“A la gente le gusta pensar que todo el mundo siempre actua por una razón.” 

Georges Simenon


"Desde los 15 o 16 años he encendido una pipa al levantarme y continuaba fumando hasta irme a la cama. Esto implica que siempre llevo al menos dos pipas en el bolsillo, y que tengo alrededor de una docena en mi escritorio. Es cierto que las lleno todas antes de empezar a trabajar, así puedo hacerlo sin interrupción."

Georges Simenon



"Despertó mucho más tarde que de costumbre. Había tenido un dormir pesado e inquieto al mismo tiempo, pues en ciertos momentos de vaga lucidez se veía a sí mismo derrengado encima de la cama y cubierto de un sudor malsano; la noción del mal lo perseguía en sus pesadillas y cuando se daba cuenta de que iba a emerger a la superficie, volvía a sumergirse malhumorado en aquel sueño denso y gelatinoso sabiendo que al final habría alguna cosa desagradable y aplazaba la operación de despertarse para más tarde.
Antes de abrir los ojos, tuvo la certidumbre de varias cosas. Primero, un concreto olor a huevos fritos con tocino le llegaba desde la cocina. Eso quería decir que era domingo y que a lo largo de todo el día anterior no se había dado cuenta de que fuese sábado. Eran las ocho de la mañana. A pesar de la preferencia que tenía él por la carne roja, Mathilda se había empeñado en que el domingo había que permanecer fiel a la tradición del desayuno que se tomaba en Farm Point, incluyendo la mermelada de naranjas que allí solamente se servía el domingo y con parquedad, porque resultaba cara: una cucharada para cada niño.
Debería haberse levantado mucho antes y haber dado una vuelta a caballo con González, como tenía por costumbre hacer todos los domingos por la mañana.
Tampoco tenía necesidad de abrir los ojos para saber que llovía. Había oído los rumores de la tempestad. Una densa lluvia crepitaba ahora en la techumbre. John no ignoraba que la montaña era en tales momentos casi invisible y cierta calidad del aire, una frescura muy especial del ambiente, le anunciaba que había llegado el invierno. Porque el invierno llegaba así, de golpe. Los inviernos eran allí de buen sol durante todo el día, con pocas excepciones, y cálidos a mediodía. En seguida, Mathilda pondría mantas de lana en las camas —que olerían a naftalina durante varios días— y el chino encendería la caldera.
Oía ir y venir a su hermana y se decidió a empezar su arreglo personal con precaución porque no tenía la cabeza firme. Volvíanle a la memoria retazos de lo sucedido la víspera, en fragmentos o, mejor dicho, a ráfagas, y todo aquello le parecía sucio; sentía vergüenza de lo que había dicho, así como de la repentina confianza que depositara en Boris, con quien nunca tuvo hasta aquella noche un trato de intimidad.
Su piel se mantenía tersa y sus ojos claros: dada su edad, había soportado bien el golpe y estaba orgulloso de haberlo superado. Era preciso actuar como si no pasara nada y entrar con la mayor naturalidad posible en la sala de estar, besar a su hermana en la frente y sentarse en el lugar de siempre.
Salió del paso demasiado bien incluso, pues se movió con tanta desenvoltura que Mathilda se vio obligada a volver la cabeza para sonreír sin que él la viera.
En la otra habitación se oía a Pía que estaba arreglándose con el esmero propio de los días de fiesta; no tardaría en gemir al ponerse los zapatos que no se resolvía a llevar más que una vez por semana."

Georges Simenon
La yegua perdida



"El olfato no bastaba. La convicción tampoco. La justicia exige una prueba y Maigret seguía buscando sin saber quién se cansaría primero. Paseó tras la pareja por el Jardín Botánico. Asistió a veladas de cine. Comió y cenó en excelentes cervecerías, como le gustaba, y se atiborró de cerveza. A la lluvia la había reemplazado una especie de nieve fundida. El martes, calculaba el comisario, apenas les quedaban trescientos francos belgas a sus víctimas y tal vez, se dijo, tendrían que echar mano del tesoro escondido. Era una vida agotadora y, por la noche, tenía que despertarse al menor ruido producido en la vecina habitación. Pero seguía como esos perros que, tumbados en el suelo se dejan aplastar antes que retroceder."

