Adagio K 382 de Mozart

Si el tiempo se parara quisiera enamorarme
y aguardar las estrellas descuidado junto a ti
buscarían tus labios mis labios en la tarde
y la ropa quedaría sin vida a nuestros pies.
La brisa soñaría entre los árboles del parque
y el ocaso echaría sus campanas a volar,
tus palabras en las mías enredadas bailarían
como los dedos blancos del pianista cautivado.
Todos los estanques querrían abrazarnos
porque nuestro amor sería tan hermoso
como los sueños de un niño del cielo.
Y quizás una tarde una corriente poderosa,
un aliento en el aire, un viento nos llevara
allá donde el recuerdo siempre queda.

Marc Sil


Ahora que te quiero

Ahora que te quiero
ahora que te quiero todavía,
ahora que te espero,
ahora, amada mía,
burbuja de deseo, melodía

real como soñada
que bailas fantasía en el vacío,
amada, amada, amada,
jardín de luz sombrío,
tangible como estatua de rocío,

quisiera que el olvido,
sicario de la muerte vaporoso,
tu ser tan conocido,
me hiciese nebuloso
vacío, borrado, neblinoso.

Quisiera así olvidarte,
quisiera así poder desconocerte,
quisiera así velarte,
poder desvanecerte,
para poder volver a conocerte.

Marc Sil



Cuando un amor se acaba
es como si un mundo
se hubiera destruido.
En el espacio quedan
flotando en el vacío
los restos del ocaso
y una nostalgia de recuerdos
que antes eran de los dos
y ahora son de cada uno.

Marc Sil


¿Estás ahí, querida?

Andrés y Laura habían discutido por un malentendido. Andrés con cordialidad había acompañado a su novia a su casa pero no la besó en los labios y se separaron disgustados, sin despedirse como dos enamorados. El orgullo los enredaba.

Laura despertó sobre la almohada húmeda por las lágrimas. El tiempo invernal helaba las aceras y los sentimientos. Andrés la llamaría para darle los buenos días y reconciliarse. Siempre había sido así las anteriores veces en que habían discutido.

Era sábado y Laura no trabajaba. Pensó en quedarse en la cama hasta que sonase el teléfono. En cualquier caso no tenía fuerzas para levantarse. Una fuerte melancolía le devoraba el estómago. Sonaron las nueve en el reloj del comedor. Sonaron las diez. La depresión empezó a señorearse de su alma. Le costaba respirar. Venció su soberbia y se decidió a llamar a la casa de su novio, era muy improbable que estuviera aún allí pero la monótona cantinela electrónica le indicó que comunicaba. Por cinco veces reiteró su intento. A la sexta la voz congelada de Andrés emergió por el auricular.

—Le habla el contestador automático de Andrés P.; en este momento me resulta imposible atenderle. Le ruego que aguarde hasta escuchar la señal y me deje grabado su mensaje y número de teléfono. En cuanto me sea posible le llamaré.

Laura contrariada colgó el teléfono. No hay mayor frialdad en los glaciares alpinos que en los contestadores automáticos.

Si aún no había llegado a su despacho y ya había salido de casa debía estar en su automóvil, quizás en medio de un atasco.

Si era el coche de la empresa tenía un teléfono. Nunca le había gustado esa moderna costumbre de incontinencia oral. Pero se trataba de una emergencia. En algún lugar del comedor debía estar su bolso, descendió al primer piso, no encontraba su agenda, maldijo no haberse aprendido de memoria aquellos dígitos, por fin la halló en la confusión de una estantería.

La primera vez que marcó erró el número.

—Se equivoca usted, señorita, aquí no hay ningún Andrés.

La segunda de nuevo escuchó la desquiciante sintonía que indica que el usuario está comunicando.

Ya le había localizado, sabía que viajaba en el Mercedes verde de su compañía.

Reiteró la llamada diez minutos después y dejó sonar quince veces. Nadie cogió el teléfono.

Se decidió a marcar el número de su oficina.

Una voz cristalina fluyó de los cables eléctricos.

—¿Dígame?

—Querría hablar con el señor Andrés, ¿es posible?

—Lamento decirle que aún no ha llegado. Si quiere usted intentarlo más tarde o dejar algún mensaje.

—Por favor, ¿podría usted decirle que ha llamado Laura?

Debía estar subiendo las escaleras que conducen a su despacho. La angustia empezaba a desorbitarle los ojos. Sin duda la llamaría cuando tuviese un instante, inmediatamente después de saludar y dar las órdenes pertinentes a su secretaria. En los próximos instantes escucharía el timbre que la rescataría del pozo psicológico en el que comenzaba a asfixiarse. La impaciencia y el nerviosismo la paralizaban junto al aparato. Pasaban los minutos y la llamada no llegaba. Media hora aguardó como una estatua. Después se armó nuevamente de valor, superó nuevamente su orgullo y pulsó los números que podían hacerle oír la voz más deseada. Mas otra vez hizo vibrar sus tímpanos la dicción perfecta de su secretaria.

