Atrevimiento amoroso

Amor, tú que me diste los osados
intentos y la mano dirigiste
y en el cándido seno la pusiste
de Dorisa, en parajes no tocados;

si miras tantos rayos, fulminados
de sus divinos ojos contra un triste,
dame el alivio, pues el daño hiciste
o acaben ya mi vida y mis cuidados.

Apiádese mi bien; dile que muero
del intenso dolor que me atormenta;
que si es tímido amor, no es verdadero;

que no es la audacia en el cariño afrenta
ni merece castigo tan severo
un infeliz, que ser dichoso intenta.

Nicolás Fernández de Moratín


Bendita sea la hora

Bendita sea la hora, el año, el día
y la ocasión y el venturoso instante
en que rendí mi corazón amante
a aquellos ojos donde Febo ardía.

Bendito el esperar y la porfía
y el alto empeño de mi fe constante
y las saetas y arco fulminante
con que abrasó Cupido el alma mía.

Bendita la aflicción que he tolerado
en las cadenas de mi dulce dueño
y los suspiros, llantos y esquiveces,

los versos que a su gloria he consagrado
y han de vencer del duro tiempo el ceño,
y ella bendita innumerables veces.

Nicolás Fernández de Moratín



“Con fortuna, cualquiera es virtuoso.”

Nicolás Fernández de Moratín


El gallo y el zorro

Un gallo muy maduro,
de edad provecta, duros espolones,
pacífico y seguro,
sobre un árbol oía las razones
de un zorro muy cortés y muy atento,
más elocuente cuanto más hambriento.

«Hermano», le decía,
«ya cesó entre nosotros una guerra
que cruel repartía
sangre y plumas al viento y a la tierra.
Baja; daré, para perpetuo sello,
mis amorosos brazos a tu cuello.»

«Amigo de mi alma»,
responde el gallo, «¡qué placer inmenso
en deliciosa calma
deja esta vez mi espíritu suspenso!
Allá bajo, allá voy tierno y ansioso
a gozar en tu seno mi reposo.

«Pero aguarda un instante,
porque vienen, ligeros como el viento,
y ya están adelante,
dos correos que llegan al momento,
de esta noticia portadores fieles,
y son, según la traza, dos lebreles.»
dijo el zorro, «que estoy muy ocupado;
luego hablaré contigo
para finalizar este tratado.»

El gallo se quedó lleno de gloria,
cantando en esta letra su victoria:
Siempre trabaja en su daño
el astuto engañador;
a un engaño hay otro engaño,
a un pícaro otro mayor.

Nicolás Fernández de Moratín



Fiesta de toros en Madrid

Madrid, castillo famoso
que al rey moro alivia el miedo,
arde en fiestas en su coso,
por ser el natal dichoso
de Alimenón de Toledo.

Su bravo alcaide Aliatar,
de la hermosa Zaida amante,
las ordena celebrar,
por si la puede ablandar
el corazón de diamante.

Pasó, vencida a sus ruegos,
desde Aravaca a Madrid.
Hubo pandorgas y fuegos
con otros nocturnos juegos
que dispuso el adalid.

Y en adargas y colores,
en las cifras y libreas,
mostraron los amadores,
y en pendones y preseas,
la dicha de sus amores.

Vinieron las moras bellas
de toda la cercanía,
y de lejos muchas de ellas,
las más apuestas doncellas
que España entonces tenía.

Aja de Getafe vino
y Zahara la de Alcorcón,
en cuyo obsequio muy fino
corrió de un vuelo el camino
el moraicel de Alcabón.

Jarifa de Almonacid,
que de la Alcarria en que habita
llevó a asombrar a Madrid,
su amante Audalla, adalid
del castillo de Zorita.

De Adamuz y la famosa
Meco, llegaron allí
dos, cada cual más hermosa,
y Fátima, la preciosa
hija de Alí el Alcadí.

El ancho circo se llena
de multitud clamorosa
que atiende a ver en su arena
la sangrienta lid dudosa,
y todo en torno resuena.

La bella Zaida ocupó
sus dorados miradores
que el arte afiligranó,
y con espejos y flores
y damascos adornó.

Añafiles y atabales,
con militar armonía,
hicieron salva y señales
de mostrar su valentía
los moros más principales.

No en las vegas de Jarama
pacieron la verde grama
nunca animales tan fieros,
junto al puente que se llama,
por sus peces, de Viveros,

como los que el vulgo vio
ser lidiados aquel día,
y en la fiesta que gozó,
la popular alegría
muchas heridas costó.

Salió un toro del toril
y a Tarfe tiró por tierra,
y luego a Benalguacil,
después con Hamete cierra,
el temerón de Conil.

Traía un ancho listón
con uno y otro matiz
hecho un lazo por airón,
sobre la inhiesta cerviz
clavado con un arpón.

