"A Andrés le parecían siglos los minutos que llevaba corridos en aquel trance espantoso, tan nuevo para él; y comenzaba a aturdirse y a desorientarse entre el estruendo que le ensordecía; la blancura y movilidad de las aguas, que le deslumbraban; la furia del viento que azotaba su rostro con manojos de espesa lluvia; los saltos vertiginosos de la lancha, y la visión de su sepultura entre los pliegues de aquel abismo sin limites. Sus ropas estaban empapadas en el agua de la lluvia y la muy amarga que descendía sobre él después de haber sido lanzada al espacio, como densa humareda, por el choque de las olas; flotaban en el aire sus cabellos goteando, y comenzaba a tiritar de frío. Ni intentaba siquiera desplegar sus labios con una sola pregunta. ¿Para qué esta inútil tentativa? ¿No lo llenaban todo, no respondían a todo cuanto pudiera preguntar allí la voz humana, los bramidos de la galerna?..."

José María de Pereda
Sotileza



"A todo esto, los plúmbeos nubarrones se Iban desmoronando en el cielo, y extendían su zona tormentosa, cárdena y fulgurante, hasta la misma senda que recorría el sol en su descenso; y cuando un rayo de sol lograba rasgar los apretados celajes y caía sobre los entrelazados grupos de los combatientes, relucía el sudor en los tostados rostros manchados de sangre y medio ocultos bajo las greñas desgajadas de la cabeza; y cual si aquel rayo, calcinante y duro, fuera aguijón que les desgarrara las carnes, embravecíanse más los luchadores allí donde el cansancio parecía rendirlos, y volvía la batalla a comenzar, lenta, tenaz y quejumbrosa.
(...)
Uníase a estos gritos el vocear del contrario de Nisco negando toda participación en la felonía; chispeaban los ojos de Pablo buscando entre la muchedumbre algo que delatara al delincuente; ordenaba don Pedro lo más acertado para bien del herido; acudían gentes aterradas a su lado, y, mientras esto acontecía y se buscaba a Juanguirle entre los combatientes, las tintas de los celajes iban enfriándose; desleíanse los nubarrones, cual si sobre ellos anduvieran manos gigantescas con esfuminos colosales; una cortina gris, húmeda y deshilachada, como trapo sucio, se corrió sobre los picos más altos del horizonte; brilló debajo de ella la luz sulfúrica del relámpago, y comenzaron a caer lentas, graves y acompasadas gotas de lluvia, que levantaban polvo y sonaban en él como si fueran de plomo derretido."

José María de Pereda
El sabor de la tierruca 



"Cuantos menos caprichos se extraigan de esta vida, más fácil es el camino hacia la otra." 

José María de Pereda


"El hombre, abrumado constantemente por las cargas de la familia, pierde hasta la libertad de ser honrado y el derecho de ser feliz."

José María de Pereda



"Estaba, pues, con esta disculpa más resuelto que nunca a establecer en su propia casa la honrada tranquilidad a que le daba derecho su cualidad de jefe de familia, máxime desde que su hermano estaba siendo testigo de ciertas apariencias que sólo con serlo le afrentaban.
Sensible en este punto y hasta visionario, no hay para qué decir con qué cuidado observó hasta el menor movimiento de los producidos en su casa desde el mediodía, por la aparición en ella del dichoso aderezo, especialmente al presentarse su mujer adornada con él; tanto que sin la inesperada resolución de su hermano, acaso hubiera tornado el mismo partido, cuando no el de prohibir a Isabel salir de casa aquella noche. Ignorante de lo que ocurría, pero en el firme convencimiento de que ocurría algo extraordinario y tal vez grave, el mejor remedio era cortar por lo sano y tomar en el acto el partido que estaba resuelto a tomar muy pronto. Esto no sería muy diplomático, pero sí muy saludable.
Por eso aplaudió en su interior el deseo de su hermano, que, sin hacerle a él sospechoso ni violento, podía contribuir a descubrirle la verdad sin menoscabo de la honra; por eso, dejándose llevar de sus impresiones del momento, pero guardando siempre el debido respeto a su propia dignidad, le hizo aquella advertencia mientras le vestía; advertencia que, aunque vaga en los términos, quizá fue comprendida por Ramón, por esa intuición misteriosa que une a dos seres a quienes afecta un mismo infortunio o sonríe una misma felicidad.
En tal situación de ánimo, y enfermo más que nunca del cuerpo, le dejó Isabel aquella noche sin fijarse siquiera en los estragos que en su semblante iban haciendo tantas horas robadas al sueño y al reposo, para adquirir las enormes sumas que ella despilfarraba sin duelo en caprichos y frivolidades."

José María de Pereda
La mujer del César



"Gran libro es la vejez. ¡Lástima que el hombre tenga que morirse cuando empieza a leerlo con provecho!"

José María de Pereda



“La experiencia no consiste en el número de cosas que se han visto, sino en el número de cosas que se han reflexionado.”

José María de Pereda
  

“Los deslices de la lengua se pagan muy caros.”

