"¡Cristo! Estaba descubierto. Cogió el revólver. Una detonación llenó la noche cuando él siguió corriendo. Algo húmedo le bajaba por la espalda. ¿Estaría herido? Su carga disminuía y pensó que uno de los recipientes había sido agujereado. Detrás de él los perseguidores eran ya muchos, y una docena de ries ladraba venenosamente. Sentíase mareado. Debía ser el hígado, que venía molestándole desde hacía algunos días. El cirujano le había prohibido los ejercicios violentos. El hígado, el hígado...
Dichosamente, ya llegaba. Pero sus piernas temblaron, inútiles. Las luces de la fortaleza parpadearon en maliciosos guiños y todas las cosas a su alrededor atacaron un chárleston endiablado. Ya sólo tuvo una conciencia claudicante de su yo resbalándose torpemente a través del tiempo. Manos expertas que investigaban el pecho adolorido, envueltos en sábanas blanquísimas. Olor incisivo de antisépticos, y mujeres que levitaban silenciosas, silenciosas. Qué más? Encima suyo, soles circulares y una amplia luz cegadora.
Después, los nombres de muchos lugares que apenas podía comprender: Corinto, Balboa, etc. Otra vez sábanas blancas, hasta que, después de miles y miles de horas todas parecidas, un nombre, un nombre adorado que era para él la clave de todo aquello: Illinois.
Una muchacha verdaderamente bonita salía en aquellos instantes de la gran casa anunciadora, en Hornsville. A su lado, una compañera con cara de mecanograsta.
–Ya no puedo con tanta carne, pero mi sopa de espárragos, –exclamó la muchacha verdaderamente bonita.
Harry se lanzó sobre ella:
–¡Oh, Betty, Betty! Aquí estoy.
Se abrazaron frente a los transeúntes asombrados. "

Manolo Cuadra
Contra Sandino en la montaña



El inmortal

Todavia no se sabe cómo este pueblo continúa penando en su geografía. Es muy difícil comprender para un genetista, para un sociólogo, para un médico, cómo un pueblo que periódicamente sufre desastrosas pandemias, disolventes guerras, azotes dictatoriales y carestía de víveres pueda existir y, más que eso, dar muestras de sorprendente vitalidad física, porque es fama, fuera de la patria, la energía del bracero nicaragüense y la eficiencia de sus intelectuales.

Sobre Nicaragua han caído las siete plagas de Egipto, los terremotos del Japón, las inundaciones del Mississippi, las pestes de la India, el vandalismo de los mau-mau, las erupciones vesúbicas, los huracanes de Cuba, los calores del Sahara y los diluvios de la Escritura.

¡Y sin embargo, vivimos!

Los liberales han maniatado, desollado, sangrado, enlatado y servido a este pueblo, sin matarlo. Los conservadores, lo han desposeído, desgarrado, deshumanizado y vendido.

¡Y sin embargo, también vivimos!

Los comunistas con la miseria lo ha hecho emigrar en legiones por los caminos desconocidos, hacia países tal vez hostiles, donde el proscrito, al fin, encuentra patria en una que originalmente no era la suya. Las guerras lo han mutilado; los políticos, engañado; los funcionarios, robado; los militares, colgado de los pies, del cuello y de otras partes; el Poder lo ha desconocido; el Estado lo ha negado; el Gobierno lo ha convertido en una sola, inmensa y blanda cerviz.

¡Y sin embargo, vivimos!

La sociedad misma se ha negado a este pueblo gato, que tiene tantas vidas como habitante, tantos poros como heridas y tanta vitalidad como resignación. En realidad, somos un pueblo inmortal. Lo que nos hace permanecer en pie, y con valor para reír sobre la tierra, con entusiasmo para cantar en el estercolero, es eso que Unamuno llama el sentimiento trágico de la vida.

Los británicos se convierten en ingleses, los galos en franceses, en romanos los bárbaros, en españoles los iberos, en mexicanos los aztecas y los mayas; los patagones son gauchos y luego argentinos; se hacen mil razas y se dispersan por Europa, los esclavos. Todos huyen de su primitivo dolor. Son pueblos débiles que no saben cantar en el suplicio. Son pueblos vitalmente tránsfugas.

Solo el nicaragüense permanece. Pueblo autófago, se alimenta de sí mismo, come su deyección, bebe su sangre, aspira, fatalista, sus propios hedores y las toxinas que envenenan a otros organismos, prestan al suyo una energía capaz de llevarlo a beber en las fuentes de la eterna juventud.

Los yankis nos hollaron por dos veces, en menos de un cuarto de siglo. Los candorosos ticos se nos robaron Guanacaste; los atenienses de Colombia nos compraron dos islas por un plato de lentejas; los hondureños trastocaron nuestros títulos de propiedad fronteriza; los norteamericanos nos bloquearon la yugular transoceánica del Canal secuestrándonos una salida al mar.

¡Y sin embargo, vivimos!

Suben los víveres y este pueblo lo espera todo de Miss Universo. Baja la moral, y este pueblo propone una reelección; se nos va la Patria de las manos y entonamos el elogio del Partido; perdemos el espíritu y saludamos el advenimiento del estómago.

En realidad, somos la vitalidad dentro de la carroña, protoplasma dentro del pudridero y el fermento germinal dentro de la letrina.

¡Hemos perdido la dignidad, pero no la vida!

Manolo Cuadra
(El Gran Diario, Año IV, No 1065. Domingo 12 de Junio, 1955, p. 1.)




Jardín cercado

Al fuego de mi amor estás vedada
Por los lebreles del cercado ajeno.
Rosa para mi mano no cortada.
Nunca te sorberé, dulce veneno.

Fórmula jamás cristalizada
En concreto sentido y goce pleno.
Alto muro te tiene reservada:
Tu sien palpita bien junto a otro seno.

Un hado adverso, por mi mal, lo quiso.
Ciudadela sin puente levadizo.
Barco sin pasarela, desolado.

Cuando en asirte, estúpido, me empeño,
Vuelas alta de mí, hecha de sueño,
Y estás cerca de mí, jardín cercado.

Manolo Cuadra


La palabra que no te dije

Pensar que tantas veces
estuve cerca, muy cerca de tu lado.

Las palabras rodaban sobre el tema,
sin entrar,
como el agua en las piedras.

Quizá hasta deseabas
que yo dijera la expresión precisa.

Los minutos propicios se malograron,
se malograron en mi lengua,
culpa de las palabras
que no fueron precisas.

La frase preparada tanto tiempo
no pudo conservar el equilibrio
y se dejó caer en el abismo
--volatinera del silencio--.

Pensar que tú esperabas la palabra
como la madre al hijo
que un día dejó el puerto...

Pensar que tú esperabas la palabra
y que yo nunca, ¡nunca te la dije!

Manolo Cuadra


Perfil

Yo soy triste como un policía
de esos que florecen en las esquinas,
con un frío glacial en el estómago
y una gran nostalgia en las pupilas.

Pero yo olvidé la clava
y me puse el alma en la mano.

A mis pobres nervios enfermaron
tantas babosadas municipales
calles inexpresivas
como películas americanas.
(Los peluqueros no tienen alma
proclama mi barba sucia).

Yo soy triste como un policía
de esos que florecen en las esquinas,
con un frío glacial en el estómago
y una gran nostalgia en las pupilas.

Pero yo olvidé el silbato
y me puse el alma en los labios.

Manolo Cuadra


 República de poetas

 Mi bandera pretende
como el cielo,
unir el azul y el blanco.

Equivocados los próceres
quisieron juntar abajo
lo que solamente arriba
se hermana y no siempre.

Pero algo logras, paisano,
izando el cielo en tu mástil,
¡somos un millón de hombres
con la cabeza de pájaros!

Manolo Cuadra


Sólo en la compañía

En las montañas más altas de Quilalí de las Segovias,
y en las zonas mortales de estas tierra heroicas,
entre diez y siete compañeros estrechamente unidos por la aventura
yo, Manolo Cuadra, raso número 3495,
iba
solo.

Hablan los compañeros de las coplas canallas
surgidas en la hora como una flor de alivio:
Cantinas, copas rotas, meretrices

(Pero no me tienta la mochila,
menos la inútil precisión de mi rifle).

Yo voy como un tornillo fuera de mecanismo
diciendo a sotto vocce mis estupendas misas:
la tragedia de esta raza aborigen,
su pasado lleno de plumas y caciques,
el futuro elevado de su destino insigne.

Hoy por hoy voy de caza contra el indio furtivo
--extranjero en sus propias selvas americanas--
el que sembró cereales de esperanza
y cosechó vientos de pasión ciudadana;
el que enterró la esteva
en el abono de su campiña rica,
y vio truncarse el tallo de oro de su espiga
cuando dijo su augurio la boca de la Esfinge.

¿Y mañana?

Soplarán de los puntos cardinales
vahos vigorizantes de enviones proletarios:
algo que no sospechan las democracias:
espíritu de Rusia, cultura americana,
pues, en la misma gleba donde la bota hercúlea
tornó la arcilla estéril,
han de surgir, violentos, los estandartes nuevos.

Otra vez:

Cantinas, copas rotas, meretrices.
(Pero no me tienta la mochila,
menos la inútil precisión de mi rifle).

En las montañas más altas de Quilalí de las Segovias
y en las zonas mortales de estas tierras heroicas,
entre diez y siete compañeros estrechamente unidos por la aventura,
yo, Manolo Cuadra, indio, hijo de indios,
de pies electrizados por un amor de gleba
y ojos en los que asoma el orto de un sol nuevo,
repito que iba
solo.

Manolo Cuadra





Único poema del mar

En Coconut Island,
cuando el sol se mece en las hamacas de las palmas
Miss Christine Braughtigam,
hija de una isleña negra
y de un viejo pirata de Holanda,
se da un baño de mar en la inmensidad de las aguas...

Su cuerpo alegre y esbelto, como el de un junco ahumado
se irisa en las aguas de plata
entre peces de esmalte y pulpos pequeños.

Envuelta en su maillot de fuego
Christine Braughtigam se sumerge en las aguas
¡y es entonces una brasa que se apaga!

Desde sus frescos observatorios de cocoteros
una mancha de pájaro isleños
lanza su S.O.S. de sorpresa,
porque pudiera una ola traicionera
de blanca gola con jubón celeste verde
llevarse a la perla de canela.
En la isla donde los cocoteros se mueven pausadamente
esmaltando el cielo de pensamientos alegres,
Christine busca la caricia del mar afuera.
¡Quién colmara urgencias de su sangre negra!

Desazón de los rubios y pequeños grumetes
que al maniobrar en las aguas de su vientre
despegaban de aquel muelle negro y celeste,
tristes, tristes, tristes
¡Ay, tristes para siempre!

Fuera del agua ella es como un violinista
sin violín y sin arco ante el público.
Las rocas lloran lágrimas saladas,
se varan las algas en las arenas lisas
y se dicen siento mucho los peces lúbricos.
Fuera del agua Miss Braughtigam es incompleta,
porque su elemento es este solo mar de Coconut Island.

Miss Braughtigam se acuna en las aguas;
duerme a la música maternal de las palmas.

En Coconut Island,
cuando el sol se mece en sus hamacas verdes,
Miss Christine Braughtigam,
hija de una isleña negra
y de un viejo pirata de Holanda,
entra a sus verdes potreros atlánticos
a pastorear su rebaño de pulpos y de peces.

Coconut Island,
donde aburro mi destierro frente al Mar Atlántico
mientras arden dátiles y bananos
y cantan los negros sus canciones esclavas,
indiferentes,
entre los cañaverales vibrantes
y el sordo rumor de las aguas.

Manuel Antonio Cuadra Vega







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