Todo galán pretendía
ofrecerle vencedor
a la dama que servía;
por eso perdió Almanzor
el potro que más quería.

El alcaide, muy zambrero,
de Guadalajara, huyó
mal herido al golpe fiero,
y desde un caballo overo
el moro de Horche cayó.

Todos miran a Aliatar,
que aunque tres toros ha muerto,
no se quiere aventurar,
porque en lance tan incierto
el caudillo no ha de entrar.

Mas viendo se culparía,
va a ponérsele delante;
la fiera le acometía,
y sin que el rejón la plante
le mató una yegua pía.

Otra monta acelerado;
le embiste el toro de un vuelo,
cogiéndole entablerado;
rodó el bonete encarnado
con las plumas por el suelo.

Dio vuelta hiriendo y matando
a los que a pie que encontrara,
el circo desocupando,
y emplazándose, se para,
con la vista amenazando.

Nadie se atreve a salir;
la plebe grita indignada;
las damas se quieren ir,
porque la fiesta empezada
no puede ya proseguir.

Ninguno al riesgo se entrega
y está en medio el toro fijo,
cuando un portero que llega
de la Puerta de la Vega
hincó la rodilla y dijo:

«Sobre un caballo alazano,
cubierto de galas y oro,
demanda licencia urbano
para alancear a un toro
un caballero cristiano».

Mucho le pesa a Aliatar;
pero Zaida dio respuesta
diciendo que puede entrar,
porque en tan solemne fiesta
nada se debe negar.

Suspenso el concurso entero
entre dudas se embaraza,
cuando en un potro ligero
vieron entrar por la plaza
un bizarro caballero.

Sonrosado, albo color,
belfo labio, juveniles
alientos, inquieto ardor,
en el florido verdor
de sus lozanos abriles.

Cuelga la rubia guedeja
por donde el almete sube,
cual mirarse tal vez deja
del sol la ardiente madeja
entre cenicienta nube.

Gorguera de anchos follajes,
de una cristiana primores,
por los visos y celajes
en el yelmo los plumajes,
vergel de diversas flores.

En la cuja gruesa lanza
con recamado pendón,
y una cifra a ver se alcanza
que es de desesperación,
o a lo sumo de venganza.

En el arzón de la silla
ancho escudo reverbera
con blasones de Castilla,
el mote dice a la orilla:
Nunca mi espada venciera.

Era el caballo galán,
el bruto más generoso,
de más gallardo ademán:
cabos negros, y brioso,
muy tostado, y alazán;

larga cola recogida
en las piernas descarnadas,
cabeza pequeña, erguida,
las narices dilatadas,
vista feroz y encendida.

Nunca en el ancho rodeo
que da Betis con tal fruto
pudo fingir el deseo
más bella estampa de bruto
ni más hermoso paseo.

Dio la vuelta al rededor;
los ojos que le veían
lleva prendados de amor.
«Alá te salve», decían,
«déte el Profeta favor».

Causaba lástima y grima
su tierna edad floreciente;
todos quieren que se exima
del riesgo, y él solamente
ni recela, ni se estima.

Las doncellas, al pasar,
hacen de ámbar y alcanfor
pebeteros exhalar,
vertiendo pomos de olor,
de jazmines y azahar.

Mas cuando en medio se para,
y de más cerca le mira
la cristiana esclava Aldara,
con su señora se encara
y así la dice, y suspira:

«Señora, sueños no son;
así los cielos, vencidos
de mi ruego y aflicción,
acerquen a mis oídos
las campanas de León,

»como ese doncel que ufano
tanto asombro viene a dar
a todo el pueblo africano,
es Rodrigo de Vivar,
el soberbio castellano».

Sin descubrirle quién es,
la Zaida desde una almena,
le habló una noche cortés,
por donde se abrió después
el cubo de la Almudena.

Y supo que, fugitivo
de la corte de Fernando,
el cristiano, apenas vivo,
está a Jimena adorando
y en su memoria cautivo.

Tal vez a Madrid se acerca
con frecuentes correrías
y todo en torno la cerca;
observa sus saetías
arroyadas, y ancha alberca.

Por eso le ha conocido,
que en medio de aclamaciones,
el caballo ha detenido
delante de sus balcones,
y la saluda rendido.

La mora se puso en pie
y sus doncellas detrás;
el alcaide que lo ve,
enfurecido además
muestra cuán celoso esté.

Suena un rumor placentero
entre el vulgo de Madrid:
«No habrá mejor caballero»,
dicen, «en el mundo entero»,
y algunos le llaman Cid.

Crece la algazara, y él
torciendo las riendas de oro,
marcha al combate crüel;
alza el galope, y al toro
busca en sonoro tropel.

El bruto se le ha encarado
desde que le vio llegar,
de tanta gala asombrado,
y al rededor le ha observado
sin moverse de un lugar.