—¿El señor Andrés, dice usted?

—Sí, por favor.

—En este momento no puede atenderle, está reunido con el director general.

—Pero, le ha dicho usted que he llamado.

—Naturalmente, señorita, suelo cumplir eficientemente con mi profesión.

—No era mi intención discutir su competencia profesional. Pero, disculpe usted que la siga molestando. ¿No ha dejado ningún mensaje para mí?

—Lamento tenerle que contestar negativamente.

—Gracias, ¿sería usted tan amable de volverle a decir que he vuelto a llamar?

—Le dejaré una nota porque es probable que ya no nos veamos, pues la reunión seguramente se prolongará tres horas con lo cual ya habrá concluido mi jornada laboral.

—Gracias, de nuevo.

—A usted, señorita.

Ambas colgaron al unísono.

Le había perdido, sin duda le había perdido para siempre. La última discusión había matado su amor. ¿Qué otra explicación podía haber? Andrés, siempre tan atento a sus mínimos deseos, conocedor fiel de todos sus caprichos y preocupaciones, no la llamaba deliberadamente para torturarla, para que la angustia le hundiese sus garras de rapaz en las entrañas. A las dos volvió a intentarlo con su teléfono directo. ¡Cuántos números tenía de su novio! Pero ninguno le abría la puerta de su voz.

Las notas que indican que el usuario está comunicando parecían los acordes de un réquiem mecánico y descabellado. Se dirigió al cuarto de baño y tomó la caja de barbitúricos. Se tragó diez grageas con la pasión de un niño goloso, pero su gula le descorría las puertas oxidadas de la muerte. Quedó tendida sobre las frías y asépticas baldosas, adormecida. Se precipitaba hacia un vacío sin fondo. Las paredes y la luz se oscurecían cuando oyó sonar el teléfono. Quizás fuese él. Aún había tiempo. Correría a tomar el auricular que le comunicaría de nuevo con la vida. Le diría: "Todo lo he hecho por ti, porque te quiero y sin ti el mundo está descolorido". Trató de incorporarse pero no podía ni tan siquiera levantar el cuello. Fue reptando por el pasillo. El timbre la guiaba por un espacio oscurecido, era la luz al fondo de un corredor inacabable repleto de celadas y agujeros. Debía alcanzar el aparato antes de que el timbre enmudeciera y la voz la asiría a la vida. Llegó hasta la mesilla. Pero no podía incorporarse. Tomó el cable del teléfono lo estiró; logró hacerlo caer pero para su desgracia casi al mismo instante, el instante que hubiera sido el de la victoria, el timbre dejó de oírse, tomó el auricular, pero no había nadie al otro lado de la línea, habían colgado hastiados de la espera, o pensando que no estaba en casa. Volvió a marcar el número de la oficina. Eran las dos de la tarde. En el peor de los casos ya habría acabado la reunión. Erró al primer intento y con el resto de sus fuerzas acertó los dígitos idóneos. Pero el latigazo electrónico volvió a golpearla sin piedad. Andrés estaba comunicando. Colgó y al borde de la extenuación, al borde del desmayo marcó otra vez para recibir de nuevo el flagelo intermitente. Ya no volvió a intentarlo. Las paredes se le borraban, el mundo era un espejo giratorio. El bordoneo de los coches se alejaba como voces escuchadas desde un sueño cuando, de nuevo, entre la confusión de recuerdos y pesadillas, se elevó un sonido metálico, discontinuo, intermitente. Ya casi no distinguía las formas, pero entre las sombras reconoció el auricular. Lo levantó y escuchó la voz, la voz de Andrés.

—Laura, querida, perdóname. Estuve ayer demasiado brusco, pero te quiero, te quiero mucho. He estado llamando todo la mañana. Pero comunicabas. Todo el día estabas comunicando. Creía que te había perdido. ¿Estás ahí, querida, estás ahí? Laura, por favor, contéstame. Laura, por favor, contéstame. ¿Estás ahí, querida, estás ahí?

Marc Sil


Presente ausencia

¿Qué es lo que dejan los cuerpos al marcharse,
esa presencia ausente que se percibe en los pasillos?
El eco de las conversaciones y la risa
no se extingue del todo en las paredes
Y una vela difusa como ocaso templado
ilumina con su luz permanente los espacios vacíos.

Marc Sil


Una alondra creó tu pensamiento

Una alondra creó tu pensamiento,
invisible en un bosque de ficciones,
ave imposible alada de ilusiones
que volaba en mi sueño y en el viento.
Si espiraba con música el aliento,
soplo de cielo o aria o escalones,
por el aire la alzaban sus canciones,
ascendiendo quimera y firmamento.
No vuela por la noche ni la altura
piando embeleso escanciando utopía,
ave que reme con pluma más pura.
Trance en el céfiro, grata agonía,
no hay ala, ni aura, ni brisa o ventura
que sople suave tan suave blancura.

Marc Sil














No hay comentarios: