Boceto

Color moreno, frente despejada,
mirar lánguido, altivo y penetrante,
la barba negra, pálido el semblante,
rostro enjuto, nariz proporcionada.

Mediana talla, marcha compasada;
el alma de ilusiones anhelante,
agudo ingenio, libre y arrogante,
pensar inquieto, mente acalorada.

Humano, afable, justo, dadivoso,
en empresa de amor siempre variable,
tras la gloria y placer siempre afanoso.

Y en amor a su patria insuperable!
Este es, a no dudarlo, fiel diseño
para copiar un buen puertorriqueño.

Manuel A. Alonso y Pacheco



El jíbaro en la capital

Don José de los Reyes Pisafirme es uno de mis buenos y antiguos amigos. En el pueblo de Caguas donde él nació y adonde fueron a vivir mis padres cuando yo contaba tres años de edad, asistimos juntos a la escuela, y tanto la población como el hermoso valle que la rodea fueron el teatro de nuestras correrías y travesuras infantiles.

Mi amigo, que es labrador acomodado, tiene ya bastantes años; aunque los lleva con la salud y robustez de un joven. En sus buenos tiempos fue muy trabajador, buen jinete y bailador incansable; hoy es un viejo sesudo y de buen juicio, que así maneja todavía el arado, como sirve una plaza de concejal, y hasta la presidencia, en el ayuntamiento de su pueblo.

Hace algún tiempo le escribí diciéndole: que estaba delicado de salud y pensaba ir a pasar una temporada al campo. A los dos días recibí la contestación siguiente:

«Querido Manuel: pasado mañana salgo para esa y no volveré hasta que te traiga conmigo. Haremos el viaje cuando y cómo quieras, porque para eso llevaré mi coche.

Tuyo

Reyes.»

Dicho y hecho: dos días después vino a buscarme y al día siguiente estaba yo en su casa donde, en el tiempo que permanecí, fui tratado a cuerpo de rey.

No es extraño, pues, que tuviera muchísimo gusto al recibir la siguiente carta, hace unos dos meses.

«Querido amigo: mi Francisca necesita tomar baños de mar. El médico lo dice y no quiero que pierda tiempo; además, sin que el médico lo diga ni yo lo necesite, iré con ella porque así lo quiere, y tú sabes que nunca dejo de complacerla, si puedo. Prepárate para sufrir este recargo que por la vía de apremio te impone y cobrara

tu amigo

 Reyes.»

Acepté el recargo y me dispuse a pagarlo con la mejor voluntad y de muy distinto modo que si me lo hubiera impuesto el Estado, la Provincia o el Municipio.

El día de la llegada de mis huéspedes fuimos a oír música a la plaza principal. La noche estaba muy serena, corría un fresco delicioso, la banda militar tocaba bien y el alumbrado era bastante mejor que otras veces.

-Todo esto es muy agradable -decía mi amigo- lo único que falta es gente. Parece que a los habitantes de la capital gusta muy poco el paseo.

-Así es -le contesté- aquí casi nadie pasea.

-Nunca las señoras fueron amigas de salir de su casa; pero yo recuerdo la época lejana ya, en que la retreta empezaba en la Fortaleza; allí concurrían muchas señoras y caballeros y de aquel punto iban paseando, por esta plaza y la calle de San Francisco hasta la plazuela de Santiago, donde aún tocaba un poco la música.

-Eso era cuando estudiábamos en el Seminario. ¿Quieres que las señoras y señoritas de hoy hagan ese camino delante o detrás de una música militar?

-Yo nada quiero; aunque me gustaría ver más concurrido un sitio que lo es tan poco y sin razón.

-¿Recuerdas cómo era esta plaza en el año 40?

-Perfectamente: su piso al nivel de las calles que la rodean, era el natural, arenoso; de suerte que pocas veces había lodo porque el agua se filtraba; pero en cuanto corría el aire,se levantaban nubes de polvo muy molesto. Pocos años después se cubrió con baldosas en líneas cruzadas, de un metro de ancho cada una y que dejaba entre si cuadrados empedrados con chinos pequeños. En tiempo del general don Juan de la Pezuela se levantó el piso a la altura que hoy tiene sobre las calles, y se construyeron las balaustradas, los asientos y demás obras. El alumbrado por el gas no se estableció hasta el gobierno del general Norzagaray, cuando se introdujo en la ciudad esta mejora.

“En el frente que hoy ocupa el palacio de la Intendencia había entonces una pared alta, sucia y en muchas partes desconchada, con dos órdenes de ventanas fuertemente enrejadas de hierro. Aquel tétrico edificio era el presidio, cuya entrada daba a la calle de San Francisco.

“En el lugar que hoy ocupan las oficinas de la Diputación y el Instituto provincial estaba el antiguo cementerio, cercado con una pared más negra, más sucia, y más deteriorada que la del predio su vecino de enfrente.

“La casa en que hoy están el Casino Español, la Sociedad de Crédito Mercantil y el café La Zaragozana era entonces una construcción paralizada hacía años y cuyas paredes llegaban a la altura del piso principal.

“La casa del Ayuntamiento está poco más o menos lo mismo: tiene ahora una torrecilla más y sobre la del reloj había una figura dorada, giratoria, representando la fama, que marcaba la dirección del viento.

“Tampoco ha mejorado mucho el aspecto de las fachadas de las casas; el que ha ganado bastante es el de las tiendas. En la que hoy tiene escrito en su muestra «Tu Casa» tenía la suya don Antonio Garriga, aquel honradísimo catalán que fue tan amigo de tu padre. El mostrador de pino, pintado de verde, que imitaba un cajón prolongado, estaba cubierto con una pieza de coleta, tendida en varios dobleces a todo su largo: el aparador era de igual madera y pintura que el mostrador; el piso de ladrillos comunes; y no tenía aquel establecimiento más almacén que la trastienda, sobrado capaz para guardar el pequeño surtido que el dueño traía de San Tomás una vez en el año, o acaso más de tarde en tarde. Añádase a esto el alumbrado que daba la llama de dos velas de composición, llamadas en aquel tiempo de esperma, y hasta ocho o diez asientos en forma de catrecitos de tijera con asientos de tela y se completará la imagen de lo que era una de las mejores tiendas de la plaza de Puerto Rico en 1840.

“En ella se reunían por la noche, y hacían la tertulia a la puerta varias personas de las más distinguidas de la ciudad; siendo una de ellas, hasta el año treinta y siete el general don Miguel Latorre, y allí concurría, según aseguraban nuestros padres, el inolvidable bienhechor de la Isla, el intendente don Alejandro Ramírez que, con menos empleados, sin tantos expedientes y dinero, hizo lo que ninguno ha hecho después ni antes de él.”

-Tienes razón, amigo Reyes: muchas veces decía mi padre, que vio y habló no pocas, en la tienda de Garriga, con el célebre Ramírez, que este iba allí casi todas las mañanas, vestido con pantalón de dril blanco, chaleco de pique del mismo color y casaquilla de calancán rayado.Con la mayor bondad y siempre de buen humor departía hasta con los jíbaros que venían a comprar. Era muy querido y más respetado cuanto más se le trataba; jamás se encastilló porque el que se encastilla es porque teme que, viéndolo de cerca, lo conozcan.

-Recuerdo -continuó mi amigo- el aspecto que presentaba esta plaza, único mercado público que existía en la ciudad. Menos la carne que se despachaba en un edificio que estaba en el sitio que hoy ocupa el colegio de niñas de San Ildefonso, todo lo demás se vendía en ella. Animación había mucha más; pero aseo tan poco como puede imaginarse de un sitio en que se detenían por más o menos tiempo las caballerías que traían diariamente los frutos del campo y donde quedaban los despojos de las ventas.

“A las dos o las tres de la tarde hacía la limpieza una brigada de confinados del presidio, y por la noche el capitán que mandaba la guardia principal, alojada en las habitaciones bajas donde hoy se está ahogando por falta de espacio la Biblioteca Municipal, el capitán, repito, hacía sacar unos bancos de pino con respaldar que ocupaban algunos de sus amigos y compañeros de armas, sin excluir los jefes, y alguna vez hasta el capitán general. A las diez de la noche se concluía esta tertulia al aire libre.”

