Coincidencias con el naufragio del Titanic y su libro Futility

– El nombre del barco de la obra se llamaba Titán.
– El apellido del capitán de la nave en la novela y la realidad era el mismo: Smith.
– En el libro y en la realidad, el barco era considerado insumergible.
– En el libro y en la realidad, el barco era el más lujoso de su tiempo.
– En el libro, la eslora del Titán era de 243 metros. El Titanic tenía una eslora de 268 metros.
– En el libro, el Titán pesaba 75000 toneladas. El Titanic pesaba 66000.
– El Titán y el Titanic tenían tres enormes hélices de propulsión.
– En el libro, el Titán llevaba 24 botes salvavidas. El Titanic tenía 20.
– En el libro, el Titán iba una velocidad de 25 nudos cuando chocó con el iceberg. El Titanic iba a una velocidad de 23 nudos.
– El barco de la novela se hundía un día de abril en su viaje inaugural, horas después de chocar con un iceberg en el cuarto día de viaje.
– En el libro y en la realidad, mucha gente murió debido a la insuficiente cantidad de botes salvavidas.





"En medio del rugido del vapor que se escapaba, y el zumbido de las cerca de tres mil voces humanas surgiendo en agónicos gritos y llamadas desde el interior de los muros que las encerraban y el silbido del aire a través de cientos de postigos abiertos (a medida que el agua que entraba por los agujeros del abollado y hendido lado de estribor lo expelía), el Titán se movió lentamente hacia atrás, lanzándose hacia el mar en donde flotó débilmente de lado, como un agonizante monstruo, gruñendo con su herida de muerte.
Una montaña de hielo, sólida y piramidal, se alejó por el lado de estribor a medida que el buque se inclinaba, lo cual hizo que, a medida que caía sobre estribor, casi a lo largo de la cubierta de botes cada pareja de pescantes fuera arrancada, se destrozaran los botes y varios aparejos fueran despedazados con un restallido hasta que, a medida que el buque se vaciaba, tapaba la pila de despojos esparcidos en el hielo al frente y alrededor, con los últimos y rotos montantes del puente. Y bajo esta destrozada estructura, dañada por una arrolladora caída a través de un arco de casi veintidós metros de radio, estaba agachado Rowland, sangrando por una herida en su cabeza y aún aferrando contra sí a la chiquilla, ahora demasiado asustada como para llorar.
Por un esfuerzo de voluntad, despertó y miró a su alrededor. Ante su vista, aún distorsionada y adaptada a distancias más cortas por el efecto de la droga que había tomado, el buque no era más que una mancha en la niebla iluminada por la luna; aún creía poder ver hombres gateando y trabajando en los pescantes superiores, y el bote más próximo, el Nº 24, parecía estar balanceándose por los aparejos. Entonces la niebla se disipó, aunque su posición aún era delatada por el rugido del vapor desde los pulmones de hierro del buque. Esto cesó pronto, dejando tras de sí el intensamente horrible silbido del aire; y cuando, repentinamente, esto también cesó, el subsiguiente silencio roto por los desanimados reportes —conforme los compartimientos se rompían—, Rowland supo que el holocausto se había completado; que el invencible Titán, con casi toda su gente, incapaz de escalar paredes o coronar cimas, estaba bajo la superficie.
Mecánicamente, sus entumecidas facultades habían recibido y grabado las impresiones de los últimos instantes; no podía comprender completamente todo ese horror. Su mente aún estaba agudamente alerta ante el riesgo de la mujer cuya suplicante voz había oído y reconocido; la mujer de sus sueños, madre de la niña que estaba entre sus brazos. Apresuradamente examinó el naufragio. No había un solo bote intacto. Arrastrándose hasta la superficie del agua, llamó, con todo el poder de su debilitada voz a los posibles pero invisibles botes más allá de la niebla — llamándolos para que vinieran y salvaran a la niña y buscaran a una mujer que había estado en la cubierta, bajo el puente—. Gritó el nombre de esta mujer, la única que él conocía, animándola a nadar, a patalear en el agua para flotar sobre el naufragio y para responderle hasta que la encontrara. No hubo respuesta, y cuando su voz se hubo tornado ronca e inútil, y sus pies se hubieron entumecido bajo el frío del hielo que se fundía, regresó al naufragio, hundido y destrozado por la más negra desolación que había llegado a su infeliz vida. La chiquilla seguía llorando, y él trató de calmarla."

Morgan Robertson
El hundimiento del Titán



"Metcalf mantuvo su consejo, y en dos semanas llegó la declaración de guerra de Japón, en un brevísimo comunicado a las altas esferas en Washington. Al día siguiente, los periódicos ardieron con noticias enviadas vía San Petersburgo y Londres de la partida de la flota Japonesa desde su puerto base, sin saberse la dirección que llevaba —con toda probabilidad iba hacia las islas Filipinas o hacia el Archipiélago de Hawái—. Pero cuando al día siguiente llegó a San Francisco un torpedero al mando del cocinero, con el ranchero en el timón, el conservatismo fue mandado a paseo y se ofrecieron enganches para enlistamiento en las filas de la Naval, mientras se hacían comisiones tan rápido como pudieran ser firmadas y dadas a cualquier candidato, aún cuando sólo conociera de yates. Y el cirujano George Metcalf, con rango de subteniente, fue asignado al torpedero en cuestión, y con él, en el cargo de oficial ejecutivo, un joven graduado de la Academia, el alférez Smith, en quien se combinaban el entusiasmo y el coraje de la juventud con la mediocridad de la inexperiencia y un prejuicio bastante activo del Servicio contra los civiles.
Este prejuicio se conservó plenamente, invariable por la desesperada situación del país, y los jóvenes oficiales que habían resultado ilesos ocuparon posiciones subordinadas en el gran barco, y mientras lo felicitaban abiertamente, negaban su derecho moral a un mando que otros hubieran merecido más por permanecer en el Servicio; y las viejas bromas, chanzas y referencias satíricas a las jeringas y esparadrapos arremolinados alrededor de su cabeza volvieron a salir a flote mientras él iba de aquí para allá, armando su buque y surtiéndolo con suministros. Y cuando supieron —por obra del señor Smith— que entre estos suministros había una gran variedad de gafas planas que no tenían ninguna característica especial, el ridículo fue unánime y profundo; incluso los periódicos admitieron, tomando el caso desde el punto de vista inicial, que la línea del deber comenzaba a rayar entre lo lunático y lo estúpido. Pero el teniente Metcalf se limitó a sonreír, siguiendo adelante, pidiendo y recibiendo órdenes de explorar."

Morgan Robertson
Más allá del espectro



“Yo hundí al Titanic hace 14 años.”

Morgan Robertson
Lo que le dijo a un amigo periodista en una charla por los muelles










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