"A veces sucede así en la vida: cuando son los caballos los que han trabajado, es el cochero el que recibe la propina."

Daphne Du Maurier


"Antes o después, a todos nos llega en esta vida un demonio propio que nos persigue y atormenta y al final de cuentas hemos de luchar contra él."

Daphne Du Maurier


"Cayó la noche, muy oscura y serena. Una levísima brisa soplaba del norte, pero allí, al abrigo del cabo, no llegaba. Solo algún esporádico silbido repentino en la jarcia y una suave ondulación en la superficie del agua negra indicaban que a una o dos millas de la costa la brisa era más constante. La Mouette había fondeado en el lindero de una pequeña ensenada, muy cerca —tanto que se podía lanzar un guijarro contra las rocas— de los altos y oscuros acantilados, indistintos sus límites en la negrura. El barco había llegado sigilosamente al rincón previsto, nadie levantó la voz, no se dieron órdenes cuando se aproó al viento para fondear y la cadena descendió por el acolchado escobén con un ruido cavernoso y amortiguado. Por un momento la colonia de gaviotas, que anidaban por centenares en lo alto de los acantilados, se alborotó, molesta; sus gritos de protesta levantaron ecos en las paredes de la roca y se alejaron por el agua, y luego, cuando terminó el movimiento, se tranquilizaron de nuevo y todo quedó en silencio. Dona estaba apoyada en la barandilla del castillo de popa mirando el cabo, y le pareció que había algo sobrenatural en aquella calma, algo raro, como si hubieran llegado sin querer a una tierra adormecida cuyos habitantes estuvieran bajo los efectos de un hechizo y las gaviotas que se habían despertado al acercarse ellos fueran los centinelas, que hacían guardia allí para dar la alarma. Entonces recordó que esa tierra y esos acantilados, que eran otra parte de su misma costa, esta noche serían para ella, en cualquier caso, un lugar hostil. Había llegado a territorio enemigo, y los habitantes de Fowey Haven, que en ese momento dormían en su cama, también le eran ajenos.
La tripulación de La Mouette se había reunido en el combés de la nave, los veía allí, hombro con hombro, inmóviles y en silencio, y por primera vez desde que inició la aventura, notó un pellizco diminuto de aprensión, un escalofrío femenino de miedo. Ella era Dona St. Columb, mujer de un terrateniente y baronet inglés, que, dejándose llevar locamente por un impulso, había confiado su suerte a manos de unos bretones de los que solo sabía que eran piratas y proscritos, hombres sin escrúpulos, peligrosos, a las órdenes de otro que nunca le había contado nada de sí mismo y al que amaba ridículamente, sin motivo ni razón, cosa que —si se detenía a considerar con frialdad— la haría arder de vergüenza. Era posible que el plan fallara, que él y sus hombres cayeran prisioneros, y ella también, y que los hicieran pasar a todos por la ignominia de comparecer ante la justicia, y enseguida se descubriría su verdadera identidad y Harry vendría de Londres sin pérdida de tiempo. En un instante se imaginó toda la historia corriendo por el país como la pólvora, el escándalo y el horror que levantaría, envuelta en un ambiente sucio y sórdido; en Londres, los amigos de Harry se reirían y probablemente Harry se volara los sesos, los niños se quedarían huérfanos, se les prohibiría pronunciar el nombre de su madre porque se había escapado con un pirata francés como una fregona con un mozo de cuadras. Las ideas se mordían la cola unas a otras en su cabeza mientras ella miraba a la silenciosa tripulación de La Mouette y se acordaba de su confortable lecho de Navron, del ameno jardín, de la vida con los niños, tan segura y normal. Después, al mirar hacia arriba, vio que el francés estaba a su lado y se preguntó hasta qué punto sabría él interpretar la expresión de su rostro."

Daphne Du Maurier
El río del Francés



"Contemplando desde la ventana la fantasía de luz y color del resplandeciente mundo en que me desenvuelvo, totalmente desprovisto de ternura y de quietud, siento un repentino anhelo de paz, de comprensión."

Daphne Du Maurier



"¿Crees que yo estaba enamorado de Rebeca? ¿Crees que la maté porque la quería? ¡La odiaba, te digo que la odiaba! Nuestro matrimonio fue una farsa desde el primer momento. Rebeca era un ser vicioso, corrompido, despreciable por todos conceptos, absolutamente por todos. Nunca nos quisimos ni jamás gozamos juntos un instante de felicidad. Era incapaz de querer a nadie, incapaz de sentir la más mínima ternura o de tener un rasgo de nobleza. ¡Ni siquiera era normal!"

Daphne Du Maurier



"Cuando el lento mar lamía la orilla y se retiraba luego dejando al descubierto la franja de algas y los guijarros, las aves marinas emprendían veloz carrera y corrían sobre las playas. Entonces, les invadía también a ellas aquel mismo impulso de volar. Chillando, gimiendo, gritando, pasaban rozando el plácido mar y se alejaban de la costa. Se apresuraban, aceleraban, se precipitaban, huían; pero ¿Adonde, y con qué finalidad? La inquieta urgencia del melancólico otoño había arrojado un hechizo sobre ellas y debían congregarse, girar y chillar; tenían que saturarse de movimiento antes de que llegase el invierno."

Daphne Du Maurier


"Donde estaría bien sería en una ciudad amurallada del siglo XV, una ciudad de callejas estrechas, mal empedradas, de afilados campanarios, cuyos habitantes vistieran medias de estambre y zapatos puntiagudos. Tenía la cara atractiva, sensitiva, extrañamente medieval, y me recordaba un retrato que había visto en un museo, no sabía en cuál, de un Caballero Desconocido."

Daphne Du Maurier


"Echó a andar de nuevo, airosamente, sintiendo que su interés iba en aumento.
Nada de hacer trampas, se dijo: tanto daba que fuera una cuadra de departamentos o de fábricas. Tal como sucedieron las cosas, la tercera calle era muy larga y se hallaba flanqueada por sórdidas casonas de la época victoriana que, cincuenta años atrás, debían haber sido importantes residencias, pero ahora, convertidas en departamentos o pensiones, nada conservaban de su antiguo esplendor. La calle se llamaba Boulting. Ocho letras: número ocho. Cruzó, confiado, y empezó a buscar la numeración, sin dejarse amedrentar por los empinados escalones, las puertas sin pintar, ni los sombríos subsuelos y el aspecto general de pobreza y deterioro que tanto contrastaba con el de su propia calle Regency, de puertas bien pintadas y macetas en las ventanas.
La casa número ocho no resultó distinta de sus compañeras, excepto, quizás, que su puerta era aún más pobre que las otras y más mísero el encaje de las cortinas que cubrían los cristales de las largas y feas ventanas de la planta baja. Una criatura de unos tres años un varoncito de rostro pálido y ojos sin expresión, estaba sentado en el escalón de arriba, atado al quita barro, de modo tal que no podía irse. La puerta de entrada estaba abierta. James Fenton subió los escalones y buscó el timbre. Habían pegado un papel con las palabras "No funciona". Más abajo se veía el cordón de una antigua campanilla. Naturalmente, sería cuestión de segundos desatar a la criatura, ponérsela bajo el brazo y desaparecer, eliminándola luego, de acuerdo al humor o a la fantasía del momento. Pero se le ocurrió que la violencia no resultaba indicada todavía. Lo que él necesitaba era disfrutar, durante el mayor tiempo posible, de su sensación de poder.
Tiró del cordón de la campanilla. Se oyó un débil tintineo al fondo del oscuro vestíbulo. El pequeño lo miró con indiferencia. Fenton se apartó de la puerta y observó la calle: un plátano de tronco pardo, cubierto de manchas amarillentas, comenzaba a echar sus hojas nuevas; a sus pies, un gato negro se lamía una patita lastimada. Saboreó la espera, deliciosa a causa de la incertidumbre. De pronto oyó que abrían la puerta y una voz de mujer, con acento extranjero, preguntaba: ¿Qué desea? Se sacó el sombrero, sintiendo el violento impulso de contestarle: "He venido a estrangularla. A usted y a su hijo. No tengo motivo alguno. Sucede simplemente que soy el instrumento del destino". Pero no dijo nada de esto y se limitó a sonreír. La mujer era tan pálida como el chiquillo del escalón, tenía los mismos ojos sin expresión e idénticos cabellos lacios. Podría haber andado tanto por los veinte como por los treinta y cinco años.
Llevaba puesto un saco de punto, demasiado grande, y como la pollera, oscura y deforme, le llegaba hasta los tobillos, parecía cuadrada. ¿Alquila habitaciones? preguntó Fenton. Los ojos opacos se iluminaron de pronto, esperanzados, casi como si ya hubiera dejado de creer en la posibilidad de que le formularan semejante pregunta. Pero el resplandor se apagó bruscamente y los ojos volvieron a quedarse sin expresión."

Daphne Du Maurier
Los lentes azules



"El tiempo, al pasar, libraría de aristas cortantes el recuerdo y lo tomaría en algo risible. Pero, entonces, nada era cómico ni yo reía. No era lo futuro; era lo presente. Demasiado vivo; harto real."

Daphne Du Maurier


"Había cesado el encanto; el hechizo se había roto. Volvimos a ser dos mortales, dos personas jugando en la playa."

Daphne Du Maurier



"La felicidad no es un bien que puede atesorarse; es una manera de pensar, un estado de ánimo. No es que algunas veces no nos sintamos deprimidos; pero también conocemos momentos que escapan al reloj y se hacen eternos."

Daphne Du Maurier



"Las rosas completamente abiertas tenían algo que recordaba a una mujer con una blusa demasiado holgada, algo superficial y desaliñado, como de mujer despeinada."

Daphne Du Maurier
Rebecca


"(...) Las últimas semanas habían pasado tan rápidas que sentada a su lado en el coche, recorriendo Francia e Italia, no hice sino ver a Venecia por sus ojos, haciéndome eco de sus palabras, sin hacer preguntas acerca del pasado o del porvenir, contenta con la felicidad del presente, tan vivo."

Daphne Du Maurier


"Llegaron al camino real y el cochecillo marchó por él al trote del potro, con los dos caballos robados alborotando detrás. Nubes de lluvia flotaban en el espacio amenazantes y bajas, pero ni una gota se desprendía de ellas, y las colinas que se elevaban en el marjal, a distancia, aparecían claras y sin niebla. Mary pensó en Francis Davey, en Altarnun, que quedaba hacia la izquierda, y calculaba qué le diría cuando le contase su historia. Ahora no le aconsejaría que esperase otra vez. Quizá no le agradaría que interrumpiese su Navidad; y se imaginaba la silenciosa vicaría, apacible y quieta, entre los grupos de cabañas que formaban la aldea y la alta torre de la iglesia, como un centinela, sobresaliendo sobre los tejados y las chimeneas.
Había un paraíso de descanso para ella en Altarnun — el nombre sólo parecía un susurro—, y la voz de Francis Davey significaba seguridad y olvido de toda preocupación. Había algo extraño en él, que a la vez era agradable y desconcertante. El cuadro que había pintado, la forma en que había guiado al caballo, la manera de servirla en silencio, y extrañaba, sobre todo, la gris y sombría quietud de su habitación, que no conservaba rastro de su personalidad. Era la sombra de un hombre, y ahora que no estaba con él le parecía que no era material. No tenía la viril agresividad de Jem; no tenía carne ni sangre; no era más que dos ojos blancos y una voz en la oscuridad. El potro se lanzó repentinamente por una brecha del seto, y un fuerte juramento de Jem la sacó de golpe de la abstracción de sus pensamientos.
[...]
Lejos de la «Posada de Jamaica» recobró su juventud y su alegría. Jem, al notarlo, se burlaba.
Ella se reía porque tenía necesidad de ello y porque él la hacía reír; el aire estaba saturado del ruido y animación de la ciudad; era un ambiente excitante y de bienestar; un ambiente de Navidad. Las calles estaban atestadas de gente y los puestos eran alegres. Carruajes, carretas y hasta diligencias se apiñaban en la plaza, empedrada de guijarros. Había color, vida, movimiento. La alegre multitud se empujaba y apretaba ante los puestos del mercado. Los pavos y los gansos arañaban con sus patas las vallas de madera que los encerraban, y una mujer con un abrigo verde llevaba un cesto de manzanas sobre la cabeza y sonreía; las manzanas eran rojas y brillantes, como sus mejillas. La escena era familiar y grata. Helston, en la época de Navidad, había sido, años atrás, lo mismo que esto; pero había más brillantez y un espíritu más libre en Launceston. Esto era más grande y despejado. Devonshire e Inglaterra quedaban al otro lado del río. Granjeros del cercano Condado marchaban al lado de campesinos del este de Cornualles y había tenderos y confiteros y pequeños aprendices que empujaban, entre la muchedumbre, con bandejas de salchichas y pastas calientes. Una señora con sombrero de plumas y una capa de terciopelo azul salió de un coche y penetró en el cálido e iluminado recinto del hospitalario mesón del «Ciervo Blanco», seguida de un caballero embutido en un abrigo gris. Se colocó un monóculo y se contoneaba detrás de ella exactamente igual que un pavo.
Para Mary era un mundo feliz y agradable. La ciudad estaba edificada en la cima de una colina, con un castillo en el centro, igual que en las viejas historias. Había grupos de árboles y campos en declive y el agua brillaba en el fondo del valle. Los marjales estaban lejos, se extendían en la distancia, detrás de la ciudad, y estaban olvidados. Launceston era realidad; estas gentes tenían vida. La Navidad recobraba un sentido en la ciudad y tenía su ambiente entre la alegre multitud que se agolpaba en sus empedradas calles, y detrás de las pesadas nubes grises, el oscuro sol luchaba por salir de su escondrijo a unirse a la fiesta."

Daphne Du Maurier
La posada de Jamaica



"Los hombres somos mucho menos complicados de lo que tú te imaginas, chiquilla mía. Pero lo que ocurre dentro de la tortuosa mente de una mujer, nadie lo puede adivinar."

