De la vida nos preguntan siempre

De la vida nos preguntan siempre,
de ese corral de lágrimas,
de esa ventaja de morir;
¿hace buen tiempo en la vida?,
¿qué cansancio hay?,
¿cómo se van, cómo... los sueños?

De la vida nos preguntan
                                          siempre.

 Oswaldo Roses



De pronto el toro...

De pronto el toro en soledad erguida
con el nombre solar de la hermosura,
y a Dios ve el hombre por su cara oscura
cuando asusta la muerte y alza la vida.

Fieramente una rosa transmitida,
humildemente y rabia de ternura,
no se quiere matar –él nos lo jura–
sino a la muerte audaz, y no a la vida.

¡Ay!, soledad soñada frente a frente,
¡ay!, llegar paso a paso, lentamente,
enduendeciendo la pasión perdida.

Toro que siente, toro que no pierde
más tristeza fatal que la que muerde,
sólo muere de nuestra misma herida.

Oswaldo Roses


El dogmatismo

El ser humano, una vez que vive en sociedad, no puede ser libre, en cuanto a que está sujeto a leyes y a éstas las protege un Estado o un poder organizativo que, socialmente, siempre existirá. Por eso piénsese: esa supeditación permanecerá porque a toda organización social le es inherente un orden activo que, sin tregua, es ejercido de unos sobre otros y, por representar el poder, de esos primeros sobre ellos mismos —aunque con más libertad, ya que ellos deciden las leyes que salvaguardan sus privilegios.

Desde luego, el poder tal como es se engendra así como dogma: en pro de beneficiar “siempre” a los que se encuentran vinculados a las instituciones y, al resto, en la medida en que se pueda. A unos “siempre sí” de una forma incontestable; en cambio, a aquél, a ése, en algo, en la medida que él se deje ver o pueda presionar o pueda escandalizar públicamente a esos que “siempre sí”. El dogma es lo que se resiste a presentar cambio o progreso ante la razón; y, en cuanto se trata de algo referente a la costumbre o a la fe más se resiste, más se retuerce obsesivamente hacia un único fin.

Con esas premisas, la sociedad se vaticinará —mientras exista— en suma para ser sociedad con leyes; sin embargo, han de modelarse y evolucionar de una manera tan proporcional como la sociedad en sí misma cambia. Si no, heredará o arrastrará sus injusticias; pero, ahora, frente a un portento más evolucionado de la razón, por lo que ésta puede acostumbrarse a justificarlas, a vivir con ellas, a consentirlas, a dogmatizarse o ser seudo-razón. Sí, ya sabemos que un científico en este tiempo descubre racionalmente algo —utilizando por fuerza la razón que otros le han facilitado—; no obstante, sólo es razón escindida si prescinde de una coherencia. La razón que adquiriría un adolescente con el aprendizaje de todas las nuevas técnicas de la manipulación genética entregado en su “torre de marfil” para unos beneficios “inculcados” o dogmatizados porque, del mismo modo que no se comportaban plenamente racionales los médicos que trabajaban para los nazis o para otras causas erróneas —aunque lograsen descubrimientos científicos—, en la actualidad intelectuales hay que se hallan alineados para sobreproteger, para sobrealimentar, para justificar ciertas conveniencias racionales o un adoctrinamiento.

Incluso durante la Restauración francesa (1814-1830) por intenciones de Royer-Collard y partidarios (Guizot, Rémusat, etc.) se adoctrinó el liberalismo contra el absolutismo, cuyos resultados convenían en verdad directamente sólo a una parte del pueblo o a la burguesía; pero, sin duda, demuestra eso que es una constancia, que el dogma es y será utilizado con todos sus variantes: para una religión en donde unos se enriquecen desmedidamente con él y para un movimiento social —como el marxismo— en donde se acaba al final disolviendo la posición crítica o la razón.1

Hoy en día lo que ocurre es que la mayoría de los intelectuales —la mayoría que no quiere decir todos— se saturan de información y no la eligen, o no saben elegirla en tanto que el corporativismo o la omnipresente “grupalidad” ya les delibera o les especula todo lo que tiene que ver con “una” línea en concreto, así que sugestionados por tal “linealidad” en su amplia extensión superflua no atienden sólo a la razón —con una exigida independencia— venga de donde venga. Eso es, no asumen un código ético de... reconocer lo que es racional, advirtiéndolo y valorándolo en su justa medida.

No es extraño el darse cuenta de que un intelectual o un científico ahora suele decir antes “trabajo en ese proyecto” o “empresa” —lo cual le dará prestigio— que “trabajo para la ciencia” o “por una coherencia”.

