“Comparando descripciones de un mismo sitio hechas por autores diferentes, se ve la diversidad de las retinas.”

Enrique Gómez Carrillo


"… Crueles manos que estrujan del mismo un pañuelo de encajes que un alma de ensueños."

Enrique Gómez Tible, mejor conocido como Enrique Gómez Carrillo



"En la puerta encendió un cigarrillo. Algunos pasos más adelante, se detuvo para comprar los periódicos del día. Luego echó a andar hacia el bosque de Bolonia, cuyos árboles sin hojas erguían sus ramas amarillas en la obscuridad friolenta de esa tarde invernal... ¡Anduvo, anduvo, anduvo! Atravesó las veredas desiertas que van a la Cascada; pasó frente a los cafés de la alameda de Las Acacias; bordeó los lagos... Anduvo durante una hora, sin pensar en nada, sin sufrir, sin atormentarse interiormente, moviéndose como un autómata, no sabiendo a punto fijo de dónde venía ni dónde iba... Anduvo, anduvo...
De pronto un relámpago de cólera pasó por su cerebro. «¡Miserable!» –dijo en voz alta, pensando, no en la mujer que le había engañado, sino en el amigo que tuvo la franqueza brutal de abrirle los ojos a la realidad.
Ya cerca de París, al contemplar en el horizonte las filas interminables de faroles encendidos que corren desde la puerta Maillot hasta el Arco del Triunfo, y que luego se esparcen, a lo lejos, en un aleteo luminoso de puntos dorados; al verse cerca de esa gran ciudad gris, ruidosa, febril; al pensar, finalmente, en la tristeza de su porvenir, no pudo contener las lágrimas y comenzó a llorar, de pie, en medio de la ruta, como un niño que hubiera perdido a su madre y que no supiese adónde ir.
Realmente, él no sabía adónde ir. Lo había perdido todo, había perdido la paz del alma, la tranquilidad del espíritu, la dicha... «¿La dicha?... ¡Si no fuera más que eso!...» Había perdido el único objeto de su existencia y el único ideal de su vida... ¿Qué iba a ser de él en adelante? Ni aun a preguntárselo a sí mismo se atrevía... ¡El futuro!... ¿Acaso existe el futuro en esos casos? Lo que le martirizaba era el presente con su realidad solitaria y sin recuerdo del pasado venturoso.
Porque Carlos había olvidado por completo las dudas, los celos y los tormentos de la víspera, para no recordar sino la época paradisíaca durante la cual su vida había sido un idilio perpetuo, un abrazo sin fin, una interminable caricia, una embriaguez perenne de los sentidos y un eterno embeleso del alma... ¡Oh aquellos días! ¡aquellos días en que todo sonaba a sus oídos como un divino epitalamio, en que el sol no parecía brillar sino para dar más esplendor a la cabellera de Liliana, en que el aire parecía traer, en sus alas, besos, suspiros, alientos tibios... Y viviendo de nuevo, con la imaginación, todo ese pasado adorable, Carlos sentíase sin fuerzas para soportar el aislamiento... Y de sus párpados las lágrimas resbalaban, abundosamente, bañando su rostro crispado y lívido."

