Claro de luna

Me he detenido.

En la voz interior de la piedra,
en la piedra escrita en la mano,
en la edad que se teje y desteje en mi voz.

Con el tiempo acunando el acero,
con el rostro de nadie,

me he detenido.

En los despojos que salen de aquellos
que enfangan el agua
con la náusea callada y tan lejos
del aire...

me he detenido.

Y he mirado por encima del muro
la palabra escupida en la tierra

y luego y luego...

Cansada de abrocharme las mañanas
cansada de esta habitación oscura
cansada de esta hiel seca que cabecea
en la sangre, llena de sed, llena
de otros, dentro de mí, decapitada.

Vacía de todo,
con la savia muerta entre los brazos
he bajado los párpados a la sombra
y asida al filo de la navaja...

dispongo los nombres, la esperanza,
el sudor viscoso de la vida,
el final del beso, el vaho monstruoso
del amor y de su máscara deforme.

Sin cuerpo, sin texto.

Cansada de la ceremonia íntima y sagrada

de ser locura ártica que vivirá de la nieve.

Concha Nieto



"Hablo del otoño que soy yo en la esquina de un libro.
inmóvil en mitad de una mesa,
desteñida en la hoja desnuda que respira
en el fondo de un lago.
Hablo de largas tardes saludando a las rosas,
y de sombras que flotan y se pierden
en el polvo seco de todos los días.
Deshago la piel y la voz de los dedos,
inevitablemente para no escribir con las manos,
para no morir huyendo mientras la noche,
ilumina el blanco de las horas y el tiempo,
reposa en su propia muerte.
Vacío las maletas,
las despojo de voces malheridas,
de ti, de mí, de impuros labios,
y vuelvo al centro de la mesa,

a ser otoño en la esquina de un libro."

Concha Nieto



Incompleto

Desde niña me acostumbré a pasear
por calles solitarias,
a veces con un libro en las manos,
otras con la muerte.

Me acostumbré a doblar en dos la noche
y a vivir detrás de los visillos,
o en el sonido absolutorio
de las campanas de la iglesia.

Noche a noche mis ojos
se mezclaban con el agua
y mis pies subían a los árboles,
en busca de una nota, un acorde,
un mundo donde poder refugiarme.

Casi por diversión trepaba a los tejados
y con mi gorro blanco,
ordenaba iluminados trenes que silbaban
bajo un cielo de escarcha.

Después, encendía velas que ocultaba
debajo de las sábanas
para leer a los muertos mientras oía
los ruidos de la calle.

Los gritos de algún borracho maldiciendo,
el tiempo de las llaves felices,
la marcha alegre del agua calle abajo,
la risa de alguna muchacha enamorada,
la música, los besos,
los pasos apresurados, la música,
los besos, el silencio,
el roce de la piel, los besos.

Desde niña me acostumbré
al dolor y a la renuncia,
a los largos paseos sin nadie,
a buscar en mi mente la locura,
la mudez, el luto en la palabra.

Hice brotar sangre de un piano y recé,
sin éxito, a un dios de hierro.
Mi mejor amiga era una prostituta
que quiso, también sin éxito,
que un vientre abominable,
me cubriese de oro.

Pero mi oro eran los minutos,
que pasaba sola, mi oro,
eran las horas que bailaba
en el interior de una jaula, mi oro,
eran aquellas pequeñas ardillas,
frente a los jardines chinos.

Hay un silencio que me espera
después de ser la niña
que creció desnuda.

Han llegado las horas finales.
Abro el cajón de las llamas.
El habitante duerme en su esquina,
ignora el daño que ha dejado en mi nuca,
ignora el horroroso asesinato
que ha cometido.

Han llegado las horas finales.
El visitante ha llegado del norte,
y en lugar de zapatos, lleva en sus pies,
dos ánforas de hierro.
Lleva un reloj de papel en la muñeca
y promesas de azúcar
que se comen las hormigas.

Me arrastra,
hasta ese lugar donde desaparecen
los oídos, me arrastra, sin estridencias,
como un elefante buscando
la ruta de su propio cementerio.

Pero ya desde niña,
me acostumbré a pasear
por calles solitarias, a veces con un libro,
a veces con la muerte,
discretamente,
como quien acaricia las hojas de un libro
incompleto.

Y será difícil volver a ese estado
febril, a aquella inexplicable sensación
de plenitud de besar las hojas de un libro
con forma de soga.

Tengo las ventanas cerradas
y miro la luz que se derrama en la mesa,
el barro que forma este desorden,
en las estanterías donde muere
y vive mi vida.

Mis manos se alejan del rojo.
Mis manos se cierran.
No hay palacio que se encienda de nuevo.

En la otra esquina quemo palabras,
hojas, alabastros, plumas
que ya no tienen tinta, almanaques,
fotos. Destruyo tu nombre y el mío.
Elimino el quizá y el por qué.
Las inútiles promesas de siempre,
congelo las frases.

Las horas y el desasosiego cantan
como pájaros pequeños.

Tengo las cortinas cerradas
y levanto una copa de vino
mientras fumo tabaco de vainilla
y brindo por vosotros.

Por los amigos de efímeros
y por aquéllos que florecieron
mientras hubo fuego.
Por el que se bebió mi tiempo
mientras me mataba.
Por el que con palabras de sal
me impidió creer en nada.
Por el poeta demasiado borracho de amor
para reescribir, en una nueva hoja,
una nueva historia,
Por aquél que me oculta al amanecer.
Por aquél que no supo traspasar los límites
y se quedó al otro lado del palacio de las lunas.

Ahora el visitante y el habitante
duermen juntos en la misma cama,
se quitan las botas, se estiran,
beben de la misma botella,
miran mi retrato y me arrancan los labios.

Hoy mi sombra y yo estamos juntas,
celebrando en una hermosa playa,
las cenizas que vuelan y cambian,
del gris al verde pálido, del verde pálido
al púrpura mientras se ahoga en el mar
todo mi cuerpo.

Hace ya tanto tiempo que el viento no sopla,
que se me ha olvidado abrir la puerta.

Concha Nieto






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