José María de Pereda



"O te falta juicio, o te sobra amor."

José María de Pereda


"Pepazos era un Alcides capaz de echarse sobre sus hombros fornidos el mismo peñón de Bejos a poco que se le hurgara el amor propio; coloradote, mofletudo, con las cejas unidas y muy peludas sobre unos ojazos de buey. Ese pulía y remataba «zapitas», que con ser la que menos capaz de dos azumbres de leche, no se veía sobre sus muslos bombeados y entre sus manos grandonas. Trabajaba muy de prisa, pujaba mucho en sus arremetidas a contraveta y en los cambios de postura; y fuera de su labor, nunca estaba atento a nada más que lo poco que se le ocurría al Topero, y eso para celebrárselo con una risotada que jamás venía al caso. Yo solía mirar entonces a Chisco que siempre andaba en el último rincón de la tertulia; pero el condenado de él, o no había caído en la malicia, o se hacía el desentendido. No pudiendo acomodarme a las injustas preferencias del Topero, me complacía algunas veces en ponderarle, trayendo el asunto por los cabellos, las valentías de Chisco y sus prendas de mozo casadero, de las que, a mi modo de ver, debían de estar codiciosas las mejores mozas de Tablanca. ¡Válgame Dios, qué pujar entonces el de Pepazos, qué sudar el de sus carrillos, qué revolcones los suyos sobre el banco, qué bailar entre sus manos aceleradas el de la «zapita», mientras el Topero metía por la almadreña la cara envuelta en humaredas de la pipa de rabo corto que nunca retiraba de su boca! En estos casos ya se clareaba Chisco un poco más, y le notaba yo el gozo con que saboreaba los «atragantos» de su rival, y hasta me pagaba el favor en una mirada dulzona, con su poco de guiñada. Y eso que estaba yo convencido de que llevaba la carga de sus amores con la misma acompasada parsimonia que las llevaba todas y me acompañaba a mí por los vericuetos y hondonadas de los montes. Pero hay siempre en el corazón del hombre más honrado una fibra de perversidad mal dominada que le procura un goce en la mortificación de su vecino, con un pretexto de caridad mal entendida; y yo creo que una fibra de esa mala casta era la que me impelía tan a menudo a mortificar al pobre Pepazos y al Topero, más bien que el propósito de favorecer a Chisco, que quizás no lo necesitaba o no lo echaba de menos.
El Tarumbo no llevaba nunca labor propia; pero, en cambio, estaba siempre pendiente de la que hacían los demás. Cuando el Topero terminaba un par de abarcas, le traía otro del montón de las que tenía preparadas, y lo mismo hacía con las zapitas de Pepazos y con las banillas o las colodras o las cebillas de los que las necesitaban. Hablaba hasta por los codos, y siempre eran las desdichas ajenas las que le arrancaban los mayores lamentos."

José María de Pereda
Peñas arriba


"Pues, señor, que estando un día en el monte y en lo más espeso de él, porque en lo más espeso se jallan siempre las buenas avellanas, corta esta vara y corta la otra, cátate que oye tocar el bígaru ajusto así mesmo y de un modo que gloria de Dios daba el oírle. […] Pues, señor, que será, qué no será, acercóse a la topera y vio que en el borde mesmo de ella, y con las patucas metidas en el ujero, estaba sentado un enanuco, menos que este puño cerrao, y que este enanuco era el que tocaba el bígaru. Viendo el enanuco al mozo, deja de tocar y dícele:

—¿Qué hay, buen amigo? —Pues aquí vengo —respondió el otro— por saber quién tocaba tan finamente; pero si es que estorbo, me volveré por donde vine.

A lo que volvió a decir el enanuco:

—¡Qué estorbas ni qué ocho cuartos, hombre!… Sépaste que para que tú vinieras he tocado yo».

El enanuco acaba por preguntarle qué desea como premio de su hombría de bien y el mozo le dice que se contenta con ser suya la renta y aparcería que lleva. Así que el enano le dice:

—Coge de esta tierra que ves junto a mí y échatelo en el pañuelo.

El mozo sospechó en un primer momento pero luego cogió tierra.

—Ahora vete a casa y, cuando te acuestes, pon debajo de la almohada esta tierra, según está en el pañuelo. Al despertarte mañana, verás si te he engañado.

Así lo hizo, y a la mañana siguiente, al despertarse, comprobó que la tierra se había convertido en ochentines y onzas de oro, más de mil piezas entre unos y otras. Con tanta riqueza su carácter fue cambiando, y más cuando visitó la ciudad y vio el lujo y las mujeres de allí que nada tenían que ver con las de su aldea. Empezó a aborrecer el trabajo y los días enteros se pasaba pensando en una bella dama que había conocido en la ciudad. Un buen día se dirige, cargado con un saco, en busca del enanuco y al encontrado le dice:

—Hola, buen amigo: pues yo venía a darle a usted las gracias por el favor que me hizo tiempo atrás y a pedirle otro nuevo, si no ofende.
—¡Qué ha de ofender hombre! —respondió el enanuco
—. En siendo cosa que yo pueda, pide con libertad.
—Pues yo deseara llenar estos sacos que traigo aquí, de la misma tierra que usted me dio otra vez.
—Todo este campo es de ella —respondió el enanuco—, conque así, coge donde quieras y llénalos a tu gusto. No te olvides de ponerlos esta noche cerca de la cama para abrirlos en cuanto despiertes al amanecer.