Georges Simenon
Pena de muerte




“En resumidas cuentas, en este mundo, cada cual consigue lo que se merece. Pero sólo quienes alcanzan el éxito lo reconocen.”

Georges Simenon



“Escribir no es una profesión sino una vocación de infelicidad.” 

Georges Simenon



"Eso era todo. Tampoco aquí había demasiado pathos, ni se traslucía ningún sentimiento de piedad hacia una joven elegante que tal vez no se contentaba con su sueldo y «recibía en su domicilio a numerosos visitantes».
Sin embargo, un detalle le resultó inquietante a Calmar: «… la policía prefiere guardar silencio sobre este asunto…».
¿Significaba eso que la policía tenía por lo menos un indicio que no quería desvelar? ¿Habrían detectado la presencia de un hombre vestido con un traje de color marfil que, a última hora de la tarde, se había detenido frente al edificio y había vuelto a subir a un taxi instantes después? ¿Habían dado quizá con el taxista? ¿Les habría facilitado este su descripción y habría mencionado el maletín?
La camarera del restaurante de la estación seguro que se acordaría de él, de sus dos whiskies y de su rostro inquieto o desencajado.
En lo sucesivo, todo aquello ya formaba parte de su vida, e incluso se había hecho a la idea de ello. El lunes por la noche fue en coche hasta Sartrouville y arrojó al Sena el maletín envuelto en un papel azulado, que quedó flotando largo rato en el agua antes de hundirse definitivamente.
Todo le inspiraba desconfianza, tanto los coches aparcados en la oscuridad, que quizá daban cobijo a parejas de enamorados, como las gabarras amarradas a lo largo de los muelles o los vagabundos que dormían al pie de un árbol o del pilar de un puente.
Había tomado la precaución de hacer todas las comidas en Chez Étienne, salvo la noche que fue a cenar con Bob y con su nueva amante, aquella Françoise mal hablada que seguro que dijo en cuanto Calmar se hubo marchado: «Oye, tu amigo no es muy divertido que digamos…».
Nunca había sido divertido, pero, aparte de la época más sombría del colegio, tampoco creía ser el más triste de los hombres. Por las noches ayudaba a Josée a hacer los deberes, y ella no dudaba en gastarle bromas, cosa que no se habría atrevido a hacer con un padre gruñón o muy serio.
No. Era como los demás hombres, como la mayoría. Incluso ahora, ¿acaso no estaba actuando como lo habría hecho cualquier otra persona en su lugar?
A falta de un escondite seguro en los despachos o en el laboratorio de la Avenue de Neuilly, optó resignado por una solución que sólo le gustaba a medias y que consideraba provisional.
Puesto que había recogido el maletín en una taquilla automática, ¿por qué no seguir empleando el mismo sistema?
El martes salió del despacho más temprano que de costumbre y atravesó casi todo París para llegar a una marroquinería del Boulevard Beaumarchais. Convencido como estaba de que no debía hacer en su barrio una compra que no podía justificar, se acordó de esa tienda, que había vislumbrado un día que pasaba por allí y que estaba más o menos a la altura del Circo de Invierno.
Lo único que le importaba era el tamaño, no la calidad. Al contrario, el maletín debía ser lo bastante corriente como para no llamar la atención cada vez que fuera a retirarlo.
Porque en lo sucesivo se vería obligado a recogerlo cada cinco días, según lo estipulado en el reglamento. Después de cinco días, el encargado de la consigna abría las taquillas y dejaba el contenido de las mismas en los anaqueles de la consigna durante un plazo de seis meses.
Calmar no quería arriesgarse. Aunque también era posible alquilar una taquilla durante un periodo más largo, pero se habría visto obligado a cumplimentar un formulario con su nombre y una dirección.
Empezó por la Gare Saint-Lazare. Debía retirar el maletín o volver a meter las monedas en la ranura antes del domingo, pero esta segunda opción le parecía demasiado arriesgada; prefería cambiar de estación cada vez.
Esta actividad resultaba mucho más complicada de lo que parecía a primera vista. Hasta su regreso de Venecia, nunca se había percatado de que vivía prisionero de una rutina y de que sus actos y sus gestos eran observados las veinticuatro horas del día, bien por su mujer y sus hijos, bien, en la oficina, por el jefe, sus compañeros y las secretarias.
Prueba de ello es que nunca había oído hablar tanto de su mal aspecto; ¡como si no estuviera en su derecho de tener digestiones pesadas o de sentirse inquieto, desasosegado!"