Enrique Gómez Carrillo
Del amor, del dolor y del vicio



"En las claras tardes de Atenas, cuando las cimas armoniosas del Himeto comienzan a perderse en el profundo azul del crepúsculo, no hay sitio ninguno de peregrinaciones apasionadas que atraiga con tanto poder como el antiguo cementerio del Cerámico. Entre las estelas de mármol conservadas intactas por milagro, toda la dulce filosofía de los paganos áticos conviértese en una visible lección de consoladora realidad. La muerte, la intrusa muerte, que en otros camposantos nos llena de angustia; la muerte, que antes había sido la obsesión dolorosa del Egipto; la muerte, que más tarde ha de bailar ante la Edad Media medrosa su danza macabra; la muerte, que en todas partes se presenta descarnada, carcomida, gesticulante; la muerte, espantosa e implacable, aquí, en la Atenas de Palas, apenas nos sugiere, con su grave aspecto de bella dama velada, una respetuosa melancolía. Las inscripciones que grabaron los poetas en las piedras no lloran casi nunca, y, cuando lloran, es sin gemir ni desesperarse. “Aquí yace un hombre que se va del mundo lo mismo que vino” —dice un epitafio—, Y mejor que las letras, las figuras de los relieves hablan, al que pasa, de resignación tranquila. “Detente, viajero —murmura cada estela—, y contempla la última jornada de la vida”. Los muertos, en efecto, no son sino los supremos viajeros que se ausentan para no volver. A cada momento vemos aparecer a Carón, impasible en su actitud algo desdeñosa y algo fatigada. Su barca tiene en la proa un ojo abierto ante el infinito. Los que han de atravesar el Aqueronte se embarcan sin repugnancia siempre, y a veces sin dolor, y a veces con alegría. “Triste servidor de Plutón —dice el Diógenes de Leónidas de Tarento—, recíbeme en tu esquife, aunque ya esté cargado de sombras: lo que llevo como equipaje es mi lámpara y mi frasco de aceite”. Los que se embarcan entristecidos no sienten temores tenebrosos de un más allá de misterio. Lo único que los apena es tener que renunciar a la vida y a sus placeres. Entre los epigramas funerarios de la “Antología”, que forman como un cementerio ideal, con tumbas de los cinco grandes siglos griegos, hay epitafios que ríen y epitafios que lloran; pero no epitafios desesperados. "La espera de la muerte —dice Pablo— es una dolorosa ansiedad, de la cual sólo la misma muerte nos libra. No lloremos, pues, a quien sale de la vida, ya que después de la tumba no hay sufrimiento ninguno. El sufrimiento está en abandonar lo que se ama. Mas esto mismo tiene su dulzura. En el “Reproche a Mimnermo”, Solón dice: “¡Que la muerte no venga sin hacer derramar algunas lágrimas, y que mis amigos, al verme partir, se entristezcan con tristeza majestuosa, tranquila, digna!”. En una estela célebre de este cementerio ateniense, vemos a un ciudadano que dice el adiós último a su familia. Con ademán grave estrecha la mano de su esposa. En su rostro hay una melancolía inmensa. “Es indispensable”, parece murmurar. En otra estela, hacia la cual los guías conducen siempre al viajero, vemos a Hegeso, hija de Proxenos, contemplando con amargura el cofre que guarda sus joyas. En sus labios hay una sonrisa de cruel resignación. Otra mujer, la bella Korallion, se despide de su esposo y de su hijo. Con sus pálidas manos acaricia a esos dos seres, que para ella representan toda la ventura humana. Sus labios no exhalan la menor queja. Entre los que componen el grupo, ella parece la menos impresionada por la fatalidad de su propio destino. En otra estela, un bajorrelieve nos hace ver que aquellos que mueren gloriosamente merecen ser admirados aún más allá de la tumba. “Este es Dexileos de Thorikos, hijo de Lisanias, que merece el nombre de héroe”, dice el epitafio. Y la escultura nos presenta al joven guerrero en el momento en que vence a un enemigo. Es el único momento que los amigos quieren recordar. En cuanto al otro combate, en que la suerte le fue adversa, ¿para qué evocado en una piedra de gloria? El mismo artista que esculpió ese relieve, yace, algunos pasos más lejos, bajo otra estela magnífica, en la que un compañero lo ha inmortalizado, contemplando a la Parca inexorable con la más fría curiosidad. “¡Ah!, parece decide, ¿eres tú?” y su noble indiferencia inspira al poeta Agatias el epitafio que todos conocemos: “¿Por qué temer la muerte, que, lejos de hacer mal, pone un término a los dolores y a todas las pobrezas? No viene sino una vez a visitamos, y jamás mortal la recibió dos veces”. A cada paso, en la ciudad de las sombras, la voz que canta el último canto tórnase ligera, sin dejar de ser melancólica. Desde que alguien deja de existir, los organizadores de la ceremonia luctual acuden en el orden en que un anónimo alfarero, contemporáneo del gran Alcibíades, los ha pintado en el ánfora de Arquemoros. El cadáver estátendido en un “kliné”, bajo un parasol que sostiene una esclava. Otra esclava corona de rosas la cabeza inmóvil, y perfuma los brazos inertes. A los pies del lecho detiénese el poeta que va a componer el epitafio. Su rostro jovial hace ver que los doctos exámetros no serán ni muy tristes ni muy numerosos. Con decir: “Detente, caminante; aquí yace un joven que murió a la edad en que otros nacen a la vida del placer”, estará terminada su lírica tarea. De lo que se trata es de emplear las formas de Hesiodo y los epítetos de Mimnermo… Los que enseñan el desprecio o el odio de la existencia están considerados como locos peligrosos. Los griegos los llaman “pisithanates” o consejeros de la muerte. Y aconsejar el abandono de la bella vida es un absurdo, es un crimen. El Estado, que no puede tolerar tal crimen, hace cerrar la escuela en la cual Hegesías el taciturno predica un evangelio que conduce hacia el suicidio. Y el suicidio es una locura, es la peor de las locuras. Los que han atravesado el Aqueronte lo saben, puesto que eternamente suspiran por el mundo perdido. En los dominios de Hades, la nostalgia es un mal frecuente. Los héroes mismos tienen nostalgias. Cuando Ulises felicita a Aquiles en los Campos Elíseos, el vencedor de Héctor exclama: “¡Generoso amigo, tus palabras son vanas, y en mi ánima te juro que más me gustaría ser mercenario del labrador miserable que apenas puede comer el producto de su campo que reinar como tirano absoluto en este pueblo de sombras!”. La serenidad helénica es una forma de la resignación. Mientras los hombres pueden combatir por conservar la vida, lo hacen desesperadamente. Y si, cuando sucumben, no se rebelan contra la suerte ni se crispan ante la fatalidad, es porque quieren morir en belleza. No teniendo un infierno lleno de tormentos ni esperando un paraíso con goces inefables, desconocen las angustias y los éxtasis, de otras razas. Después de respirar por última vez, el ser completo desaparece. El alma que queda viva, el alma inmortal, no es sino un símbolo para poetas y escultores, un símbolo que lo mismo aparece enterrado con el cuerpo que llevando una vida libre; una cosilla alada que perpetúa al que dejó de existir, conservando su forma, su traje, sus armas, algo como una disminución ligera de la materia a veces, y a veces una pura sombra que se pierde en el espacio infinito. Lo que ha de ser de esta sustancia en un vago más allá no preocupa a nadie, como no sea a los retóricos que discuten interminablemente bajo los pórticos, y que dan al problema tanta importancia como a la propiedad de un epíteto homérico. En su carta a Meneceo, Epicuro dice: “Acostúmbrate a pensar que la muerte no es nada para nosotros, pues todo bien y todo mal reside en el poder de sentir, y la muerte nos priva de ese poder. Así, este conocimiento recto de que la muerte no es nada para nosotros hace que el carácter mortal de la vida no nos impida gozarla, y esto no colocando ante nosotros la perspectiva de un tiempo indefinido, sino quitándonos el deseo de la inmortalidad”. La concepción del más allá, tal como existe en el mundo cristiano, tan imbuido de la vida eterna del alma, no quita el sueño a ningún griego."

