Angel de la Guarda

Sé que aún,
aquel ángel delgado de pesadísimas alas,
viene en las noches,
entra en mi casa, sin tocar,
para medirse mis ropas
mientras duermo.
Aquel saco del fondo del closet,
le va bien.
También la bufanda para las noches frías,
mis zapatos sieteleguas.
Tiene la voz de una mujer;
sus ojos son, lo sé,
del mismo color de los cuchillos nuevos;
se va con la aurora,
dejando plumas en las ventanas
y ese olor de pájaro leal.
Hoy, sin embargo, me ha dejado
una pesada responsabilidad:
no sé qué haré con su espada de oro
en esta ciudad
donde escasean los justos.

Medardo Arias Satizábal



Cuando el cine llegó

La rueca del proyector
repite en la pared
los jabs silenciosos
de Joe Louis
sobre el rostro de Schmelling.

Los terrazgueros aplauden
sentados sobre troncos
en mitad de la plaza.

Un payaso venido de las sierras
transmite a voces
desde el carro de los vermífugos
y el eco de su corneta de latón
asordina
la tempestad próxima.

Medardo Arias Satizábal



Sólo eso

Me ofrece una daga sarracena
un reloj de leontina
un camafeo inglés con una escena de caza
un cristo quiteño
una moneda cuadrada de un país remoto
una lámpara bohemia
un balancín
una campana sin badajo
una brújula
un santo sin ojos
una navaja turca
un breviario de nácar
un farol de madera
una pitola de cañón largo
un estilete
dos damajuanas para guardar aceite
un cofre de porcelana
un ciervo de bronce
una máquina Underwood...

Señor anticuario:
sólo ando buscando
unas muletas.

Medardo Arias Satizábal








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