"A eso me refiero —replicó el doctor Danika—. El mundo se mueve si lo engrasas bien. Una mano lava a la otra. ¿Entiendes lo que quiero decir? Tú me rascas a mí la espalda y yo te la rasco a ti.
Yossarian entendía lo que quería decir el doctor Danika.
—No, no era eso lo que quería decir —añadió el doctor Danika cuando Yossarian empezó a rascarle la espalda—. Me refiero a colaborar, a los favores. Tú me haces un favor a mí y yo otro a ti. ¿Comprendes?
—Hazme un favor —le pidió Yossarian.
—Es imposible —replicó el doctor Danika.
Un halo de insignificancia y temor envolvía al doctor Danika cuando se sentaba con expresión de desaliento a la entrada de su tienda —y lo hacía siempre que podía—, con pantalones de verano caquis y una camisa de manga corta que había adquirido un antiséptico color gris gracias al lavado diario al que la sometía. Parecía como si se hubiera quedado helado por un susto y no se hubiera derretido aún por completo. Se sentaba encogido, con la cabeza hundida entre los endebles hombros, y las manos bronceadas de uñas de un luminoso plateado acariciaban los brazos desnudos, doblados, suavemente, como si tuviera frío. En realidad, se trataba de un hombre muy cálido y compasivo que nunca dejaba de auto compadecerse.
«¿Por qué yo?», se lamentaba continuamente, y era una buena pregunta.
Yossarian sabía que era buena porque coleccionaba buenas preguntas y las había empleado para interrumpir las sesiones educativas que antes presidía Clevinger dos noches a la semana en la tienda del capitán Black junto con el cabo de las gafas, del que todo el mundo sabía que seguramente era un agente subversivo. El capitán Black sabía que era un agente subversivo porque llevaba gafas y empleaba palabras como «panacea» y «utopía» y porque censuraba a Adolf Hitler, que también había sabido combatir las actividades antinorteamericanas en Alemania. Yossarian asistía a las sesiones educativas para averiguar por qué había tanta gente haciendo grandes esfuerzos para matarlo. El tema también interesaba a un puñado de soldados, y se planteaban muchas y muy buenas preguntas cuando Clevinger y el cabo subversivo terminaban y cometían el error de decir que si alguien quería preguntar algo."

Joseph Heller
Trampa 22


"Cualquier cosa por la que valga la pena vivir también vale la pena morir."

Joseph Heller
Trampa 22


“Cuando crezca yo quiero ser un niño.”

Joseph Heller


"Después de los setenta, si te despiertas sin dolores es que estás muerto." 

Joseph Heller


"El amor es algo poderoso, ¿no?"

Joseph Heller




"El destino es una buena cosa cuando todo te va bien, cuando eso no es así, no se le llama destino, se le llama injusticia, traición o simplemente mala suerte."

Joseph Heller


"En esta vida algunos hombres nacen mediocres, otros logran mediocridad y a otros la mediocridad les cae encima." 

Joseph Heller


"Era un hombre hecho a sí mismo que no le debía a nadie su falta de éxito."

Joseph Heller


"Es verdad que optamos por la risa en casi todas las situaciones, con excepción de una que otra visita al dentista." 

Joseph Heller


"Ha decidido vivir para siempre o morir en el intento."

Joseph Heller


"He llegado por fin a lo que quería ser de mayor: un niño." 

Joseph Heller


"La locura es contagiosa."

Joseph Heller
Trampa 22


"Lo importante es que sigan prestando juramento -le explicaba a su cohorte-. Da igual que se lo crean o no. Por eso les hacen prestar juramento a los niños aun antes de que sepan el significado de las palabras "juramento» y "fidelidad"."

Joseph Heller
Trampa 22


"Lo que yo veo en esos casos es gente aprovechándose de todo, no el cielo ni los santos ni los ángeles. Los veo aprovechándose de cualquier impulso decente y de cualquier tragedia humana."

Joseph Heller
Trampa 22



"Los años son demasiado cortos, los días son demasiado largos."

Joseph Heller


"Mi problema con la soledad es que la compañía de otros nunca ha sido una cura para ella."

