Alabanza

Para los 43 afiliados de la Sección 100 del Sindicato de
trabajadores de Hoteles y Restaurantes, que trabajaban
en el restaurante Windows on the World y que perdieron sus
vidas en el ataque contra las Torres Gemelas

¡Alabanza! Alabado sea el cocinero rapado
y tatuado en el hombro con la palabra Oye,
un puertorriqueño de ojos azules con familia en Fajardo,
un puerto de piratas siglos atrás.
Alabado sea el faro de Fajardo, una vela
que brilla blanca para rendir culto al oscuro santo del mar.
¡Alabanza! Alabada sea la gorra amarilla de los Piratas de Pittsburgh
que el cocinero lucía en nombre de Roberto Clemente, y su avión
incendiado en mitad del océano cargado con latas para Nicaragua,
para todas esas bocas que sólo masticaban cenizas de seísmos.
¡Alabanza! Alabada sea la radio de la cocina, conectada
antes que el horno, para que la música y el español
subieran antes que el pan. Alabado sea el pan. ¡Alabanza!

Alabado sea Manhattan desde lo alto del piso 107,
como una Atlántida vislumbrada desde un acuario antiguo.
Alabados sean los ventanales de la cocina donde los inmigrantes
entornaban los ojos y casi veían su mundo, y oían el canto de las
naciones:
Ecuador, México, República Dominicana,
Haiti, Yemen, Ghana, Bangladesh.
¡Alabanza! Alabada sea la cocina matutina,
donde el gas brillaba azul en cada fogón
y los extractores disparaban sus diminutas hélices,
las manos cascaban huevos con rápidos pulgares
o descuartizaban cajas de cartón para levantar un altar de latas.
¡Alabanza! Alabada sea la música del ayudante, el tintineo
de la vajilla y la cubertería en el barreño.

¡Alabanza! Alabado sea el fregón, el friegaplatos
que trabajó esa mañana porque otro friegaplatos
no dejaba de toser, o porque necesitaba horas extra
apilando sacos de arroz y frijoles para una familia
que flotaba a la deriva en alguna isla caribeña plagada de ranas.
¡Alabanza! Alabada sea la mesera que escuchaba la radio en la cocina
y cantaba para sí misma sobre un hombre que se fue. ¡Alabanza!
Después del trueno más salvaje que el trueno,
después del profundo temblor en el vidrio de los ventanales,
después de que la radio callara como un árbol lleno de ranas aterradas,
después de que la noche reventara el dique del día e inundara la cocina,
por un tiempo brillaron los fogones en lo oscuro como el faro de Fajardo,
como el alma del cocinero. Alma, digo, aunque
los muertos no puedan hablarnos
de los pelos erizados en la barba de Dios, porque Dios no tiene rostro,
alma, digo, para nombrar a los seres de humo lanzados en constelaciones
a través del cielo nocturno de esta ciudad y de ciudades venideras.
¡Alabanza!, digo, aunque Dios no tenga rostro.
¡Alabanza! Cuando la guerra comenzó, desde Manhattan y Kabul
dos constelaciones de humo se levantaron y se acercaron a la deriva,
mezclándose en el aire helado, y una dijo en afgano:
-Enséñame a bailar. No tenemos música aquí.
Y la otra contestó en español:
-Yo te enseñaré. Música es todo lo que tenemos.

Martin Espada


Algo se escapa de la fogata

Para Víctor y Joan Jara

I. Porque nunca moriremos: Junio de 1969

Víctor cantó su plegaria del labrador:
Levántate, y mírate las manos.
Las manos del padre de Víctor enguantadas en piel dura
petrificadas como puños empujando el arado.
El Estadio Chile lo celebró, delirante como un hombre
que sabe que ha arado su último terreno
para otro y que oye una canción contándole
lo que sabe con los hombros.

Joan, la bailarina, que giraba frente a las multitudes
en las mismas poblaciones donde Víctor cantó,
se inclinó hacia adelante en su asiento para escucharlo:
Primer premio en el Festival de la Nueva Canción para Víctor Jara.
Estas son las noches en que no dormimos
porque nunca moriremos.
Cómo fue entonces que él pudo atisbar hacia lo oscuro,
más allá de la fila trasera, levantar su guitarra
y cantar: Juntos iremos, unidos en la sangre,
ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

II. El hombre con todas las armas: Septiembre de 1973

Vino el golpe y los soldados arrasaron a los enemigos del estado:
manos en la cabeza, en fila india, a través del estadio.
Rostros condenados sangraban su luz en los pasillos
del Estadio Chile. Todavía la luz flota allí.
También los asesinos tenían su luz: cigarrillos espectrales
centelleando en cada corredor, especialmente El Príncipe,
así los prisioneros le llamaban al rubio oficial
que sonreía en su trabajo como si le cantaran iglesias en la cabeza.

