EL último segundo

Quizás sea la primera contemplación lúcida,
el primer vistazo… el que comprende. 
Muy parecido al primer vuelo de un pájaro,
a la sensación de la ola que no había acariciado la arena. 

Una sensación que se percibe unos segundos,
porque como toda iniciación, es fugaz.
Lo originario no se repite, ni puede retenerse,
se extiende como una sombra hacia la continuidad.
Una que, en este caso, da un salto a lo desconocido. 

Los rostros, las voces, los roces, los recuerdos, 
miedos, despedidas y arrepentimientos,
mezclados con lo aterrador de saberse realmente vivo,
del significado efímero de la permanencia. 

Cada segundo cargado del peso que jamás advertimos.
El tiempo sólo se percibe cuando nos paralizamos.
Y nos envuelve un temor instintivo,
porque no sabemos sonreír ante lo inevitable.

Donde quiera que la mirada se pose
deja una cicatriz invisible de entendimiento,
que nos acompañará con un silencio pavoroso.
A fin de cuentas, no se puede explicar
la historia de la brisa que roza con desconsuelo. 

La consciencia se revela aterradora, 
como dicta su naturaleza refundida en pureza.
Cuando finalmente se desnuda ante nosotros
lo hace para destruirlo todo. 

Cada instante premeditadamente registrado,
ya que sin el recuerdo no brota el pavor, 
no puede doler el abandono de lo que no conocimos. 
Es una crueldad tan pura que sólo puede inspirar sosiego.

Todo importa, todo cuenta. Cada sonrisa, 
cada beso, cada orgasmo, cada lágrima,
cada despedida, cada dolor y, a la vez, 
nada realmente tiene peso, ni importancia. 

Es el juego malévolo que despliega 
ante una vida que florece e intenta dilatarse
justo antes del segundo que se extiende hacia lo eterno,
que no espera contemplar lo espeluznante de lo absoluto.

Porque la muerte no señala,
apunta.

Ara López



Una noche como esa

Noches, que en silencio maquiavélico,
van calculando el tamaño de la herida, 
esquematizando con aterradora delicadeza 
una cicatriz indestructible.

Cómplices de pieles que se rozan 
provocando un eco erizado, 
que se extiende lentamente,
hincha el pecho, inflama los labios, 
y quiere calcinar todo lo que alcance. 

Una oscuridad que se revela 
como dos serpientes que danzan y entrelazan, 
como dos mares que se estrellan, 
como el deseo que consigue acoplarse sin ensayo. 

Tuvo que haber sido una de esas noches,
cuando la realidad punzante debió apartarse
ante la desnudez de quienes olvidaron sus nombres
para detenerse en el tiempo, para fundirse con el espacio. 

En medio de un silencio calculadoramente provocativo,
se engendraba, desde lo más profundo, 
con un dolor similar al de una estrella agonizante,
lo que un beso desnudo no sospechó fecundar.

La locura para amarse nació una noche como esa.

Ara López



No hay comentarios: