El buen camino

"Mi alma atormentada pasó por la caverna
del mundo, ciega y sola, sin sol y sin mañana.
Sintió el búho fatídico y el llanto que consterna,
y el dolor de encontrarse de otras almas lejana.

Sufrí de ensueño y de pensar mi angustia eterna
y de mi soledad y mi muerte temprana,
y llegué hasta el abismo en mi inútil linterna
desesperadamente buscando un alma hermana.

Anduvo mi alma a tientas y se creyó perdida,
pero de pronto vio fenecer su dolor.
Fue mi precoz angustia para siempre abolida.

Y era que al indagar en mi enigma interior,
comprendí que tenía un motivo en mi vida:
seguir el apacible sendero del amor."

Manuel Gálvez



"En el orden de la cultura el normalismo significaba el predominio de la enseñanza primaria sobre la universitaria, la muerte de los altos estudios, la desaparición de aquella aristocracia cultural que se llamó el humanismo. Con la invasión de los pedagogos y los primarios, verdaderos primarios, ya no se quería que el país tuviese sabios, escritores, artistas, filósofos, humanistas: sólo querían tener escueleros. ¡Escuelas y más escuelas! pedían los bárbaros en coro y combatían la creación de nuevas universidades. Lo que interesaba a los políticos, a los mediocres, al periodismo, era que todas las gentes del país supiesen leer: hasta el pobre arriero de la montaña, hasta el indio de ojota. ¡Enseñar a leer a gentes que no han de leer en su vida! ¿Para qué les servirá eso? En cambio les servirá que haya en su provincia algunos hombres de gran saber y talento. Estos harán construir caminos, puentes, contribuirán a mejorar las condiciones de la vida. La gloria de los pueblos no dependía de que el rebaño supiese leer, sino del valimiento de algunos de sus hijos. [...] En lo moral ocurría algo peor. Como el normalismo era laico, anticlericall y dogmático, no admitía la moral basada en principios religiosos. ¿Con qué la reemplazaba? Más o menos con las mismas reglas morales, pues no las había mejores, pero basadas en nada, en el criterio de los hombres. Edificio sin cimientos, claro era que se derrumbaba fácilmente. Las muchachas, a quienes en diez años no se les había inculcado los principios religiosos, se encontraban indefensas. La pedantería normalista hablaba de educar la voluntad frente al catolicismo que, según ellos, sólo cultivaba el sentimiento. ¡Y qué voluntad ni qué ocho cuartos, badajo! Era ignorar a nuestras mujeres, no ver que en aquellos pueblos donde hacía tanto calor no podía haber voluntad que valiera. Las pobrecitas muchachas, tan tiernas, tan buenas, tan débiles, creían que podían confiar en sí mismas, según la doctrina de la escuela. Y si alguna vez se hallaban en un momento difícil, no contaban con un Dios a quien temer, ni siquiera con un infierno que les evitara la caída."

Manuel Gálvez
La maestra normal



“Los viajes constituyen una perenne fuente de desengaños. Casi siempre la realidad es inferior al ensueño; pero mientras para aquellos espíritus que no ven las relaciones ocultas y sutiles entre los seres y las cosas la decepción es irremediable, otros, quizá demasiado orgullosos, quizá demasiado soñadores, no queremos reconocer la certidumbre del desengaño. Sacamos ilusión de la propia desilusión, extraemos nuevo ensueño de la realidad. Buscamos desesperadamente las partículas de belleza real y las acrecentamos en nosotros; atribuimos a las cosas significados caprichosos y subjetivos; evocamos leyendas magníficas ante restos efímeros; y envolvemos a una trivial piedra sin belleza ni interés en poesía de siglos, en niebla de misterio, en rezo de veneración.”

Manuel Gálvez
El solar de la raza (p. 146)




"Me refiero al plan que tracé en 1912. ¿Había en ese plan ambicioso alguna influencia de Balzac, de Zola, y, acaso, de Pérez Galdós y Baroja? No es imposible, sobre todo, del primero. La formidable construcción del maestro, que comprende toda, o casi toda, la sociedad francesa de su época, me tenía impresionado. Yo también soñé con describir, a volumen por año, la sociedad argentina de mi tiempo. El plan abarcaba unas veinte novelas, agrupadas en trilogías. Debían evocar la vida provinciana, la vida porteña y el campo; el mundo político, intelectual y social; los negocios, las oficinas y la existencia obrera en la urbe; el heroísmo, tanto en la guerra con el extranjero como en la lucha contra el indio y la naturaleza; y algo más."

Manuel Gálvez



"No debo esperar que lo lean los fanáticos de Gide o de Sartre. Es un libro sano, para la gente sana. No es un libro artificioso, ni afeminado, ni pretendidamente exquisito, ni snob. Es un libro para los argentinos bien argentinos, de sensibilidad y corazón bien argentinos: para los hombres verdaderamente hombres y para las mujeres verdaderamente mujeres."

Manuel Gálvez
Lo que dijo sobre su novela La muerte en las calles



"Para el individuo, viajar es, a veces, salvarse. Hay quien al iniciar su viaje abandona al hombre antiguo, comienza una mejor vida. Algunos encuentran su personalidad, deciden su vocación. Constantino Meunier, pintor mediocre, siente en su viaje por España, a la edad de cincuenta años, despertar aquella vocación que le llevó a ser uno de los más insignes escultores de la época. Otros adelantan en su camino de perfección; muchos hallan la fé que los rehabilitará ante su propia conciencia. Y todos se educan y civilizan.
   Quizá no hay nada tan útil como la facultad de soñar. El hombre que no sueña es un ser rutinario; no innovará, no creará jamás. Soñar es vivir, preparar el advenimiento de la creación artística o científica; soñar es amar la vida y las cosas. Los hombres y los pueblos necesitan soñar. Y bien: los viajes propician la plenitud del ensueño. Cuando viajamos, dejamos en nuestras casas las menudas preocupaciones que enturbian la vida y nos entregamos a la delicia de vivir con el alma. En los viajes sentimos en nosotros un despertar de poesía. Sin contar la visión de los paisajes y las sugestiones del arte, encontramos una rara e íntima poesía en mil cosas, algunas triviales: como cuando llegamos de noche a una ciudad muerta y recorremos sus calles solitarias; cuando en el largo rodar de los ferrocarriles nos despiertan de nuestros sueño voces extrañas y quejumbrosas que pronuncian nombres evocadores, célebres, seculares, nombres de los pueblos en cuyas estaciones nos detenemos; cuando pisamos los mismos lugares que ilustraron con sus vidas los grandes hombres de la historia; cuando sufrimos en los cuartos de los hoteles el horror de la soledad; cuando creemos sentir en las callejuelas arcaicas el alma de un héroe o de un santo.
   A la patria misma se la quiere y comprende mejor cuando se viaja. Entonces apreciamos todo el valor de nuestras costumbres, de nuestras afecciones, de nuestras instituciones, de nuestras ideas y sentimientos. La patria, vista desde lejos, se agranda y poetiza. Es a nuestros ojos como un ser humano, como una amada cuya ausencia nos aflige.
   Los viajes son, por último, el más útil instrumento de perfección para las sociedades modernas. Los periódicos, los libros, jamás nos darán la sensación exacta de las cosas. Es preciso ver con los propios ojos, oír con los propios oídos. Los viajes nos estimulan y nos infunden la noble ambición de alcanzar las perfecciones ajenas." 

Manuel Gálvez
El solar de la raza (pp. 20-21)


"Teresa lloraba sin consuelo. Pero al oír las últimas frases no pudo más, y habló.
—Yo no lo he ofendido, papá, no lo he ofendido. Yo he creído que tenía derecho a querer, que era dueña de mis sentimientos. Para mí, José Alberto es bueno y me quiere y lo respeta a usted. José Alberto no es lo que usted dice, papá.
Belderraín, ante las palabras de su hija, quedó sorprendido. No creía que ella fuera capaz de defender a José Alberto en su presencia. Debía quererlo profundamente para atreverse a hablar de esa manera delante de él, a quien temía y ante cuyas palabras de reproche temblaba toda la familia. Se replegó en su asiento con los brazos cruzados. Teresa había callado. La miró severamente, durante un largo rato. Luego con el ceño arrugado, permaneció silencioso unos segundos.
Teresa, contrita y humilde, había bajado la cabeza y lloraba. Por fin, en un tono más humanizado, Belderraín dijo:
—No creí nunca que en mi presencia te atrevieras a defenderle. Quiero pensar que tus creencias religiosas son verdaderas, que no dudas de Dios ni de la otra vida...
-¡Papá!...
-No me explico, pues, tu ceguera, a menos de que seas más torpe de inteligencia de lo que nunca imaginé. Si aceptas que hay un Dios justo, que hay otra vida después de la muerte, ¿cómo puedes pensar, ni por un solo instante, en unir tu vida a la de un hombre que niega a Dios? ¿Ignoras que quien se casa sin confesión comete un sacrilegio? ¿No ves, pobre criatura, que habrá siempre un abismo entre tú y él? ¿No sabes que en la otra vida, tú, que eres cristiana y cumples como tal, irás a gozar de Dios, mientras él será pasto de Satanás y del infierno? ¿No meditas sobre la muerte? ¿No te preocupa el más allá? ¿No piensas en el horror de estar separada eternamente, por los siglos de los siglos, durante millones de años, sin esperanza ninguna, del hombre a quien amas, del hombre a quien estás unida por Dios, del hombre que será el padre de tus hijos? ¡Teresa, hija mía, dime que nunca has pensado en estas cosas!
-Papá, usted sabe que muchos santos fueron malos o incrédulos antes de convertirse. José Alberto no cree, es cierto. Pero él quiere creer y llegará a creer porque es bueno. Yo estoy segura de llevarlo al buen camino.
Una sonrisa irónica y terrible asomó a los labios de Belderraín. Sus ojos brillaron siniestramente.
¡Criatura ignorante y desdichada! Tú no sabes lo que es el incrédulo, el ateo. El hombre que no cree en la divina providencia, que niega la existencia del Ser Supremo tiene que ser un monstruo de orgullo, de vanidad y de ceguera. Sólo confía en sus propias fuerzas y hace de sí mismo su único dios. ¿Qué puede esperarse de estos hombres? ¿Hasta dónde no llegará en el abismo de sus maldades aquel que afirma no existir otra vida? Porque, si no hay premios y castigos para los hombres, ¿con qué objeto vivir cristianamente? ¿Para qué he de mortificarme en esta vida, privarme de placeres si de nada ha de servirme, si habré de desaparecer como un perro? Así lo piensan ellos, aunque no lo digan. Y si no, basta ver cómo viven. Estos hombres tienen el corazón empedernido para el bien. Tienen el alma negra, con la negrura del error. Yo los conozco. He visto sus maquinaciones infames, he oído sus calumnias viles, he adivinado la vida de disipaciones que llevan. ¡Miserables! No son dignos de la misericordia divina.
Cerró los ojos y quedó en silencio, como recordando. Permaneció así un largo rato. Por instantes, contraía el rostro violentamente. Sin duda venían a su recuerdo aquellas memorables sesiones del Congreso en que se discutía la ley del matrimonio civil. Todo el odio acumulado en aquellos días, trágicos para su alma, parecía revivir ahora, después de veinte años. Teresa no se atrevía a interrumpir a su padre en su meditación. Aquel rostro la infundía extraño miedo y le hacía temblar."

Manuel Gálvez
La sombra del convento



“Visión fantástica y extraña es la que Ronda, vieja ciudad de Andalucía, ha formado en mi espíritu. La veo como a una de aquellas ciudades inverosímiles con que los pintores primitivos llenaban el fondo lejano de sus paisajes. Pero en mi visión de Ronda nada hay de místico ni de caballeresco. Es sólo una imagen violenta, atormentada, huraña, como la visión de un primitivo flamenco a la que un Boecklin o un Doré hubiesen retocado, infundiéndole aspecto trágico.
Sin embargo, tal vez la Ronda de la realidad no sea exactamente así. La guía Baedeker la llama “riente”, y lo son, en efecto, las casitas del pueblo nuevo: amables, enjabelgadas, exhalantes de sosiego y bienestar. ¿Cómo se explica, pues, mi sensación?
Es la obra del Recuerdo, aquel creador original y maravilloso.
En mis breves horas de Ronda, debieron mis sentidos percibir innumerables detalles. Unos, insignificantes, materiales, objetivos, fotográficos, vulgares, sin trascendencia. Otros, fundamentales, característicos, espirituales, que tal vez me dieron una sensación fugaz y confusa, por lo cual fue inadvertida, quedando en lo hondo de la subconciencia. La memoria – que es al recuerdo lo que la inteligencia al talento, lo que la fotografía de un paisaje a la obra de un artista, - guardó aquellos detalles que constituían la imagen material de Ronda, su forma exacta, su apariencia externa. Pero comenzó a pasar el tiempo, y todo esto fue olvidándose. El Recuerdo, mientras tanto, iba creando. Los detalles característicos y esenciales surgían, crecían, se exageraban, se abultaban, se intensificaban. Sucede con las montañas que, a medida que nos retiramos para contemplarlas, son más grandes y bellas, y sus caracteres, que, cuando estábamos dentro de su entraña, tal vez no veíamos, se nos revelan, entonces, esencialmente. Sucede, también, con el hombre que, cuando han pasado los años, se ha intensificado y sus rasgos fisonómicos, en consecuencia, se han acentuado. De este modo, por el alejamiento de la realidad y la intensificación de las cosas hasta hacerlas parecer como miradas con una lente de aumento, el Recuerdo ha engendrado mi actual visión de Ronda, una visión profunda y espiritual, la síntesis de Ronda. En mis horas de la ciudad andaluza apenas conocí su imagen material. El Recuerdo me hizo conocer su alma, su esencia. Es que el Recuerdo hace perdurar lo que en las cosas hay de eterno, lo que es su síntesis, el resumen de todos sus aspectos. Cada vez que recordamos somos creadores y poetas, pues agregamos a la visión originaria alguna nueva interpretación, o algún matiz antes no percibido, o, tal vez, algún aspecto que acaba ahora de surgir.”