Cuando Víctor ingresó al pasillo,
lejos de los miles apretando las rodillas contra el pecho
mientras esperaban el cigarrillo en el cuello
o escrutaban a las ametralladoras que los escrutaban,
conoció a El Príncipe, quien debe haber escuchado un canto en su cabeza,
ya que reconoció la cara del cantante, rasgueó el aire
y tajeó su garganta con un dedo.
El príncipe sonrió como un hombre con todas las armas.

Más tarde, cuando los otros prisioneros entendieron
que no había alas sobre sus hombros
para volar lejos del pelotón de fusilamiento,
Víctor cantó Venceremos
y el canto prohibido levantó hombros
mientras la cara de El Príncipe se enrojecía en un grito.
Si su propio grito no podía aquietar la canción
latiéndole en las venas de la cabeza
entonces, razonó El Príncipe, lo harían las ametralladoras.

III. Si sólo Víctor: Julio de 2004

Resquebraja la esfera de cada reloj en el Estadio Chile.
En este lugar, treinta y un años se miden
por el último aliento de Víctor. Un momento,
como en momento, la última palabra del último canto
que escribió antes que se plagara de balas
el panal de sus pulmones.

Todavía los ojos de ella arden. Su lengua todavía se congela.
Por Joan de nuevo los helicópteros rugen,
la música militar redobla por el dial,
los soldados les dan culatazos a las mujeres en la cola del pan.
De nuevo encuentra el cuerpo de su esposo en la morgue
entre los cadáveres apilados como ropa sucia
y alza las oscilantes manos fracturadas de Víctor en las suyas
como para comenzar un vals.

Sí, ahora le pusieron su nombre al estadio donde lo mataron,
sí, sus palabras flotan en la piedra a lo largo de la pared de la entrada,
sí, hay acróbatas chinos haciendo piruetas aquí esta noche,
pero ella arrancaría el letrero que florea su nombre,
echaría abajo la pared con sus palabras
y dispersaría a los acróbatas por las calles
si sólo Víctor entrara a la sala
para terminar con la discusión de por qué
él andaba tan lento de mañana
haciéndola casi siempre llegar tarde a clase.

IV. Algo se escapa de la fogata: Julio de 2004

Al sur de Santiago, lejos del Estadio Víctor Jara,
bajo una carpa donde los goterones de lluvia repiquetean sobre la tela,
un muchacho y una muchacha nacidos años después del golpe
se recuestan sobre una silla del escenario para llenarse los ojos de la cara del otro.
La cinta resuena y la voz de Víctor
serpentea delicada como papel quemado hacia el cielo
cantándoles sobre el silencio de un amante a los bailarines
que desencrespan los zarcillos de sus cuerpos.

Algo se escapa de la fogata
donde los generales se entibian las manos:
brazas de papel quemado, cintas enterradas,
voces rebosando en el silencio
como invisibles criaturas en un vaso de agua,
igual que una bailarina gira con la música en su cabeza,
sola salvo por el cosquilleo de unas yemas en el codo.

Martin Espada


Ciudad de vidrio

Para Pablo Neruda y Matilde Urrutia
La Chascona, Santiago, Chile

La casa del poeta era una ciudad de vidrio:
vidrio de arándano, vidrio de leche, vidrio de carnaval,
copas rojas y verdes fila tras fila,
relumbre negro de vino en botellas,
barcos en botellas, un zoológico de botellas,
gallo, caballo, mono, pez,
latido de relojes rebotando contra el cristal,
ventanas iluminadas por los blancos Andes,
un observatorio de vidrio sobre Santiago.

Cuando el poeta murió
trajeron su ataúd a la ciudad de vidrio.
No había puerta: la puerta era mil puñales,
más allá de la puerta un antiguo mundo en ruinas,
vidrio ahora puntas de flechas, hachas, trozos de cerámica, polvo.
No había ventanas: dedos de aire
buscaban vidrio como el rostro de un amante desaparecido.
No había zoológico: las botellas eran medias lunas
y cuartos de luna, caballo y mono
destripados con cada reloj, con cada lámpara.
Huellas de botas hiladas en un tango lunático por el suelo.