El mozo llenó los sacos de tierra y se volvió a casa. A la mañana siguiente abrió los sacos y encontró la misma tierra que había metido el día anterior. Se quedó de piedra, pero al poco reaccionó y pensó que con lo que le había sobrado de antes era bastante. Fue al cajón donde guardaba las pocas monedas que aún le quedaban y comprobó estupefacto que también se habían convertido en tierra, ¡y tierra los papeles de sus compras! Fue a la cuadra y ¡montones de tierra sus bueyes!… ¡Y montones de tierra el ganado que pagó con el dinero del enanuco! Gimió y se fue al monte a contar su desgracia al enanuco, pero éste le dijo:

—Esto que te pasa no puedo remediarlo yo; quien por mi mano te dio la riqueza que has menospreciado, te dice ahora por mis labios que la miseria en que vuelves a verte es el castigo que da Dios a los codiciosos que quieren pasar de un salto y sin merecerlo de zoncheros bien acomodados a caballeros poderosos."

José María de Pereda
El sabor de la tierruca
Tomada del libro Gnomos de Jesús Callejo, página 65





“Quien aspira a adquirir riqueza u honores no sabe amar.”

José María de Pereda


"Todas las gentes me dicen: ¿Cómo no te casas, Juan? Las que me dan no las quiero, las que quiero no me dan."

José María de Pereda


"Ya está descubierto el reloj. En el espejo que refleja su parte posterior, se ven cosas que se mueven, amarillas y relucientes como el oro. Allí está el misterio. Invierte la posición del aparato. Hay otro cristal delante de las ruedas... ¡Por vida de los inconvenientes! Pero el cristal tiene un resorte. La casualidad guía el dedo de Merto hasta el punto conveniente para que, apretando allí, el resorte cumpla su cometido. El cristal se separa, de un brinco, por sí sólo. ¡Oh delicia!, allá dentro hay una como hebillita que se menea a un lado y a otro. Es preciso ver qué resistencia opone a su mano... ¡Rich! Algo se ha roto, y el columpio cae sobre la consola. El tic-tac, que antes se oía lento y acompasado, ahora es un redoble continuo; las agujas vuelan sobre la esfera, y el timbre parece que toca a rebato. Merto jurará que hay en aquella máquina algún demonio oculto que quiere denunciar su fechoría con tanto ruido y campaneo; y presa de esta idea, tapa aquí, oprime allá y mete sus dedos y la punta de la vara donde quiera que sus ojos ven movimiento y sus oídos perciben sones. Al cabo oye Merto un chasquido metálico; luego un rischsss interminable, como ruido de puchero que se va sobre las brasas; y después, nada: todo ruido calla y todo movimiento cesa; parece que se ha muerto el reloj, y que su mal espíritu se ha hundido en el averno. Merto se tranquiliza por lo que respecta al estrépito acusador que antes le asustaba; pero, en cambio, siente delante de aquel aparato algo del miedo que infunden siempre los cadáveres.
Con ánimo, sin duda, de borrar las huellas de su crimen, vuelve el reloj a su primera postura; arrima el columpio a la pared, a fin de que se vea desde enfrente cual si estuviera colgado en su sitio, aunque inmóvil; amontona los pedazos del fanal como su ingenio y su zozobra se lo permiten; y después de echar al conjunto una mirada desde la puerta, como supone él que podrán echarla su madre o su amo cuando vuelvan, y de tranquilizarse no poco con la prueba, empuña de nuevo la verdasca, y se acerca de puntillas al gabinete.
Gedeón, hombre de poco gusto artístico, pero muy aficionado a rodearse de cosas que le recreen la vista y le deleiten los sentidos, tiene su cuarto atestado de esos objetos mal llamados de arte, que la industria ha derramado por el mundo.
Así se ven allí, en brillantes colores sobre variedad de pastas, todas las desnudeces más estimulantes de la mitología griega, en ménsulas y rinconeras, sin que les falten, como salsa o acompañamiento, los estuches de carey, el barquito, o junco filipino, de especias ensartadas; los caracoles de China y la tabaquera de coco. Sobre la mesa de escribir hay un tintero de cristal esmerilado, que es una maravilla, y una salvadera de porcelana, prodigio de trasparencia y de color; y presidiéndolo todo, como santo en botica vieja, el busto de Balzac, de tamaño natural, encima de una elegante papelera y entre dos candelabros de alabastro y metal dorado.
Cuando a este vedado recinto se acerca Merto, abre con mucho pulso la puerta, y mira por la rendijilla resultante. Adonis sigue durmiendo. Puede, impunemente, partirle de un varazo."

José María de Pereda
El buey suelto































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