Manuel Gálvez
El solar de la raza (pp. 20-21)


"Y empezó poco a poco a exaltarse, recordando las primeras palabras del Director. Era una calumnia lo de las orgías, una infamia. Hablaba atropelladamente, con emoción, con la voz temblorosa como si estuviese por llorar.
Acusó a los calumniadores que le llevaban al Director semejantes cuentos. Miserias, cosas de pueblo chico. Y sin embargo, él no era de los que combatían a las autoridades de la escuela. ¿Por qué hacían eso con él? ¿Por qué le vigilaban?
Miró al Director, cuyo rostro estaba inconmovible. Hubo un breve silencio que el Director interrumpió.
—La dirección tiene contra usted una acusación aun más grave —dijo con teatral austeridad, mientras Solís le miraba atónito.
Todo el pueblo afirmaba que Solís mantenía relaciones ilícitas con una maestra. El no sabía si se trataba de una seducción. La maestra no era una niña y sus antecedentes, tanto hereditarios como personales, no abonaban su honestidad. Pero como quiera que fuese, Solís cometía una gravísima falta, una falta que era materia de sumario y causa de destitución.
Solís, saliendo de su asombro, se puso de pie repentinamente, y, con la palabra cortada por la indignación, increpó al Director:
—Pero ¿usted de quién habla? ¿De Raselda, acaso?
—¿No lo sabe? — contestó el Director sonriendo irónicamente.
Solís vio la obra de las Gancedo. Compadeció a Raselda con toda su alma; y su cariño hacia la maestra, dormido en el fondo de su ser, surgió de pronto. La vio abandonada de todos, víctima de pequeñas pasiones. Y rojo de la ira que se había ido acumulando en su alma, tartamudeando por la emoción que le apretaba la garganta, con ademanes descompuestos, con los ojos llameantes, gritó:
—Eso es una infamia. Yo sé de dónde ha partido la calumnia... yo sé... Sé cómo ha llegado hasta usted... Ya veo que es usted el instrumento de cuatro mujerzuelas miserables...
El Director se levantó indicado. Solís le había herido en lo más íntimo, en aquella dignidad profesional de que tanto alardeaba. Y, solemne, con acento vengativo, la voz empañada por el odio, y el gesto altivo y desdeñoso, profirió:
—Si usted tiene amores ilícitos con esa... mujer, con esa maestra indigna, debe retirarse de la escuela. No permitiré jamás, jamás, que en esta casa se expongan tales lacras.
—Cuatro mujerzuelas, — continuó Solís que sentía la necesidad de ofender al Director. — Y en primer lugar la Regente. ¡La Regente, tan luego! ¿Quién es esa mujer para juzgar a Raselda? Todo el mundo sabe que es una...
Y casi largó la palabra. El Director se puso lívido, señaló a Solís la puerta y, despreciándole con su gesto, dijo olímpicamente:
-Hemos terminado, retírese.
—No hemos empezado — balbució Solís, con los ojos brillantes y accionando zurdamente.
-Fuera de aquí o lo hago echar...
Solís sintió que toda su sangre se le agolpaba a la cabeza. Y súbitamente, con impulso violento, sin saber lo que hacía, se precipitó sobre el Director. Pero el Director había levantado una silla y la oponía a su atacante.
-¡Aquí, gente! -gritó el Director.
Solís masculló un "canalla" y sin mirarle se retiró. Las piernas le temblaban de tal modo que apenas podía caminar. Al abrir la puerta, la sintió chocar contra un cuerpo blando. Arrodillada en el suelo, la Regente con el rostro en congestión, recogía papeles desparramados."

Manuel Gálvez
La maestra normal



“... y he aquí el dolor de España: ver cómo aquellos ideales de antaño deben desaparecer: cómo el sentido positivista de la vida domina el mundo; cómo el arte humano y único que expresaba aquellos ideales resultará pronto exótico e incomprensible, habiendo perdido casi toda relación de semejanza con la vida actual; cómo a la energía espiritual reemplaza la energía industrial, cómo las almas del Cid, de Don Quijote y de otros no menos admirables seres no influirán más sobre los hombres; cómo morirá la España vieja, la grande, la castiza.”

Manuel Gálvez
El solar de la raza (p. 76)











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