Desde la plaza fuimos a la Mallorquina, bonito café que hoy está de moda y que con justicia merece el favor del público, compartiéndolo con La Zaragozana y La Palma, establecimiento de la misma clase.

-En esto sí que hemos ganado -decía mi huésped al ver el aseo, la claridad del alumbrado, y la bondad de los artículos que se servían-. De las antiguas confiterías, donde se despachaban confituras y vasos de refresco endulzados con panales y algunas horchatas, y aun del primitivo café de Turull, muy mejorado después y cerrado este mismo año, hay hasta este en que estamos gran diferencia.

“Por los años cuarenta y cinco o cuarenta y seis, en el café de las Columnas situado, si no me engaño, en los bajos de la casa que hoy lleva el numero de la calle de la Fortaleza, empezaron a servirse helados, artículo no conocido antes en la Isla. Desde aquella fecha comenzaron las señoras a concurrir a estos sitios, frecuentados antes solo por los hombres.”

Sería interminable la relación de las ocurrencias de mi amigo en todos nuestros paseos; solo citaré algunas.

De las calles de la capital pensaba que hace cuarenta años eran mejores porque estaban recién empedradas; y no comprendía cómo a los coches que rodaban por ellas se les hacía pagar contribución, cuando se debía indemnizar a los dueños por los desperfectos que sufrían sus carruajes.

Del alcantarillado mal construido, incompleto, repugnante al olfato y perjudicial a la salud PÚBLICA, me decía que debió ser inventado por un médico, un boticario o un alquilador de trenes de difuntos.

El puerto, un gran depósito de lodo sobre el cual resbalaban los barcos; y la aduana, lo comparaba a un edificio que hubiera pasado largo tiempo debajo del agua.

Pero cuando el jíbaro se puso serio fue el día que visitó el local que ocupa la Audiencia.

-¿Es posible -exclamó- que el primer Tribunal de Justicia de la Isla funcione en ese caserón ruinoso que parece más propio para almacén de trastos viejos?

Del ensanche de la población decía que hasta ahora había sido para los habitantes de la ciudad como el Mesías de los judíos. ¡Quiera Dios, añadía, que pronto se realice!

El autor repite lo mismo al terminar este artículo. ¡Quiera Dios que esta mejora, la limpia del puerto y otras varias que reclaman con urgencia la salud y el ornato públicos, se realicen pronto, para bien de una población digna por todos conceptos de la protección de todo gobierno que estime su buen nombre y desee la felicidad de sus gobernados!

Manuel A. Alonso y Pacheco


El puertorriqueño

Color moreno, frente despejada,
Mirar lánguido, altivo y penetrante,
La barba negra, pálido el semblante,
Rostro enjuto, nariz proporcionada,

Mediana talla, marcha compasada;
El alma de ilusiones anhelante,
Agudo ingenio, libre y arrogante,
Pensar inquieto, mente acalorada,

Humano, afable, justo, dadivoso,
En empresas de amor siempre variable,
Tras la gloria y placer siempre afanoso,

Y en amor a su patria insuperable:
Este es, a no dudarlo, fiel diseño
Para copiar un buen puertorriqueño.

Manuel A. Alonso y Pacheco



El salvaje

Debajo de una palmera,
en una tarde serena,
se mira sobre la arena
un salvaje reposar.
Junto a sí tiene las flechas
que mil blancos han herido,
y, como él mismo, han sufrido
de cruda guerra el azar.

Su rojo cuerpo desnudo
muestra toda su pujanza,
y en su pecho alguna lanza
atrevida penetro.
Fija la vista en los montes
canta de pesar exento,
sin recordar ni un momento
las riquezas que perdió.

Que venga aquí el europeo
codicioso,
y si acercarse le veo
morirá al punto a mis manos.
Que para sufrir tiranos
en su patria no nací.

Y la muerte
que le diera
prefiriera
con placer,
a la vida
regalada
y pasada
como él.