La viuda del poeta dijo: No vamos a barrer el vidrio.
Su velorio es aquí. Reporteros, fotógrafos,
intelectuales, embajadores pisaron el vidrio
crujiendo como un lago helado, y soldados también,
los mismos que saquearon la ciudad de vidrio,
regresaron a hablar por su general:
tres días de luto oficial,
anunciados al final del día tercero.

En Chile un río de vidrio burbujeó, se enfrió,
se endureció y se levantó en láminas, sólo para romperse y elevarse de nuevo.
Un día, años después, los soldados se dieron media vuelta
para encontrarse dentro de una ciudad de vidrio.
Sus rifles se volvieron vidrio de carnaval,
las balas se disolvieron reluciendo en sus manos.
Desde el zoológico del poeta oyeron chillar monos;
desde el observatorio del poeta oyeron
poema tras poema como un llamado a orar.
La lengua del general se quemó con astillas
invisibles al ojo. La lengua del general
era color de vidrio de arándano.

Martin Espada


El corrido de Isabel

 Francisca dijo: Cásate con mi hermana para que pueda quedarse en el país.
Yo no tenía nada más que hacer. Tenía veintitrés y andaba siempre con frío, deslizándome
por enero en mis pobres botas de vaquero de poste en poste de la luz
en Wisconsin. Francisca e Isabel lavaban las sábanas del hotel,
sudaban en la humedad del lavadero, conspirando en español. 

La conocí el próximo día. Isabel tenía diecisiete, venía de una aldea donde sus mayores
hablaban la lengua de los aztecas. Se sonreía cada vez que las bolitas de hielo
del inglés repiqueteaban alrededor de su cabeza. Cuando el juez de paz dijo
Puede besar a la novia, nuestros labios se rozaron por primera y última vez.
El anilló prestado resultó ser demasiado pequeño, incrustado en mi nudillo.
Hubo instantáneas de la boda y champaña en vasos plásticos. 

Francisca dijo: Las instantáneas servirán de prueba para inmigración.
Oímos rumores de la entrevista: me preguntarían por el color
de su ropa interior. A ella le preguntarían quién se montó sobre el otro.
Inventamos respuestas y ensayamos nuestras líneas. Sorteamos
formularios de inmigración sobre la mesa de diario como otras parejas
barajan cartas de gin rummy. Después de cada mazo, yo barajaba de nuevo. 

Isabel decía: Quiero ver las fotos. Quería ver las fotos
de una boda que ocurrió pero no ocurrió, su rostro inexplicablemente
feliz, yo levantando una verde botella, mareado después de media copa de champaña. 

Francisca dijo: Ella puede cantar corridos, canciones de amor y revolución
de la tierra de Zapata. Toda la noche Isabel cantaba corridos en una taberna
donde nadie entendía una palabra. Yo era el matón de la taberna y el esposo,
así que silenciaba a los pendencieros borrachitos, que pestañeaban como tortugas al sol. 

Su pareja y sus latas de cerveza nunca comprendieron por qué me casé con ella.
Una vez desfondó la puerta de entrada de una patada, y el estruendo remeció la casa
como si una granada hubiera estallado en el pasillo. Cuando los de la policía llegaron,
yo las hice de traductor, mirando al sargento que la miraba: la inescrutable
indiecita de cada película de cowboys que él se había visto, descalza y de largo pelo negro. 

Vivíamos detrás de una puerta rota. Vivíamos en una ciudad oculta de la ciudad.
Cuando los dolores de cabeza comenzaron, nadie llamó a un doctor. Cuando desapareció
por días, ninguno llamó a la policía. Cuando practicábamos las preguntas
para inmigración, Isabel entornaba los ojos y sonreía. Quiero ver las fotos,
decía. La entrevista no tuvo lugar, como una obra de teatro en la noche de apertura
cancelada cuando los actores están demasiado borrachos para subir al escenario. Después que se fue,
encontré el dibujo a lápiz de cera de un pájaro azulejo pegado en la pared del dormitorio.

Me fui también, y no pensé en Isabel hasta la noche en que Francisca llamó para decir:
Tu esposa está muerta. Algo le crecía en el cerebro. Me imaginé a mi esposa
que no era mi esposa, que nunca durmió junto a mí, durmiendo en el suelo,
y me pregunté si mi nombre estaría esculpido sobre la cruz encima de su cabeza, ni pitafio
ni corrido, otro fantasma en una revuelta de fantasmas evaporándose de la piel
de mexicanos muertos tambaleándose por días sin agua a través del desierto. 

