Campesino en el metro

Hueles a tierra estéril,
a sueños cancelados,
a ojos acechantes tras la nube,
preciosísima nube
que se sigue de largo
ante tu sed de siglos.

Con la flauta en los labios
recorres el vagón.

Mano tendida en vano.

Pobre ropa mordida
por soles e intemperie.

Triste morral al hombro
repleto de miseria.

Angustia deambulante,
te olvidaremos en un cerrar de puertas.

Queta Navagómez


Fantasmas de ciudad

Lamentos y pregones 
que atropella la prisa.

Ancianos, tragafuego, merolicos,
mujeres, limosneros o chiquillos
que cargan el pesar en la mirada
o en el arco vencido de los labios.

Visiones de ciudad que me persiguen,
en la calle, rozan mi sentimiento,
desnudan las heridas
y se untan a mi piel.

En soledad deshabitan mis ojos;
son débiles, grisáceos y fugaces...

Intento darles voz con flauta torpe:
destemplado plañir
que cae sobre el hastío de la metrópoli
lo mismo que la sombra de la noche.

Queta Navagómez


La palmera

Cautiva de ciudad y pavimento
la palmera despliega su nostalgia.

Sitiada por los autos y el estruendo
delira por luciérnagas.

¿Soñó playas y brisas?
¿El latido de olas en vaivenes
los barcos, los corales y gaviotas
que trepan pos su savia?

Despliega su nostalgia la palmera.
pajarraco de alas imperfectas
abúlica gallina desgarbada
que siente como ascienden
por su tronco cenizo
ansiedades de sol
hambres de arena
y las rugientes olas
de su perdido mar.

Queta Navagómez


Letras muertas

La tarde es parda y la calle empinada. Ella escucha que la llaman: un mozalbete corre cuesta arriba, ella lo reconoce y se tensa. Jadeante, él le da alcance. Ella apenas domina el sobresalto cuando ve, junto a su cara. La carta que él le entregara. La intuición le grita que es una carta de amor. Una carta de amor de ese muchacho que le gusta tanto, en cuanto puede creerlo. Casi la arrebata, la desdobla con prisa, sus ojos corren por lo negros garabatos mientras un indiscreto rubor le golpea las mejillas y una turbación —mezcla de júbilo y de susto— le estremece las manos.

El muchacho observa estos cambios, temeroso quizás a la negativa, corre calle abajo mientras grita: ¡Piénsalo… lee la carta completa; mañana me contestas!

Ella, al verse sola, tiembla sacudida por el llanto. Nunca había sentido así, de golpe, tanta angustia, alternada a la vergüenza de ser analfabeta.

Queta Navagómez


Madre obrera

Disminuidos por el abandono
los hijos te despiden.

Ven que te desdibujas como el aire, 
a través de cortinas tempraneras
y los colma un suspiro.

Corretean tus ausencias
de cuartos en desorden
y se untan tu recuerdo
a la infancia delgada.

-El sol vagabundea por los patios,
con sus botas alegres y amarillas-

Te miran regresar, como a la nube
que pretende llover y no revienta:
humedad siempre próxima
que no calma su sed.

Por ti comprenden que el reloj severo
tiene el poder de racionar caricias
o contraer los pliegues de la risa.

Aprendieron contigo
que el trabajo es vital,
y les duele que madre sea un fantasma
que aparece cansado, noche a noche. 

Queta Navagómez






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