Que es mi dicha vivir libre
sin cadenas que me opriman,
con su peso solo giman
los esclavos y no yo.

Cuando de noche o de día
yo despierto,
y siento en la selva umbría
de los tigres el aullido,
o de la sierpe el silbido,
mi gozo no tiene igual.

En los valles
y florestas
son mis fiestas
pelear,
con las fieras
más temidas
y sus vidas
acabar.

Que es mi dicha vivir libre
sin cadenas que me opriman,
con su peso solo giman
los esclavos y no yo.
Me han quitado la llanura.
no me importa.
Para probar mi bravura
los montes bastan y sobran
si los indios no recobran
lo que el blanco les robó.

Yo no siento
desconsuelo.
En el suelo
duermo bien.
Y si velo,
mi querida
es mi vida,
mi sostén.

Que es mi dicha vivir libre
sin cadenas que me opriman,
con su peso solo giman
los esclavos y no yo.

Manuel A. Alonso y Pacheco


El sueño de mi compadre

Como no podía menos de suceder en la tierra clásica de los compadres, tengo yo varios y entre ellos uno que con el necesario permiso, presento a mis lectores. Llámase don Cándido y le cuadra perfectamente el nombre: lo que no le cuadra es el apellido Delgado porque pesa más de doscientas libras.

Este mi compadre es un bonachón a carta cabal, servidor y consecuente como pocos; pero fundido en el antiguo molde colonial. Para él el gobernador es todavía el  capitán general de otros tiempos, la Audiencia, el ya olvidado asesor de Gobierno, y los alcaldes, los hace tiempo difuntos tenientes a guerra (Q.D.G.G.). Siempre que se le habla de gobierno, administración de justicia o de cualquier otro ramo, siempre que oye la relación de un suceso que necesita correctivo, siempre que alguien se queja de que le han hecho una injusticia, contesta de un modo invariable: «¡Si yo fuera capitán general!»

¿Qué haría usted?, le he preguntado algunas veces. Entonces me ha contestado sin vacilar y según los casos: que separaría al alcalde o al juez, que pondría en el castillo del Morro al intendente, que embarcaría bajo partida de registro a toda la Audiencia, que desterraría al obispo y hasta fusilaría a la Diputación Provincial. El bueno de mi compadre no se para en barras, y aunque incapaz de ver morir al pollo que han de servirle al almuerzo, sería, por supuesto de palabra, una fiera que acabaría con todos los empleados, si, como el dice, fuera capitán general.

Hace pocos días y al siguiente de uno en que habíamos discutido muy largo, no sobre la bondad de su sistema de gobierno, porque sobre este punto mi compadre no admite discusión, sino sobre las dificultades que habría que vencer al ponerlo en práctica, me lo vi entrar en casa tan alegre, que le pregunté si había sacado el premio grande de la lotería.

-No he sacado premio grande ni chico; pero he sido ya capitán general y por cierto que no me ha gustado el oficio.

Quedeme parado al oír esto, porque me ocurrió la idea de que el pobre hombre se había vuelto loco.

-Vaya -me dijo al notar mi turbación-, ¿no quiere usted saber cómo ha pasado cosa tan rara?

-Nada deseo tanto como saberlo.

-Pues allá va mi historia -me contestó-, después de sentarse y encender un cigarro:

-Anoche me recogí a la hora de costumbre; media hora después mi mujer me despertó, porque mis ronquidos no la dejaban dormir: me volví al otro lado y a poco empecé a soñar que ocupaba el palacio de la Fortaleza como dueño de la casa. Mi ayudante de servicio estaba en su puesto para anunciarme las personas que iban llegando, y yo, como si en mi vida no hubiera hecho otra cosa, las recibía o hacia esperar, según su importancia o la del asunto que había de tratar con ellas.

“Yo estaba completamente transformado; mi natural encogimiento se había convertido en soltura, mi timidez en arrogancia y mi lenguaje torpe en elegante facilidad. Me encontraba más instruido en todas las materias que cuantos conmigo hablaban, y resolvía las cuestiones con un acierto que jamás hubiera creído tener. Todo esto me admiraba; pero lo que menos podía comprender era cómo había adquirido el don de leer en el interior de cada uno lo que pensaba cuando me dirigía la palabra; de manera que conmigo no había falsedad ni disimulo posibles.