Por ello, en todo caso, lo que se debe evitar —y bien— es cualquier dirigismo en contra de la razón o de la censura. El intelectual —porque sea coherente— tiene el imperativo moral de denunciar los abusos de poder que benefician o engrandecen a unos pocos, las medidas de autoridad inservibles u opresoras, la “unipersonalidad nacional” o un exceso de patriotismo que aúna los odios para el aislamiento social o para la guerra. En claro, el odio de una persona no llega a ninguna parte —no es tan relevante—, empero, un odio social sí escudándose o ayudándose de muchos para desestabilizar un país a favor de la crispación, de la violencia.

Aquí, en el mundo, las leyes ejercidas deben ser leyes prácticas, no leyes divinas o sublimadas por el capricho de cuatro iluminados para la alineación o para la manipulación irracional; luego lo supremo será el derecho facilitado o permitido —distribuido—, la dignidad humana —para cualquier poder en el contexto ejecutivo— conforme a que lo íntimo no se impone, como se sobreentiende con el arte o con el ideal político. He ahí la base: el antidogmatismo, la concepción responsable de que existen seres humanos iguales en derechos con la necesidad, sobre todo, de recursos prácticos, no de dogmas.

En derredor nuestro, el dogma se nutre de la sinrazón, del “porque sí” irracional, de la justificación injustificable, de la sensiblería útil a la censura y no al sentido crítico, de la hipocresía, de la inculcación del miedo o del amor ficticio —el de moda que responde a unos cánones que incentivan la marginación—, de la mentira. Al dogma, a ultranza, le agrada el quietismo, la optimación manipuladora, el “todo va bien”, el “Dios lo ha querido así”, la resignación.

En lo más íntimo —cuando se impone— provoca la ignorancia puesto que, por definición, significa restringir la razón, acotarla (mientras que el conocimiento —o la razón— descubre, el dogma se paraliza, fija y, así, encubre o tergiversa lo demás). Aposta, el dogmático, después de demostrado un error —o una sinrazón— sigue con él y, encima, sigue con el truco de “tengo la conciencia tranquila” (ningún sinvergüenza poderoso renunció a recurrir a este truco), por lo que infunde mentiras, confunde, porque sin dogma, sin él, pierde imagen o pierde el prestigio adquirido con... seudosantismo.

Y es que la razón cuesta mucho el defenderla en detrimento de simpatías o de máscaras (¿cómo responder con conveniencias y no con lo que se debe decir guste o no guste?), pues, al instante que se usa ya choca contra el quietismo de uno, contra el chovinismo de otro, contra el involucionismo religioso de un asceta o contra el ideal de “superhombre” de tal o cual inoportuno sabiondo. En eso, si uno demuestra algo con bastantes pruebas, para el corporativismo de turno aferrado al error no importa nada: servirse de lo más miserable dialécticamente —o con la censura— es su fuerte. Claro, con la imagen y con el prestigio miserable celebran sus fiestas de sinrazón demasiados intelectuales y... ¡a callar! Quienes se esfuerzan sólo y únicamente con la demostración, ¡a callar!

Sin tapujos, la coherencia con censuras es nada, así de sencillo; por razón de que sólo le es válida la razón, no la confusión, no el amiguismo, no la sugestión, no la influencia mediática, no la presión del “¿qué dirán?”, no el chantaje económico, no el seguir un proyecto doctrinario, no lavándoles caras y caras a maestros al margen de una plena disposición racional.

Porque, sí, hablan demasiados ya de ecología, pero se gastará hasta la última reserva de petróleo, hasta la última gota: se gastará; hablan y hablan, sí, demasiados, pero se venderá hasta el último coche que se fabrique, o se buscará hasta el último cliente que pueda encontrarse aún por fabricar un coche más: por fabricarlo.

Oswaldo Roses es el seudónimo literario de José Repiso Moyano


He visitado

He visitado la miseria
—nuestra miseria— en un viejo rostro
que puede ser igual al de los gallos estrujando el entusiasmo
espejismos haciendo filigranas de luz
rosas de torpe leche   escaparate de caricaturas blanquecinas
durante la algarabía de los fusiles
por una feria de máscaras   ceguedad gris y vigilancia de ratas

Oswaldo Roses



Intención, responsabilidad y libertad

Todo transcurre —todo es consecuente al transcurrir— respondiendo a su contexto y siendo asimismo resultado de las circunstancias de ese contexto en concreto (los leucocitos con respecto a un organismo, con respecto a uno): es un algoritmo de él. Sin embargo, en lo humano se ha concertado o se ha ideado —mejor— lo social, algo que sin lugar a dudas ha favorecido el lenguaje de signos o, en fin, una mayor capacidad para conocer y también para exhibir las emociones porque trasciendan en un proyecto existencial.

