¿Con quién guerreas, dí, bajo la tierra?

(Elegía a Miguel de Unamuno)

     ¿Con quién guerreas, di, bajo la tierra?
¿Por cuál verdad combates, entre muertos?
¿O paz al fin hallaste, sin batalla,
quebrados ya tus votos de guerrero?

     ¿Con Dios luchas aún por ver su rostro
con esos ojos de hombre que no tienes?
¿O por salvarlos tú del polvo triste,
la ceguera final triunfante vences?

     ¿O consumaste ya la eterna muerte
(en carne y alma, a veces, premorías),
traspasado su umbral y cuya puerta
no vuelva a abrirse más hacia la vida?

     ¿O tu Caín te sigue y te persigue
bajo cruces y lápidas con nombres
que las lluvias no borran ni las lágrimas?
¿O tu Abel te consuela de pasiones?

     ¿Vaga solo tu espíritu? ¿Descansas?
¿O te cercan tus hijos, personajes
patéticos y bufos, angustiados,
que habitan en nosotros perdurables?

     ¿O libertado yaces de ti mismo?
¿Unamunescamente tu locura
quijotizó a los muertos que encontraste?
¿Paradojas no son algunas tumbas?

     ¿O compartes tu muerte con Teresa?
¿Tú no eres Rafael? Y di, ¿no es ella
tu dulce Concha, puerto de tu vida?
¿En su valva de amor no te aposentas?

     ¿O el Cristo de tus sueños te redime
de nostalgias humanas y tristezas?
¿En su pecho te tiene reclinado?
¿O ese dolor de España es tu condena?

     ¡Ay, Castilla te guarda ya por siempre
en su palma rugosa! ¡Así, callado,
eres honda simiente de los siglos,
pan y agua de vida en esos páramos!

     ¡Esa bóveda azul de España entera
es la urna que Dios dejó a tu suerte!
Las cumbres te contemplan, las ciudades,
encina, robledal y musgo verde.

Concha Zardoya González


Desnudo casi

Desnudo casi,
¿mirando lo que escribo
ante tus ojos?
¿Aquel lejano punto
que te miraba a ti,
luminosa pupila
que entonces te veía
desde su oscura cámara
para que yo pudiera
hoy contemplarte
con íntima ternura
de renovada infancia?
No importe que yo dude:
tú me sonríes. Basta.

Concha Zardoya González
De: Alrededores míos



Dominio del llanto

                                              A Jerónimo y a José Luis Durán de Cotes

¡Ay! La tierra que habito, sin dinteles
se ofrece resignada al verde llanto 
que de la nada viene al universo,
dominando en el centro de los ojos.

Hasta el cariño es agua de tristeza.
Hasta el cariño es césped vulnerable.
Y de lágrimas nacen las violetas,
el suave musgo negro de las ruinas. 
¿Duros cielos que buscan el olvido
Propagan el dolor sobre la nieve?
¿Duros cielos agolpan, tumultuosos,
las legiones del llanto en los países?

¿Son los ángeles fieros, despeinados,
huidos del Señor y de sus tronos?
¿Son los caballos ciegos de los bosques,
en galopar frenético, sin rumbo?

¿Son las manos del viento, enloquecido,
golpeando las torres y los senos
de las vírgenes nubes, de las niñas
que lloran sin saber los sueños tristes?

¿O es el rayo de Dios que incendia y pide
torrentes de dolor para apagarse,
o refrescar la sed que tiene viva
con el llanto crecido entre los hombres?

Y el corazón se estalla como un fruto,
calcinado de amor bajo los árboles:
el compasivo llanto le convierte 
en una roja flor desesperada. 

Concha Zardoya González


El abanico

Ha cerrado tu mano el abanico
y sonreír tu boca sólo sabe
en dulce faz que el tiempo no ha borrado
todavía.
Desde tu ayer me miras y su niebla
encubre días, noches, largos años.
Más joven que yo eres, madre mía,
y parece que buscas un refugio
que yo quisiera darte sin dudarlo.
Hija mía
serías tú... Soy vieja -ya lo sabes-,
mas tu cuna sería el corazón
que no envejece nunca en su ternura:
en él te mecería dulcemente.

Y mecer tu sonrisa yo sabría.
Tu abanico ha de abrirse al nuevo aire
con ademán feliz y gesto suave:
la gasa rasgaría de gris niebla.

Trasvasadas sonrisas tuyas, mías,
unirán el pasado y el presente.
Han trasvasado amor de las dos almas:
se abre el abanico lentamente...
Y de nuevo a tu lado soy ya niña
y tú madre otra vez, con tu abanico
que abres y reabres sonriendo.

Concha Zardoya González



En otra orilla

                                                                      A Rosalía de Castro

En otra orilla estás, en donde sueñas
con el Sar y sus aguas de ceniza,
con montes grises y árboles desnudos,
con las dolientes brumas de las rías,
los tristes charcos negros de la lluvia
y el largo, largo viento que gemía.
En otra orilla estás, ya sin campanas,
pero sueñas aún con esas íntimas
aguas de hondas fuentes que lloraban
por desvalidas aves fugitivas.
Y la verde frescura de los campos
en la noche se acerca hasta tu orilla.
En la otra ribera te acompañan
los sueños que soñaste en la vida,
cumplidos ya, colmada primavera
de tu alma dulce, pura, sensitiva.
Y el más largo silencio de los muertos
te da su paz y larga compañía.

Concha Zardoya González



Espejo antiguo
               
Mitad en sombra,
mitad en luz,
el espejo es ventana
o caverna difusa
que se adentra
en un callado espacio
sin salida.

Concha Zardoya González
De: Alrededores míos



La noche

«Duérmete» - dicen
los que no duermen.

Se abren las sombras:
sus brazos te mecen.

Las aves del sueño
en ellas se ciernen.

Tus ojos, despacio,
a un pozo descienden.

Los pájaros, hondos,
tu sueño protegen.

Dormida, te salvan
de voces que temes.

Dormida, la noche
te vela sin verte. 

Concha Zardoya González



Último sueño

   (A Palomita)

     ¿Qué sueño ese tuyo?
(¿El álamo de oro?)

     ¿Qué sueñas, dormida?
(¿Las aguas sin fondo?)

     ¿Quién va por tu noche?
(¿Los pájaros solos?)

     ¿Te pesa la tierra?
(¿Las olas? ¿El gozo?)

     ¿O duermes sin sueño,
sin llanto, en el polvo?

Concha Zardoya González




























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