“El primero que se me presentó fue un señor, llegado de cierto pueblo de la Isla, vestido por un buen sastre, aunque llevaba la ropa como el que a ella no está acostumbrado; lucía sobre el chaleco gruesa cadena y pesados dijes de reloj y en la camisa ricos botones de brillantes; pisaba recio, hablaba alto y en ciertos momentos ponía cara de traidor de melodrama. Hablome mucho de sus tierras, de sus cañas, de sus ganados y cuando hizo recaer la conversación sobre las personas más notables de su pueblo, me aseguró que allí no había más hombres honrados que él, dos amigos suyos y el alcalde. Los demás, debían inspirarme muy poca a ninguna confianza porque eran díscolos, intrigantes y sobre todo, enemigos del orden y del principio de autoridad. Por fortuna y gracias al don de penetrar en su pensamiento deque yo disfrutaba, estaba oyendo que interiormente se decía:

“-Si supiera este buen general que vendido todo lo que tengo, no alcanzaría para pagar a mis acreedores, que algunos de ellos están en la miseria, mientras yo nado en la abundancia y que el alcalde y los otros dos sujetos que tanto le recomiendo es para que no vean el lazo que les preparo, con el fin de acabar con ellos en la primera ocasión.

“Tentaciones me dieron de echar aquel villano a puntapiés; pero me contuve y le despedí; cuando entraba otro sujeto de buena figura, tan cortes, tan elegante y de maneras y lenguaje tan respetuosos, que me agradó sobremanera. Traía el encargo de presentarme una exposición de un convecino suyo que, según me aseguró, era, además del más rico, el protector, el padre de todos los habitantes de su pueblo, donde nada bueno se hacía sin su anuencia. Él socorría a los necesitados, ponía en paz a los desavenidos, era, en una palabra, la Providencia que llevaba a todas partes la dicha y el contento.

“También este me engañaba, según leí en su interior. El padre, el bienhechor, la Providencia era el azote de aquel pobre pueblo: se había hecho rico a fuerza de mil bajezas y crímenes que habían quedado impunes, y la pretensión que ahora tenía era la de que se le concediera la explotación de un monopolio injusto y dañoso a sus convecinos.

“Después de este agente de malos negocios se me presentó un maestro de escuela que venía a quejarse del alcalde y del Ayuntamiento. A este infeliz cargado de familia le debían ocho meses de sueldo. Al principio encontró quien le prestara dinero al tres por ciento de interés mensual; pasado algún tiempo, otro sujeto se lo facilitó al de un real al mes por cada peso, y últimamente a ningún precio se lo querían dar. Acosado por el hambre fue a ver al alcalde y este, que llevaba cobrados hasta el día todos sus sueldos, le contestó, como otras veces: «No hay dinero, veremos si se cobra algo.»

“-Lo que aquí no hay es justicia, y lo que se cobra es para pagar a otros y no a mí -replicó desesperado el mísero profesor.

“Por esta contestación le suspendieron de empleo y sueldo y se le formó causa por desacato a la Autoridad.

“Esta vez, por más que escudriñaba en el interior de aquel hombre, nada vi que no estuviera de acuerdo con sus palabras y se quedaba corto al hacer relación de las miserias y humillaciones que había sufrido. Debía a la caridad de una buena alma la pequeña suma que necesitó para venir a la capital, y temía que, cuando me hablaba, estuviera expirando uno de sus hijos pequeños que había dejado enfermo. Desde que salió de mi despacho el maestro no pude estar tranquilo y no hacía más que discurrir sobre el castigo que iba a aplicar al alcalde.