Enrique Gómez Carrillo
Tomada del libro El Libro que mata a la Muerte de Mario Roso de Luna, página 90


"En todos los países del mundo el mes de abril es el mes de las flores. En París es el mes de los cuadros. ¿Cuántos cuadros se exponen en París durante el mes de abril? ¿Cinco mil? ¿Diez mil? ... Más aún: quince o veinte mil. Naturalmente entre todos ellos no hay ni un octavo por ciento que sea admirable; pero el conjunto sirve para hacernos ver que aún hay una ciudad en la tierra que considera el arte como uno de los más intensos elementos de vida."

Enrique Gómez Carrillo
El alma encantadora de Paris



“(…) Lo que busco es algo más frívolo, más sutil, más pintoresco y más positivo: la sensación.”

Enrique Gómez Carrillo



“Lo que me interesa es la vida, la luz, el cielo, el mar, y las sonrisas, y también las tristezas…”

Enrique Gómez Carrillo


“Los bohemios existen hoy, como existieron ayer, como existirán mañana (…) La bohemia es sencillamente la juventud pobre que se consagra a las artes y que llena su miseria con orgullo.”

Enrique Gómez Carrillo
La miseria en Madrid (1921)



“¿Para qué cerrar los ojos tratando de no ver lo que perdemos, cuando todo está dentro de nuestros corazones?… Mejor es embriagarnos de melancolía, agitando siempre, al poner el pie en el barco, un pañuelo húmedo de lágrimas. Poco a poco, así, sin hipocresías sentimentales, llegamos a amontonar  tantas nostalgias, que nuestro pecho se acostumbra a ellas y las necesita como se necesita el aire. Allá está una torre que ya se desvanece de un jardín… allá está la mancha verde de un jardín… allá está una ventana cerrada… Guardemos todo esto para evocar más tarde y para poder decir un día: Allá tal vez, habría sido feliz… Gocemos amargamente, saboreando a sorbos epicúreos la copa que contiene la continua y suave agonía de nuestras ilusiones momentáneas.”

Enrique Gómez Carrillo
 La Vida Errante




“Poco a poco, así, sin hipocresías sentimentales, llegamos a amontonar tantas nostalgias, que nuestro pecho se acostumbra a ellas y las necesita como se necesita el aire. Allá está una torre que ya se desvanece en el espacio… allá está la mancha verde de un jardín… allá está una ventana cerrada… guardemos todo eso para evocarlo más tarde y para poder decir un día: “allá, tal vez, habría sido feliz…”. Al fin y al cabo, ¿no es acaso la muerte la única ventura real de la vida…? Pues entonces, ya que “partir c’est mourir un peu”, gocemos amargamente, saboreando a sorbos epicúreos la copa que contiene la continua y suave agonía de nuestras ilusiones momentáneas.”

Enrique Gómez Carrillo




No hay comentarios: