Cómo llamas a esas flores?».
De vacaciones, en Dublín, en los años sesenta
compró los cinco bulbos originales por una libra.
Los plantó y los fertilizó durante treinta y cinco años.
Los hizo crecer, los dividió,
los almacenó en el galpón sobre alambres tejidos
listos para plantar en hilera,
corolas rojo y amarillo intenso:

tesoro transportado en galeones
desde Turquía a Amsterdam, tres siglos antes.
Ahora en abril se balancean con un viento de Donegal,
encima de las delgadas hojas de los adormecidos crisantemos.

Un hombre que cavó surcos derechos y que recogió negras plantas 
[de grosellas,
que enseñó a hileras de niños las partes de la oración,
tiempos y declinaciones
debajo de un mapamundi de tela cuarteada;
al que le encantaba enseñar la historia
de Marco Polo y de sus tíos que, desalineados,
volvían a casa al cabo de diez años de viaje,
tajeando entonces el forro de sus abrigos
para dejar caer los rubíes traídos de Catay;

ahora, perdiendo primero los sustantivos,
está de pie junto a su cantero de flores y pregunta:
«¿Cómo llamas a esas flores?».

Moya Cannon 


Saxos azules

En Buenos Aires las veredas están rotas,
pero los árboles son altos y azules,
azules como la jarra de Cézanne,
que le habla a alguna sosegada esquina del alma-
un azul un poco innecesario, delicado-
y en las calles rotas se extiende
una alfombra de flores azules,
y con las vainas curvadas,
las bolsas curtidas y resistentes
que son las carcasas de las semillas del jacarandá-
una seguridad, hasta ahora,
de que habrá más y más de esto
más árboles altos y azules en Octubre
cantando, gratuitamente,
por sobre el pavimento polvoriento
en miles de azules
desde los ramilletes de saxos.

Moya Cannon 
Versión de Marina Kohon




















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