Cual flecha se disparó
despedida de la cuerda,
de tal suerte le embistió;
detrás de la oreja izquierda
la aguda lanza le hirió.

Brama la fiera burlada;
segunda vez acomete,
de espuma y sudor bañada,.
y segunda vez la mete
sutil la punta acerada.

Pero ya Rodrigo espera
con heroico atrevimiento,
el pueblo mudo y atento;
se engalla el toro y altera,
y finge acometimiento.

La arena escarba ofendido,
sobre la espalda la arroja
con el hueso retorcido;
el suelo huele y le moja
en ardiente resoplido.

La cola inquieto menea,
la diestra oreja mosquea,
vase retirando atrás,
para que la fuerza sea
mayor, y el ímpetu más.

Él que en esta ocasión viera
de Zaida el rostro alterado,
claramente conociera
cuánto la cuesta cuidado
el que tanto riesgo espera.

Mas, ¡ay que le embiste horrendo
el animal espantoso!
Jamás peñasco tremendo
del Cáucaso cavernoso
se desgaja, estrago haciendo,

ni llama así fulminante
cruza en negra obscuridad
con relámpagos delante
al estrépito tronante
de sonora tempestad,

como el bruto se abalanza
en terrible ligereza;
mas rota con gran pujanza
la alta nuca, la fiereza
y el último aliento lanza.

La confusa vocería
que en tal instante se oyó
fue tanta que parecía
que honda mina reventó,
o el monte y valle se hundía.

A caballo como estaba,
Rodrigo el lazo alcanzó
con qué el toro se adornaba;
en su lanza le clavó
y a los balcones llegaba.

Y alzándose en los estribos,
le alarga a Zaida, diciendo:
«Sultana, aunque bien entiendo
ser favores excesivos,
mi corto don admitiendo,

si no os dignáredes ser
con él benigna, advertid
que a mí me basta saber
que no le debo ofrecer
a otra persona en Madrid».

Ella, el rostro placentero,
dijo, y turbada: «Señor,
yo le admito y le venero,
por conservar el favor
de tan gentil caballero».

Y besando el rico don,
para agradar al doncel,
le prende con afición
al lado del corazón,
por brinquiño y por joyel.

Pero Aliatar el caudillo
de envidia ardiendo se ve,
y trémulo y amarillo,
sobre un tremacén rosillo
lozaneándose fue.

Y en ronca voz, «Castellano»,
le dice, «con más decoros
suelo yo dar de mi mano
si no penachos de toros,
las cabezas del cristiano.

»Y si vinieras de guerra
cual vienes de fiesta y gala,
vieras que en toda la tierra,
al valor que dentro encierra
Madrid, ninguno se iguala».

«Así», dijo el de Vivar,
«respondo», y la lanza al ristre
pone y espera a Aliatar;
mas sin que nadie administre
orden, tocaron a armar.

Ya fiero bando con gritos
su muerte o prisión pedía,
cuando se oyó en los distritos
del monte de Leganitos
del Cid la trompetería.

Entre la Monclova y Soto
tercio escogido emboscó,
que viendo cómo tardó,
se acerca, oyó el alboroto,
y al muro se abalanzó.

Y si no vieran salir
por la puerta a su señor
y Zaida a le despedir,
iban la fuerza a embestir,
tal era ya su furor.

El alcaide, recelando
que en Madrid tenga partido,
se templó disimulando,
y por el parque florido
salió con él razonando.

Y es fama que a la bajada
juró por la cruz el Cid
de su vencedora espada,
de no quitar la celada
hasta que gane a Madrid.

Nicolás Fernández de Moratín

"Llevado de la curiosidad, asistí a esta función, tomando un billete por siete chelines (35 reales de nuestra moneda): al entrar se entrega al portero, y éste le rasga, dando un pedazo de él a cada uno de los que van pasando, para que por él pueda pedir una botella al fin de la comida. Empezóse a juntar la gente en una sala de recibimiento. Llegó Mr. Erskine que debía presidir la función, y fue recibido con grandes palmadas y aplauso. A poco rato después se subió en una mesa, y leyó un discurso que llevaba escrito, en que habló largamente contra el Ministerio reprobando, ya de intento, o ya por incidencia, la convocación extraordinaria del Parlamento, los temores artificiosamente esparcidos por el pueblo a esfuerzos de los Ministros, para persuadirle que se tramaban revoluciones y conjuraciones en Inglaterra, y disculpar por estos medios las resoluciones violentas y despóticas que habían tomado, contrarias a la libertad inglesa y a la Constitución. Habló de la falta de observancia de esta misma Constitución en sus más principales artículos; ridiculizó, trató de ilegales, inútiles y absurdas las Juntas de las parroquias, compuestas de nobles, propietarios ricos e individuos del Clero, gentes que (en su opinión) sólo existen por abusos tolerados, y que se interesan en que los abusos se perpetúen; intentando probar, a su modo, que mientras ellos tomaban el nombre de la nación inglesa, el pueblo, que verdaderamente constituye la nación, o la mayor y mejor parte de ella, gemía oprimido bajo el yugo más intolerable.
Habló de la necesidad urgente de oponer un remedio a tantos males, y fijó su atención en la libertad de la prensa, que ya los Ministros habían intentado oprimir, tanto con la causa fulminada contra Tomás Payne, como por las persecuciones que diariamente seguían suscitando a otros muchos, que habían manifestado sus ideas acerca de la inobservancia de la Constitución y del abuso que los Ministros hacían de la autoridad, que se les confiaba para fines más justos. Concluyó, pues, diciendo que el medio más vigoroso de contener el despotismo consistía en instruir al pueblo sobre sus verdaderos intereses; que esto no se lograba sin la circulación de opiniones; y que éstas no podían manifestarse sino por medio de la prensa, cuyo uso libre e independiente del Gobierno era absolutamente necesario para la corrección de tantos abusos, para sostener la libertad inglesa, ya vacilante, y apresurar con la instrucción pública la prosperidad de la nación.
Este discurso fue muchas veces interrumpido con aplausos, y por aclamación se decretó la impresión de él. Mr. Sheridan subió después a la mesa, y en una pequeña arenga que hizo apoyó las opiniones de su amigo, aplaudió su celo y sus luces, y dijo que si algún defecto podía notarse en el discurso que acababa de leer, era sólo el de estar escrito con demasiada moderación."

Nicolás Fernández de Moratín
Apuntes sueltos de Inglaterra


"Mas porque putas hay tan imposibles al parecer (que en realidad ninguna hallarás imposible ni aun difícil); porque al hacer valer la mercancía pretenden ser rogadas, y el putero no ha de gastar ni tiempo ni dinero, más que comer, entonces son precisas las alcahuetas de rosario en mano que hacen novenas y oyen muchas misas. Estas te ponen el camino llano si no quieres cansarte en ir con ruegos.
(...)
Ya sabe el mundo la perversa gente que son los alguaciles y escribanos; éstos persiguen a las pobres putas, no con deseos de extinguir lo malo, pues comen con delitos, y su vida pende de hombres sin ley, facinerosos, y la santa virtud es su homicida; y aunque saben que no es el estafarlas medio de corregirlas, pues quedando pobres, prosiguen siempre puteando, las roban con achaque de enmendarlas."

Nicolás Fernández de Moratín
Arte de las putas




Oda a los ojos de Dorisa

Ojos hermosos
de mi Dorisa:
yo os vi al reflejo
de luces tibias...
¡Noche felice,
no te me olvidas!
Turbado y mudo
quedé a su vista,
susto de muerte
me atemoriza,
y sólo huyendo
pude evadirla.

Ojos hermosos:
yo así vivía,
cuando amor fiero
gimió de envidia.
Quiso que al yugo
la cerviz rinda,
y os me presenta
con pompa altiva,
una mañana,
cuando ilumina
Febo los prados
que abril matiza.
Vi que con nuevas
flores se pinta
el suelo fértil,
la cumbre fría;
los arroyuelos
libres salpican,
sonando roncos,
la verde orilla.
Gratos aromas
el viento espira,
cantan amores
las avecillas.

Ojos hermosos:
yo me aturdía,
cuando me ciega
luz improvisa,
con más incendios
y más rüinas
que si centellas
Júpiter vibra.
Nunca posible
será que diga
que pena entonces
me martiriza.
¡Qué feliz era,
qué bien hacía
mientras huyendo
sus fuegos iba!

Ojos hermosos:
si conocida
a vos os fuese
vuestra luz misma,
o en el espejo
la reflexiva
tanto mostrara,
conoceríais
qué estrago al orbe
se le destina,
bien con enojos
bien con delicias.
¡Ay cómo atraen,
cómo desvían,
cómo sujetan,
cómo acarician!

Piedad, hermosas
lumbres divinas,
de quien amante
os solemniza.
Y si a mi verso
la suerte amiga
da, que en el mundo
durable exista,
aplauso eterno
haré que os siga,
y en otros siglos
daréis envidia.

Nicolás Fernández de Moratín



"Que es víbora enfurecida la mujer despreciada."

Nicolás Fernández de Moratín


Saber sin estudiar

Admiróse un portugués
de ver que en su tierna infancia
todos los niños en Francia
supiesen hablar francés.
«Arte diabólica es»,
dijo, torciendo el mostacho,
«que para hablar en gabacho
un fidalgo en Portugal
llega a viejo y lo habla mal;
y aquí lo parla un muchacho.

Nicolás Fernández de Moratín





















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