Georges Simenon
El tren de Venecia



“Hay que aceptar la vida como viene. Ella es más fuerte que nosotros.” 

Georges Simenon



"Hoy, es de la Henriette de verdad de la que quisiera encontrar el alma.
En la Rue Léopold, donde pasaste tu primer año de mujer casada, teníais, mi padre y tú, una vivienda de dos habitaciones, encima de una sombrerería, y habías de bajar medio piso para encontrar un grifo.
Era un piso de gente humilde y se podía pensar que, toda tu vida, tuviste interés en formar parte del mundo de los humildes.
Te asombraría mucho enterarte de que a mi edad yo me acerco cada vez más a él, porque siento que es también mi mundo y porque es el mundo de la verdad.
El señor Reculé representaba para ti, con su pensión de jubilado del Nord Belge, la seguridad. Existía otro que, sabe Dios por qué y cómo, formó parte por un momento de nuestros allegados.
Se llamaba señor Rorive. Era bajo, regordete, de tez sonrosada como la de los bebés. Además, estaba exageradamente atento a su persona y sospecho que debía de llevar un trapo en uno de sus bolsillos para limpiarse el polvo que se posara sobre sus zapatos amarillos.
El señor Rorive había regentado una mantequería durante muchos años, entre el olor un poco agrio de la mantequilla y el queso. Su mujer no era más alta que él y era también gruesa.
Cuando se los veía a los dos, muy limpios, bien vestidos, con una sonrisa ingenua en los labios, se sentía, aún sin quererlo, una impresión de plenitud.
Tú admirabas mucho al señor y a la señora Rorive. Un día pediste incluso a tu hermano, el que tenía un castillo, que te prestara un poco de dinero para abrir una mantequería. Tu hermano se negó. Era un hombre de negocios y las mantequerías, las Hermanitas de la caridad, no eran de su competencia.
Entonces, para ganar el dinero a toda costa, para asegurar tu porvenir y tener la certeza de no volver a conocer nunca más la miseria, convenciste a Désiré para que alquilara una casita en la calle vecina de aquella en la que vivíamos.
Todas las casas del barrio eran modestas, casi todas iguales, salvo el color de las puertas y los marcos de las ventanas. Pusiste en la fachada un cartelito: «Se alquilan habitaciones amuebladas».
Al mirarte, tan frágil en la cama, yo me pregunto si habría sido un acto de crueldad por tu parte. Debías de conocer el carácter de mi padre. Era un hombre que tenía mucho apego a su tranquilidad, a su sillón de mimbre, al que volvía todas las noches, a sus zapatillas, a la lectura de su periódico.
Después de tan sólo tres años de matrimonio, la pequeña Henriette, a la que sus hermanas llamaban un «pajarillo para el gato», se atrevía a imponer su voluntad al gran Désiré.
A mí me disgustó. Siendo muy niño aún, sentí que una especie de desequilibrio se había establecido en la casa, en la que sólo contabas tú, en la que trabajabas intensamente tú, de la mañana a la noche, en la que te desgastabas las manos haciendo grandes coladas, y el hombre que, al volver a casa, encontraba a menudo su sillón ocupado por un polaco y un ruso, su periódico entre las manos de otro.
Ahora sé que nunca hubo maldad por tu parte, ni siquiera —podría decir— egoísmo. Seguías tu destino, como el tío del castillo, y nada, ninguna sensibilidad, podía interponerse."

Georges Simenon
Carta a mi madre



"Hurgó en sus recuerdos. Con Aimée, aquello no le había sucedido una sola vez, sino que a veces repetía. La cosa había empezado con la serie de desgracias. Recién ingresado en una compañía de seguros, a poco de casarse, estalló la crisis y todas las empresas redujeron su personal, comenzando, naturalmente, por los entrados en último lugar.
Bob había nacido. El padre de Germaine murió y François había intentado en vano levantar el negocio del bulevar Raspail.
Habían perdido dinero. Vendieron. La instalación en el piso de la calle Delambre se llevó sus economías y a continuación intentó varios oficios.
Iba al bulevar Sebastopol por falta de medios, y muchas veces ni siquiera se sentía atraído por sus compañeras sucias. ¿Quizá la razón había que buscarla en aquello?
Por primer día, no había que ser muy exigente. Una pareja, en la mesa vecina, hablaba en ruso o en polaco, en voz baja, como temerosos de ser comprendidos. Había dos chicas muy bonitas, sin duda modelos, solas en una mesa. No pensaba en ellas, si bien miraba mecánicamente sus piernas. Y tampoco era para ellas la sonrisa que se dibujó en su cara, como de hombre que acaba de librarse de un gran peso.
Acababa de acordarse de Renée, tal como la había visto, por la tarde, sentada en la esquina de la mesa, en el fumadero, con las piernas deformadas contra la madera oscura y brillante. Ahora bien, de repente se sintió entorpecido por una aguda oleada de deseo y sintió la misma alegría que un niño ante unos fuegos de artificio.
Tendría gracia que Renée ocupase el lugar de la señora Dhôtel, con la que tenía, algunos rasgos comunes, y que actualmente debía ser también una mujer de años.
Tendría que ir a visitar a su cuñada en Deauville. Su hermano podía recordar vagamente al antiguo editor, menos corpulento, con idénticos cabellos rubios y escasos, y la misma blandura de carnes y de gestos.
Aún no sabía si llevaría a Bob, que tantas ganas tenía de ver el mar.
¿Por qué no? Lo pensaría. Tenía que pensar en muchas cosas. Pero lo que de ninguna manera podía hacer era descorazonarse, como acababa de hacer.
Encendió un cigarrillo y dobló a la derecha al llegar a la calle Delambre. En su casa no se veía luz. Raoul, pues, no había ido. Y si había pasado por allí, había creído que François dormía. Debía estar bebiendo en cualquier parte, ya muy borracho, y sin duda había encontrado algún oyente embrutecido por el alcohol a quien dirigir sus discursos interrumpidos por risas cínicas y estridentes."

Georges Simenon
Los cuatro días de un pobre hombre



"La mujer es lo que más me ha fascinado en la vida. Tenía hambre de todas las mujeres con quienes me cruzaba y cuya grupa ondulante bastaba para enardecerme hasta el dolor físico. ¿Cuántas veces aplaqué esta hambre con jovencitas mayores que yo, en el umbral de una casa o en algún callejón tenebroso? O bien entraba furtivamente en algunas de aquellas casas en cuyas ventanas una mujer más o menos gorda y deseable tejía plácidamente."

Georges Simenon



“Las únicas respuestas verdaderas son las breves.”

Georges Simenon



“Lo que importa es ganar, cada día, un día más.”

Georges Simenon


"Miro a mi alrededor y digo: ¿qué hago aquí? Y no sé la respuesta."

Georges Simenon


“No se necesita mucho para imaginar cómo va a reaccionar un hombre inteligente, lo que va a hacer en ciertas circunstancias, porque se supone que se guiará por la lógica... En cambio es imposible predecir lo que va a hacer un idiota.”