Daphne Du Maurier



"Nunca puedo decidirme respecto al nacionalismo, dijo su abuela. Está inclinado a convertirse en fanatismo, y los fanáticos enfatizan tanto donde nacen. Yo nací en Wimbledon, y aunque adoraba ir al tenis en los viejos tiempos nunca moriría por él. De hecho, no me preocuparía si Wimbledon y todas sus casas dejaran de existir. Pero he convertido esta esquina de esta particular península en mi hogar hace algún tiempo ya, y ciertamente moriría por él si pensara que eso representaría algún bien."

Daphne Du Maurier
Rule Britannia


"Ocurra lo que ocurra, pensé, la vida continúa igual, y hacemos las mismas cosas, y seguimos celebrando las pequeñas ceremonias anexas a nuestra comida, a nuestro sueño y nuestro asco. No hay crisis capaz de quebrar la corteza de lo habitual."

Daphne Du Maurier



"Quien puede afirmar que las casas que nos albergaron de niños y adultos así como a nuestros predecesores no retienen en sus paredes la impronta del pasado de la alegría y el sufrimiento."

Daphne Du Maurier



"¿Quieres mirarme ahora a los ojos y decirme que me quieres?"

Daphne Du Maurier



"Se levantó lánguidamente, se puso el fresco vestido blanco y, saliendo de nuevo al balcón, levantó la persiana y dejó que el fuerte calor del día diese de lleno sobre ella. Unas gafas negras cubrían sus ojos. El único toque de color radicaba en su boca, sus manos y sus pies, y en el chal que se había echado sobre los hombros. Los oscuros cristales de sus gafas daban al día una tonalidad sombría. El mar había cambiado del azul al púrpura, y las blancas arenas adquirían un tinte oliváceo oscuro. En sus tiestos, las gayas flores tomaban un aire exótico. La marquesa se apoyó en la barandilla y el calor de la madera le quemó las manos. El olor de un cigarro ascendía de nuevo, procedente de algún punto ignorado. Tintineaban los vasos del aperitivo que un camarero llevaba, presuroso, a una mesa de la terraza. En alguna parte, hablaban y reían un hombre y una mujer.
Un perro alsaciano, con la lengua fuera y llena de espuma, atravesó la terraza en busca de un rincón a la sombra en el que tenderse sobre una losa fría. Un grupo de jóvenes, bronceados y semidesnudos, cubiertos de salitre marino sus cuerpos, subiendo corriendo desde la playa y empezaron a pedir Martinis.
Arrojaron sobre las sillas sus toallas de baño. Uno de ellos llamó con un silbido al perro, el cual no se molestó en hacerle el menor caso. La marquesa les miró con desprecio, en el que, no obstante, se mezclaba una cierta envidia.
Eran libres de ir y venir, de montar en un coche y marcharse a otro lugar. Vivían en un estado de constante y feroz alegría. Siempre en grupos de seis o siete. Se separaban también, desde luego, y formaban parejas para acariciarse mutuamente. Pero —y aquí dio rienda suelta a su desprecio— su alegría no encerraba ningún misterio. En sus vidas abiertas no podía haber un momento de inquietud. Ninguno de ellos esperaba en secreto detrás de una puerta entornada.
El sabor de una aventura amorosa tenía que ser distinto, pensaba la marquesa, y, arrancando una rosa de la enredadera que trepaba por el enrejado del balcón, se la puso en el escote de su vestido. Imaginaba el amor como una cosa silenciosa, dulce, callada. Nada de voces estrepitosas, ni súbitas carcajadas, sino una especie de furtiva curiosidad que acompañaba al temor, y, cuando el temor ha desaparecido, una plena y abierta confianza. No el toma y daca de los buenos amigos, sino la pasión entre desconocidos."

Daphne Du Maurier
Los pájaros


"Si pudiera inventarse algo -dije impulsivamente- para embotellar los recuerdos, como los perfumes... Para que no se disipasen, para que nunca pudieran ponerse rancios... Cuando quisiéramos, podríamos destapar el frasco y sería como vivir de nuevo el momento guardado."

Daphne Du Maurier


"Una cosa segura: ya no podremos volver allí. Lo pasado está aún demasiado reciente. Todo lo que hemos procurado olvidar se removería de nuevo, y aquella sensación de miedo, de inquietud furtiva, que había llegado a convertirse en pánico ciego e insensato -a Dios gracias ya acabado-, podría, por cualquier circunstancia ignorada, volver a la vida para perseguirnos como antes."

Daphne Du Maurier


"Ven a vernos cuando tengas ganas -dijo-. Yo siempre espero que la gente se convide ella misma. La vida es muy corta para mandar invitaciones."

Daphne Du Maurier






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