Hace treinta años, una muchacha de la tierra de Zapata me besó una vez
en los labios y murió con mi nombre clavado a los suyos como una puerta rota.
Me quedé con una instantánea de la boda; ayer salió a flote en mi escritorio.
Hubo una conspiración para cometer un crimen. Esta es mi confesión: lo haría todo de nuevo.

Martin Espada


El dios de rostro curtido

para Camilo Mejía, objetor de conciencia

Los dioses se reunieron:
el dios de las cruzadas se sacó el casco,
el dios guerrero del desierto paró su escudo en la esquina,
el dios hacedor de espadas se sentó entre ellos afilando cuchillos,
el dios bombardero desplegó sus mapas sobre la mesa,
el dios que colecciona cabezas infieles intercambió trofeos
con el dios que colecciona cuero cabelludo pagano,
el dios del oro abrió su pañuelo
para que el dios del petróleo se secara su mentón goteante,
el dios que castiga el pecado con furúnculos se rascó los furúnculos
y dio comienzo a la sesión.

Y los dioses dijeron: Guerra.

El sargento Mejía oyó al prisionero quejarse bajo la capucha
mientras los guardias lo empujaban a un closet de acero y después golpeaban
con un mazo la puerta hasta que los quejidos se acabaron;
oyó fuego de ametralladoras rebanando cabezas de cuellos
con un rugido que envidiarían las espadas;
oyó un soldado sollozando en el baño por el muchacho sin cabeza
que abría los ojos cada vez que el soldado cerraba los suyos.

A veces una canción se eleva
a través de los quejidos y los mazos,
las ametralladoras y el sollozo.
A veces una voz flota sobre el pandemonio
como una gaviota flota sobre barcos que se queman.
El sargento Mejía oyó la canción de su padre,
la misa campesina de Nicaragua:
Vos sos el Dios de los pobres,
el Dios humano y sencillo,
el Dios que suda en la calle,
el Dios de rostro curtido.

Irak andaba repleta de los rostros de este Dios.
Miraban cuando el sargento Mejía les dijo no a los otros dioses:
palabra minúscula, un guijarro, un grano de arroz,
pero la palabra volteó la mesa en el consejo de guerra
donde el dios de los bombardeos le había recién dado
la última mano al dios del petróleo
y cartas con fechas de nacimiento y muerte,
como pequeñas lápidas, volaron lejos.
Ya no más un sargento, Camilo Mejía caminó a la cárcel.

Los comandantes le sirvieron la palabra cobarde
a los olisqueantes micrófonos de los periodistas
que repitieron obedientemente: cobarde.
La celda se llenó también de rostros, viajeros no vistos
llegando de paso por un siglo de cárceles:
sindicalista, huelguista de hambre, pacifista,
agitador de esquina, objetor de conciencia.

El dios de rostro curtido,
vestido como un prisionero trapeando el piso,
un día ingresó de contrabando la llave y Camilo Mejía
se fue con él por la reja de la epifanía.

Martin Espada


La república de la poesía

Para Chile

En la república de la poesía
un tren lleno de poetas
rueda hacia el sur bajo la lluvia
mientras los ciruelos se mecen
y los caballos patean el aire
y las bandas de los pueblos
desfilan por el pasillo
con trompetas, con tongos,
seguidos por el presidente
de la república
dándole la mano a cada uno.

En la república de la poesía
los monjes imprimen versos sobre la noche
en las cajas de chocolate del monasterio,
las cocinas de los restaurantes
usan odas de receta
(de la anguila a la alcachofa)
y los poetas comen gratis.

En la república de la poesía
los poetas les leen a los babuinos
en el zoológico y todos: los primates,
poetas y babuinos, aúllan de placer.

En la república de la poesía
los poetas arriendan un helicóptero
para bombardear el palacio de la Moneda
con poemas impresos en marcadores de libros
y cada uno en el patio,
ciego de llanto,
se apura a agarrar un poema
revoloteando del cielo.

En la república de la poesía
la mujer guardia del aeropuerto
sólo te permite dejar el país
después que le declamas un poema
del que dice: Ah! Hermoso.

Martín Espada


Tiburón

East 116
y un carro rojo largo
apagado con el bonete alzado
rugiendo salsa
como tiburón blanco
con la boca abierta
y abajo en la panza
el radio
del ultimo pescador
todavia sintonizado
a su estación favorita

Martin Espada
(Traducido por José Wan Díaz)



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