Georges Simenon



"Péchade sólo pudo levantar los ojos al cielo. No había resistido el shock operatorio. Una hora más tarde, todo había terminado, sin que hubiese recuperado el conocimiento. Las monjas se preparaban para amortajarla cuando el doctor oyó voces, como una discusión en el corredor.
Era la vieja Papin que estaba allí con su maleta y pretendía entrar.
—Dígales, monsieur François, que es su mamá la que me pidió que viniera. Y hasta he traído sus cosas, como ella me ordenó…
Él asintió con la cabeza, incapaz de hablar. Y la vieja Papin se quedó un largo rato sola en la habitación con una de las hermanas.
Por la tarde, devolvían el cadáver a Saint-Hilaire, tal como madame Mahé había previsto. La vieja Papin cobraba importancia.
—Oiga, monsieur François, su mamá me dijo que no hicieran nada antes de leer lo que pone el cuadernito que está escondido debajo de una pila de sábanas en la cómoda…
Entonces pudieron comprobar hasta qué punto la moribunda se había preocupado de los detalles más nimios. Incluso del sitio donde se encontraban los cirios, incluso de las palmatorias que había que usar para la capilla ardiente, las dos palmatorias de plata del salón.
Había un inventario completo de lo que contenían todos los muebles de la casa, y madame Mahé había pensado en todo el mundo, había previsto pequeños legados para cada uno, incluidos parientes lejanos a los que no habían visto desde hacía veinte años.
También encontraron una lista de las personas a quienes había que avisar, e instrucciones para el notario. Había pensado en los impuestos de sucesión y había procurado reducirlos al mínimo.
Fue un entierro muy bonito. Estaba todo Saint-Hilaire, y personas de los pueblos vecinos, y hasta de Bressuire y de Cholet. Algunos llegaban en coche, o en bicicleta. Otros venían a pie del pueblo de al lado, que tenía estación de tren, y se formaban largas comitivas en la carretera, refrescada ese día por un aguacero.
El doctor tenía los ojos enrojecidos y parecía no ver nada, pues tropezaba con los muebles y estrechaba la mano de la gente con cara de no reconocerla, balbuceando maquinalmente."

Georges Simenon
El círculo de los Mahé



"Perdóname, mi pequeña Marie-Jo, si te dejo por un tiempo en los albores de este año 1970 que marcará un momento crucial en tu joven existencia. Quiero despejar el terreno con notaciones sórdidas para pronto hablar sólo de ti sin tener que interrumpirme e interrumpir tus propios relatos. Y lo hago precisamente por la importancia que para ti, y para mí también, reviste todo lo que vas a vivir en este año y en los siguientes.
No temas, hija mía, no te abandono, al contrario, y tengo prisa por volver a estar espiritualmente a tu lado, allá donde ahora vives.
Tus hermanos mayores se han ido y vuelan ahora con sus propias alas. Yo sigo su evolución con el mismo amor con que lo he venido haciendo desde que nacieron. Me queda Pierre, que, inocentemente, de pequeñito, me dio tantas preocupaciones y suscitó en mí tantos temores. Hoy es un colegial de once años, vigoroso, tan abierto a la vida como a todos los que le rodean y de los que se rodea. Volveré también a hablar de él llegado el momento.
Ahora, lo que me urge es acabar con un pasado que ha durado demasiado y que habría podido aniquilarme si no os hubiera tenido a mi alrededor, a vosotros, mis cuatro hijos, y si no tuviera el amor de Teresa.
Voy a tratar pues de D., sólo de D., cada vez más empeñada en que no se la olvide, utilizando para ello todos los medios, que ya no me sorprenden en absoluto.
Me he adelantado algo a los acontecimientos al publicar una carta que me escribió en enero de 1971. Conviene volver un poco atrás, pues, para ella también, el año 1970 marcó un viraje decisivo, cargado de graves consecuencias.
A su nueva residencia, el Hôtel Président, de Ginebra, la sigue aquel chófer de actitudes autoritarias. Le propongo a D. comprarle un piso en esa ciudad, o en Lausana, a su elección, pero no quiere ni oír hablar de ninguna de estas dos ciudades.
Me comenta que en Begnins, un pueblo cercano a la frontera francesa y a Divonne, hay una villa en venta. La razón de que elija Begnins no la sabré nunca. La villa es casi nueva y tiene, según parece, un hermoso jardín; está al lado y es casi igual a la de un corredor de Fórmula 1 muy célebre. Hay otras personas interesadas en su compra, y es urgente que tome una decisión. Ella tiene mucho interés. Compro, pues, en tres días, según sus deseos, esta villa que no he visto y que no veré jamás. Tomo, no obstante, la precaución de comprarla a mi nombre, comprometiéndome sin embargo a cedérsela en usufructo por el tiempo que quiera y a encargarme de las obras que ella crea necesarias, así como de la adquisición del mobiliario.
Las obras serán muy numerosas, pues lo que conviene a un corredor de Fórmula 1 y a su familia no tiene por qué coincidir necesariamente con los gustos de D., que llamará modestamente a su villa: Villa D., en letras doradas."