“Recibí después hombres importantes que todo lo enredan: empresarios de obras que pretendían hacer la felicidad del país enriqueciéndolo, después de enriquecerse ellos; abastecedores de carne que iban a facilitar este artículo casi de balde a los pueblos, después de haber comprado las reses a los criadores en un cincuenta por ciento menos de su valor, y haber duplicado este al vender la carne; contratistas de alumbrado que nunca alumbraba: defensores, sin peligro, de la religión, de la justicia o de la caridad, con su correspondiente tanto por ciento de ganancia; protectores de alcaldes, de viudas honestas, de hermanas jóvenes y bonitas, de maestras completas e incompletas, de padres y madres con hijos y sin ellos.

“Tantos y tan variados tipos recibí, que no me es posible recordarlos y aburrido ya, iba a retirarme a descansar, cuando llegó la hora del despacho.

“-Gracias a Dios -pensé-. Ahora sí que voy a hacer algo provechoso.

“El empleado que venía a la firma entró con una carga de mamotretos capaz de asustar a cualquiera, y mucho más al que acaba de pasar gran parte del día de un modo tan poco divertido.

“-Antes que otra cosa le dije: deseo ver el expediente formado al profesor de instrucción primaria del pueblo de…

“-Aquí está.

“-¿Por qué se le encausa?

“-Por desacato al alcalde.

“-¿Y qué resulta?

“-Ese maestro se presentó reclamando el importe de algunos sueldos que le adeudan los fondos municipales. El alcalde le contestó que no había dinero en caja; que cuando se cobrara se le pagaría, hasta donde fuera posible. El maestro empezó entonces a gritar: que lo que no había era justicia y que si se cobraba se repartiría como otras veces entre unos cuantos (aludía a la Autoridad) la cantidad que ingresara en los fondos y amenazó al alcalde con que se quejaría al gobernador. Todo esto pasó en presencia de testigos que son el secretario, el escribiente y el depositario de fondos municipales. El informe del alcalde presenta al sumariado como falto de respeto a la Autoridad, díscolo y de mala conducta. Debo añadir también que el señor don N. N., por cuyo conducto recibí esta mañana el expediente, confirma cuanto dice el alcalde.

“-Basta -dije encolerizado pegando fuertemente con la mano sobre la mesa; basta de…

“-Cándido ¡por Dios! ¿te has vuelto loco?

“Era mi pobre mujer que gritaba asustada, porque había recibido en el hombro el puñetazo que, soñando, creía yo haber dado en la mesa del general. Con unos paños de árnica y más aún, con la risa que le produjo la relación de mi sueño, se le pasó pronto el dolor; pero no las ganas de reír, y ríe a menudo y me pregunta si todavía deseo ser capitán general.”

-Y usted -le dije- ¿qué responde a esa pregunta y que piensa de su sueño?

-A la pregunta de mi mujer nada contesto. Nos reímos a dúo y pare usted de contar. En cuanto a lo demás, le confieso que me sucede lo mismo que cuando sueño que se me ha muerto un hijo. Veo cuando despierto que es todo falso, que mi hijo vive y está bueno; pero siento dolor al recordar que le vi amortajado. Del mismo modo me aflige el recordar lo que vi, por más que fuera soñando, y no me parece cosa tan fácil el gobernar pueblos, mientras los gobernantes no tengan el don de leer el interior y saber de este modo lo que piensa cada uno.

-Tiene usted razón, compadre; el gobernar debe ser cosa muy difícil, e imposible el hacerlo bien al que carece de ciertas condiciones. El don de leer en el interior de los hombres se alcanza con el hábito de manejar negocios y solo en sueños se adquiere de repente. La honradez, la rectitud de miras, la ilustración suficiente, la firmeza, la prudencia y la abnegación que libran del maléfico influjo de las pasiones, son cualidades naturales o adquiridas, que necesita tener el gobernante.

-Eso es lo que yo pienso. No hay que envidiar al que manda, porque teniendo conciencia, debe sufrir mucho y a menudo. Es preferible a gobernar y no hacerlo bien, ser el último de los gobernados.