Conque en disertación el ser humano progresa con voluntad, intensifica siempre aun más las intenciones. Veamos, nunca una esperanza basta, le es suficiente; nunca una comodidad basta, le es suficiente; nunca una libertad con respecto a cualquier vinculación social basta, le es suficiente. Así, la intención le conduce —mientras progresa— a que no sea autosuficiente o determinante la mera respuesta a su contexto, a que no sea suficiente lo natural, los elementos reales presentes en su entorno, la naturaleza; quiero decir, responde a lo que desea aun más, en idealización, por lo que contraviene en realidad a cualquier clase de algoritmo y, además, compite con los otros para que aun más aumente esa contraposición.

Sí, de manera que intesta una intención en otra, una esperanza en otra que sobredimensionará y, desde ahí, a la libertad que se dirige emocionalmente —por ejemplo— no es a la libertad connatural que precedió a la complejidad social, sino a una continua idealización de ella o... contraposición. O sea, para el ser humano, la felicidad siempre será una osada y mórbida “corrección idealizante” de la naturaleza.

Pero por otro lado está lo posible, lo coherente con respecto a la realidad, lo más práctico, lo que sí puede conseguirse como justo o “equilibrado”. Me refiero a que los niveles de consecución idealizante de la libertad o de la felicidad sean lo más comunes y lo menos discriminatorios, sean a fin de cuentas reales.

Ningún ser humano puede pretender para la sociedad que la libertad sea en la praxis para unos demasiado —por diferentes modos de explotación y de marginalidad— y para otros desprecio o casi nada. Desde luego, la libertad —o la felicidad— es digna si tú como ciudadano admites que practicas la más común dentro de una sociedad, proporcional a cualquier otro ciudadano; si no, si estás en ventaja o en desventaja, en coherencia conlleva eso una responsabilidad: renunciándola o por el contrario exigiéndola. Puesto que el ser humano individualmente satisface sus prejuicios y, como resultado, daña.

Más claro, el resultado a las intenciones de cada cual por satisfacer sus prejuicios o su “idealización desequilibrada” es daño e incluso la complacencia de tal daño.

El que unos, por ejemplo, ejerzan la libertad de contaminar mucho siempre resultará un daño injustificable u opresivo o “desequilibrado” para los que no practican esa libertad. Por ello, digamos, el disfrute de una libertad irresponsable destruye siempre, involuciona, interviene porque crezcan de una manera totalmente objetiva los sufrimientos del otro.

Sí, en un mundo globalizado, interactivo, las acciones responsables deberán satisfacer a una globalidad, a una generalidad, a un orden no discriminatorio o de derroches; esto significa que una guerra la pagan todos aunque unos iluminados la empiecen, ésa crea las carencias —de recursos energéticos, institucionales o humanos— que los demás luego habrán de reponer (es decir, si uno de los principales exportadores de petróleo —como es Irak— es parcialmente destruido, los consumidores pagarán el petróleo encarecidamente y después le echarán las culpas a Dios o embobadamente al supuesto de que hay más consumidores).

Los recursos humanos o son preservados para lo estrictamente humano para que exista más libertad —o felicidad— o el asunto social seguirá en decadencia por manos de los que manipulan, y ahí los intelectuales representan un papel primordial censurando a toda carrera a quienes aclaran algo —ya que demuestran una y otra vez un juego sucio— y no les interesan. Hablan, hablan de la verdad pero quitando o negándole al otro los mecanismos —o las mismas reglas— para decirla: dogmatismo puro y duro, en auge en España.

Un truco para justificarlo todo es buscarle su parte de enriquecimiento o de enajenación o de exaltación —de locura—; por ejemplo, el fútbol es un negocio-espectáculo-violencia que utiliza lo que de deporte tenga —cuando hay cientos de deportes discriminados frente a él y mejor atendiendo centralmente a la salud física— para manejar él solo más dinero y más fanatismo —en vez de cultura— que los otros cientos de deportes. Y es que toda crueldad hasta tiene su parte positiva para que se la encuentren retorcidamente y la vendan los manipuladores.

He mantenido, claro, que ahora impera más dogmatismo que en la Edad Media porque antes lo amparaban o lo comprendían menos instituciones de las que actualmente se desencadenan en la ya evidente diversidad económico-política. También, a ver, si las jerarquías religiosas tanto se implican ahora en detalles políticos, ¿qué dicen, en cambio, sobre la desigualdad —la que ellos mismos consienten—?, ¿qué piensan que es Dios?, ¿acaso un negocio de doble moral que tienen metido en la cabeza?