Georges Simenon
Memorias íntimas




"Pues sí, África nos habla. Nos envía al carajo y hace bien."

Georges Simenon
Tomada del libro Grandes misterios de la arqueología de Jesús Callejo, página 231



"Si hoy me preguntaran en qué se reconoce el amor, si tuviera que establecer un diagnóstico de lo que es el amor, diría: "En primer lugar, la necesidad de la presencia". Y digo bien: necesidad, tan absoluta, tan vital como una necesidad física. "Después, la sed de comunicarse." La sed de comunicarse consigo mismo y con el otro, porque uno se encuentra tan maravillado, tiene tal seguridad de estar viviendo un milagro, tanto miedo de perder algo que jamás había esperado, que la suerte no le debía y quizá le dio por distracción, que a todas horas se experimenta la necesidad de tranquilizarse y, para tranquilizarse, de comprender."

Georges Simenon
Carta a mi juez



“Sólo entendemos cuando ya es demasiado tarde. Cuando somos felices no lo pensamos, cometemos imprudencias, a veces incluso nos rebelamos.”

Georges Simenon


"Un suceso particularmente penoso ha tenido lugar la pasada noche en el barrio de Saint-Gervais, en Cherbourg. Un obrero de una fábrica de cemento llamado Gustave L…, en paro desde hacía más de un año, se ha quitado la vida disparándose un tiro de fusil en la boca.
Previamente, Gustave L… había dado muerte a su mujer, de treinta y cinco años de edad, y a sus cuatro hijos, el último de los cuales no tenía más que unos meses.
Como Gustave L… no bebía, se trata probablemente de un drama de la miseria.
A decir verdad, el primer sentimiento de Mathilde fue la desilusión. Miró el artículo, que no tenía más que unas líneas. Parecía encontrarlo ridículamente corto. Luego observó a su marido, y si no hubiera jurado no dirigirle más la palabra, le habría preguntado:
—¿Y qué?
Creyó que encontraría algo mucho más preciso, que hablara de sopa, de veneno y de probetas.
En cambio, la mente habría recorrer un largo camino para ir del artículo al comedor de las Lacroix. Un desgraciado, un obrero incapaz de alimentar a su familia, sintió de repente que no saldría nunca del bache y decidió acabar con todo.
¡Eso era, en resumidas cuentas! Estar harto.
Sólo que Gustave L… se había llevado por delante a toda su familia.
Mathilde reflexionaba. Se veía que reflexionaba, pues miraba fijamente con gravedad casi cómica una manchita de óxido en el edredón.
¿Por qué había matado Gustave L… a los demás? ¿Los quería demasiado para soportar la idea de separarse de ellos? ¿Le repugnaba dejarlos en la miseria? ¿Consideraba que sus hijos, su mujer y él formaban un todo indisoluble?
Estaban sentados cada cual en su cama. Mathilde a la izquierda, con el periódico desplegado sobre la colcha, su marido a la derecha y, entre ellos, por encima de sus cabezas, la pantalla de fleco de perlas.
Vernes esperaba. Había que permitir al esfuerzo dar sus frutos en la mente de su mujer, y así fue, se volvió hacia él, le miró como nunca le había mirado, como si fuera un desconocido, o más bien como a un ser extraordinario en el que nunca había reparado.
En cuanto a él, se limitó a decir:
—Pues sí…
Lo que no quería decir que estuviera orgulloso de lo que había hecho, ni tampoco arrepentido o avergonzado. ¡No! Simplemente lo constataba. Con una punta incluso, en el fondo, de imperceptible orgullo. También con cierta incomodidad, pues se daba perfecta cuenta de que haría mejor callando.
Pero, si había bajado, era porque no quería seguir callando. Y mientras su mujer recorría con la vista el periódico, él había buscado pacientemente la frase con que empezar.
—¿Quién tiene la culpa? —se decidió al fin.
Ella le temía un poco, aquella noche. Tal vez dudaba si quedarse en la habitación, durmiendo en el mismo cuarto que su marido. No sin pesar se metió entre las sábanas, posó la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos."

Georges Simenon
Las hermanas Lacroix




"Una vez hice la cuenta. Desde los doce años, tuve diez mil mujeres en la cama."

Georges Simenon






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