Manuel A. Alonso y Pacheco



Es Madrid la villa y corte

Manuel A. Alonso
Es Madrid la villa y corte
Prodigio tal de belleza
Que no pudo imaginarlo
Mejor, ni la misma Estética.
Yo voy, amigo querido,
Con tamaña boca abierta,
Por esas calles de Dios
Andando de zeca en meca.
No hablemos de los palacios,
Museos, plazas, iglesias,
Ni de muchas cosas más
Que atañen a la materia;
Que aunque soy muy material
Quiero, y basta que lo quiera,
Alabar como merece
La virtud que aquí se encierra.
Todo es virtud en Madrid,
Y si algún vicio se encuentra,
Seguro, es más que seguro,
Que lo trajeron de fuera.
Aquí no hay un hombre malo
Ni mujer que mala sea;
Todos son ángeles vivos
Con abanico o chistera.
Una encantadora rubia
Vi ayer, tan gentil y apuesta
Que envidia pudiera dar
A la más linda duquesa.
Llevaba espléndido traje
Con el aire de una reina,
Tren de lujo, tiro tordo,
Magnífica carretela,
¿Quién es? pregunto admirado:
Y me dicen que es
Lucrecia, esposa de don Cornelio,
A quien visita y obsequia
Don Facundo el millonario
Que fue ministro de Hacienda.
El marido triunfa y gasta
Y como el otro le deja
La mitad de su mitad,
Ni se opone ni gallea.
¡Oh matrimonio modelo!
¡Oh dignísima pareja!
Me entusiasmas y en el aire
Pego cuatro zapatetas.
Eso se llama tener
Mucho amor y más conciencia.
Pasemos pues a los órganos
De la opinión, vulgo prensa,
O más claro, a los periódicos:
¿Ha soñado usted siquiera
Una armonía más grata
Que la que entre todos reina?
Uno dice: el Ministerio
Marcha recto por la senda
Del progreso, y la Nación
Agradecida confiesa
Que nunca la gobernaron
Hombres de tanta pureza.
Otro exclama: ¡pobre patria!
Los que mandan te degüellan;
El favor ocupa el puesto
De la virtud y la ciencia,
Cunde la inmoralidad,
Esclava gime la prensa
Y si el poder se sostiene,
Gracias a las bayonetas.
Uno pide al Santo Oficio,
Otro quiere la Bermeja,
Y en cuanto a las medias tintas
Su variedad es inmensa.
Por mi gorro de dormir
Y mis botas más estrechas
Juro que no hay en el mundo
Mas cordial inteligencia.
En mi Antilla lo tomamos
De muy distinta manera.
Al que lleva la batuta
Obedecemos a ciegas,
Por mucho que desafinen
Los músicos de la orquesta.
¿Qué mandan andar a gatas?
Hasta el más viejo gatea.
¿Mandan que cabeza abajo?
Pues abajo la cabeza;
Y a entrambos se les responde
Con seráfica paciencia,
Al uno: laus tibi Christi,
Al otro: flectamus genua,
¡Qué bien dijo aquel que dijo
Que éramos veluti pecora!
Aquí todo es armonía,
Allá todo es inocencia.
Pero yo vuelvo a Madrid
Donde el placer me enajena,
Donde las penas concluyen,
Donde la dicha se alberga,
Donde a la virtud se adora
Mucho más que a las riquezas
Donde la mujer no engaña
Ni el hombre se pone en venta,
Donde la ignorancia muere,
Donde la ciencia prospera,
Donde… ¡Cómo! ¿Usted se ríe?
Riamos pues, y ande la rueda;
O mejor, basta de broma
Que cuando es larga molesta.
Todo el mundo es Popayán,
Y sobre toda la tierra
Andan virtudes y vicios
Mezclados y en guerra abierta.
Madrid tiene sus lunares
Y Puerto Rico sus pecas.
Aquí van a picos pardos,
Allá no pocos pardean;
Aquí hay mujer que claudica,
Por allá a1guna cojea;
Aquí se adula al poder,
Allá se adula a cualquiera;
Aquí se habla demasiado,
Allá no se habla ni piensa;
Y si allá cuerpos se venden
Aquí se venden conciencias.
Mas en una y otra parte
Debieran tener en cuenta
Que sin virtud, nada valen
El saber y las riquezas.

Manuel A. Alonso y Pacheco















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