Joseph Heller


"Mis amigos siempre han sido de naturaleza generosa. Y de alguna manera, siempre me acompañaba algún tipo más grande y fuerte que yo, por si algo iba mal, como Lew Rabinowitz y como Sonny Bartolini, uno de los miembros italianos más duros de una de las familias de Coney Island. Y como Lesko, el joven minero de Pennsylvania que conocí en la artillería. Y como Yossarian, al que encontré en un entrenamiento de operaciones en Carolina y más tarde en un combate en Pianosa, cuando cinco de nosotros, Yossarian, Appleby, Kraft, Schroeder y yo mismo, ya nos habíamos trasladado a Europa.
El miedo a ser derrotado siempre me había acompañado, y en mis meditaciones aún aparecía con más importancia que el temor a que me derribaran. Una noche, en Carolina del Sur, justo después de un vuelo de entrenamiento en la oscuridad, en el que Yossarian no supo orientarse en lugares como Athens, Georgia y Raleigh, ya en Carolina del Norte, Appleby, de Texas, tuvo que guiarnos de nuevo mediante el radar para que regresáramos. A medianoche, Schroeder, Yossarian y yo fuimos al comedor de los alistados para comer algo. El club de oficiales estaba cerrado. Yossarian, que siempre tenía hambre, se había quitado la condecoración para pasar por un alistado con derecho a estar ahí. Por la noche siempre había gente reunida, mientras nos abríamos paso entre la multitud, de pronto un enorme soldado raso borracho me golpeó con tanta fuerza que no me cupo ninguna duda de la intencionalidad. Sorprendido, di media vuelta. Pero antes de que pudiera abrir la boca, él ya estaba encima de mí empujándome furiosamente hacia un grupo de soldados que miraban. Todo estaba sucediendo demasiado de prisa para poder entenderlo. Todavía anonadado, mientras seguía tambaleándome, él volvió al ataque con los brazos levantados y uno de sus puños dispuesto a golpear. Era más alto y más pesado que yo, y no había manera de que pudiera defenderme. Era como aquella vez en la que intenté enseñar a Lew a boxear. Ni siquiera podía echar a correr. No sé por qué me escogió a mí, sólo puedo intuirlo. Entonces, antes de que pudiera pegarme de nuevo, Yossarian medió entre nosotros para impedirlo y, con los brazos extendidos y con las palmas abiertas, le exhortó a detenerse tratando de calmarlo. Pero antes de que pudiera completar la primera frase, el hombre se abalanzó sobre él, le pegó fuerte en la cabeza y volvió a golpearle con el otro puño, obligando a Yossarian a caer hacia atrás, aturdido, mientras él no cesaba de pegarle en la cabeza con ambas manos. Yossarian hacía eses con cada golpe recibido hasta que, sin darme cuenta de lo que estaba haciendo, me lancé y me aferré a uno de los gruesos brazos del borracho. Cuando aquello no funcionó, lo cogí por la cintura y me planté lo mejor que pude en el suelo para conseguir desequilibrarlo, si era posible."

Joseph Heller
La hora del recuerdo



"Nuestro liderazgo depende de la fuerza superior y no de la benevolencia. Era una regla general de la naturaleza humana, insistió, el que los hombres menosprecien a quienes los respetan y halaguen a quienes los atropellan. —Hoy, veo de nuevo que los hombres más simples gobiernan el Estado mejor que los más inteligentes, y que los Estados son mejor gobernados por el hombre medio que por aquellos que son intelectuales y fingen ser sabios. Estos últimos siempre quieren demostrar que son más sabios que las leyes y los dirigentes. Utilizan los asuntos de importancia capital para exhibir su vocabulario, como si no pudiese haber tema de más peso que sus propios discursos y opiniones. —El resultado de semejante conducta es que a menudo arruinan a los Estados. La mejor venganza era la venganza administrada con rapidez. —Mientras que, cuando la venganza se aplaza por culpa del debate como está sucediendo ahora, la fuerza de la ira es más atenuada. Preguntó en tono sarcástico que quién de entre los reunidos se atrevía a disentir y hablar en contra de unas verdades que eran patentes. Tendría que ser una persona tan intoxicada por los poderes de la oratoria como para imaginar que podría seducirlos y hacerles creer como verdad algo que universalmente se sabía falso. O uno que hubiese recibido un soborno y, al estar en secreto de parte del enemigo, pretendiera engañarlos. En cuanto a él: —Yo no he cambiado de opinión, me mantengo fiel a mis principios y por ello provocan mi extrañeza quienes pretenden volver sobre unos acuerdos ya tomados con respecto a los mitileneos."

Joseph Heller
Figúrate


"Sabía todo sobre la literatura excepto como disfrutarla."

Joseph Heller


"Si el carácter es destino, los buenos son condenados."


Joseph Heller


"Tiendo a ser escéptico, no me gusta los planteamientos dogmáticos de nadie. No me gusta la intolerancia dogmática y las personas que son intolerantes. Es una de las razones por las que mantener distancia de todas las creencias religiosas."

Joseph Heller


"Todo el mundo es tan inestable como el agua."

Joseph Heller


"Todos los escritores que conozco tienen problemas para escribir."

Joseph Heller







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