La esclavitud ha existido siempre, pero lo que no se puede venerar aún socialmente es que siga uno esclavo —voluntariamente— de prejuicios que corrompen y que se conciba la esclavitud como una manifestación fortuita al margen de toda responsabilidad e inevitable por manos del destino —el que le limpia el culo con reverencia a los poderosos.

Oswaldo Roses


Las palabras

En las palabras morimos
escuchando sus sueños,
sigilosos lucimientos
del amor.

En ellas que habíamos
dado lealtad amigablemente honrosa
y lo de azul
nos mueve.

Pero de ellas nos alejamos un día
con los ojos cruzando el aire...,
y en eso nos vamos
                            c-r-e-y-e-n-d-o
cómo nos durmieron
—tan dulce y ligeramente—
para que escucháramos —¡tanta belleza!— sus sueños.

Oswaldo Roses




Manipulación de los medios de comunicación

Los medios de comunicación extensamente informan de lo que ocurre en diez o veinte países y no de los casi doscientos que existen en el mundo; informan rápidamente de la muerte de alguien que les conviene y no de los miles que mueren de parecido modo, o "muriendo".

Algunos medios de comunicación piden cuentas a la oposición de los problemas de su país, cuando es el gobierno quien debe rendir cuentas —por ejemplo, en un pueblo no es la oposición política la que debe responder ante los problemas que surjan, sino su gobierno local—; algunos solapan la crítica sublimando "el todo va bien" o invitando a los obedientes al sistema; algunos difunden principios que atentan contra los derechos humanos como la pena de muerte o un juicio arbitrario; algunos subestiman la libertad de expresión o las manifestaciones sociales y, por el contrario, dan hasta el más mínimo detalle de la vida de un famoso; algunos alternan la violencia con los mensajes hipócritas de su moralidad de turno —doble moral—; algunos justifican la censura en aras de un modelo que no existe o al que ni siquiera siguen; algunos sólo meten cizaña para que sólo importe el dinero o el dominio financiero; algunos hacen juicios paralelos sobre quien se sospecha que ha cometido un delito —porque es muy feo o parece violento para lincharlo—; algunos ven la protesta como diabólica —también la posición política— y ajena a la cultura; algunos siguen o subliman líneas culturales en una sociedad multicultural —para provocar guetos o incluso la violencia—; algunos se saltan a la torera el derecho que tiene cualquiera a la imagen o el derecho que tiene un escritor a los derechos de autor; algunos utilizan personajes "desgraciados" o con pocas cualidades simplemente para la mofa o para conseguir más audiencia; algunos idean a la mujer como un objeto sexual o como aún no representativa de la sociedad; algunos no se enteran de que la homosexualidad existió hace miles de años para no meterla debajo de la alfombra y, si es una enfermedad, lo será inherente al ser humano como el comer —pero no se enteran.

En fin, los medios de comunicación incultan indudablemente el espectáculo a la confusión y menosprecian —unos más y otros menos— ser mediadores de lo social, hacia la perspicacia del "todo vale"; pero, ¿es esto lo que debe aprender un niño? ¿Vale acaso matar?

Pero la censura a la razón —en su amplio sentido— siempre será realizada por ellos; pues, no interesa, ya que la mayoría de los privilegios están sustentados en injusticias —¿qué haría el gran negocio armamentístico si no existieran las guerras?, por ejemplo. Artículos como este siempre los desean ocultos, e inventarán todo tipo de defectos y maldiciones a quien lo escribe —aunque no puedan atacarle a su coherencia, que no les importa. Por eso, a Jesucristo lo crucificaría mil veces rezando al mismo tiempo para, luego, negociar con su religión... o con su nombre.

Oswaldo Roses


Soneto de amor

Ay, yo quisiera darte un beso, amada,
que llegara de amor a las estrellas,
que fuera una ilusión de ansias bellas,
de corazón sin fin: música alada.

Yo quisiera una tarde enamorada,
un mundo para ser flor a centellas,
una faz sin sufrir y sin querellas,
tan limpia desnudez con la mirada.

Yo quisiera enseñarte lo que escribo;
el fuego sideral por donde pienso,
ilimitado azul porque estoy vivo.

Enseñarte el amor por ser comienzo
a desgarrado "ahora" que no inhibo
haciéndonos de labios mar extenso.

Oswaldo Roses











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