Cuando la sangre se avecina


Nada parecido a una razón obsesiva entre dos paredes
sobrevive a las vituperaciones cotidianas,
pero los legisladores prodigan argumentos
entre sus ritos de perdones inalcanzables.
Sabrán ellos si una mano levantada
puede superar cualquier anuencia mal escrita,
si es que pergeñan leyes y no caprichos,
en medio de esa voltariedad agazapada
cuyo nombre resume la política.
Darán ellos sus palabras en compromiso consanguíneo,
mientras las paredes y las calles se vuelven
lúcidas delatoras de los abiertos y trabados desconciertos
previstos en gotas de sangre acuosa.

En este país,
en el supuesto tino vigente en las calles,
las yerbas de los sinsabores han crecido
bajo las huellas afincadas de la angustia.
Se han levantado muros de alegatos inquebrantables
para desembocar en pantanos de desilusiones.
Aquí mucha gente parece saber,
hurgando entre  láminas de dolores inéditos,
que en los espejos se desvanecen sus simulacros.
Pero quienes tienen la retórica y las pantallas
tomadas por su influyente cuello,
quieren empezar o creen inaugurar auspiciosas prefiguraciones,
ajenos a las alucinaciones repetidas,
creyendo abrir un camino por donde ya hay una carretera.
Es su destino insistir en los despropósitos,
es su insistencia cavar tumbas abiertas
y como si se miraran en el fondo de un pozo inconcluso,
desconocen el alcance de sus dedos empobrecidos.

La sangre se avecina como una lluvia sin fecha
y no importa cuántas ventanas la esperen:
igual azotará los techos y doblegará los ánimos.
Para muchos las predicciones se derriten
como esperanzas maltratadas por las oportunidades,
mientras se desmaya un demiurgo a punto de nacer.
Volverán en términos de oleaje terco,
se revolcarán en la poca agua de las miserias barajadas,
cayendo y cayendo
cayendo y cayendo
cayendo
en el silencio de abundantes palabras presuntuosas.

¿Quién puede levantarse en una calle
sin nombre ni rasgos definitivos para acusar
a la sombra que lo persigue valiéndose de la madrugada
y de las preguntas rebotando en las piedras de ríos secos?
Estamos desfalleciendo de tanta energía
confiados a los números y a las cuentas bancarias,
suponiendo que la palabra pueblo
quebranta fronteras y decide destinos.
Desfallecemos de tanto querer
tal vez vida y suposiciones cristalinas,
en respuesta a la locura de plata y palabras alebrestadas.
Cuando la sangre se avecina
el miedo escondido insiste
en calentar las orejas con bondades perdurables,
mientras todos los sentidos anuncian y saben
que las palabras ya no son escondites inocentes
donde los cráneos flagelados no pueden soportar
las inconstancias fulgurantes de los deseos disfrazados.

¿Adónde irá a parar
la desazón convertida en hazañas?
¿Hasta dónde llegará el tumulto de suposiciones
libertarias, envueltas en frases sedantes y engreídas?
Aquí y allá y más allá
se desdibujan los márgenes de la serenidad
y se ahogan los reclamos y se pierden futuros
en los vasos de aguardiente
y en el humo de la piedra enloquecedora
y en el polvo dador de la jactancia
y en la propina de las felaciones precoces
y por el plomo de las armas rabiosas.
A la hora de los gallos
arrecian los sueños descalabrados
y cada amanecer es la continuación de los desencuentros enervantes
también al servicio de los saldos favorables.
Ya la espiga de cobre se inclina
sobre los cultivos abandonados,
ya las hachas amelladas se oxidan
en los barrancos de greda y en las zanjas de moho,
y eso sería poco o no valdría ni una queja
si no estuviesen quebrantándose los flacos linderos de la mesura.

Los devotos apuran la letra desjuiciada,
atizados por la voz imponente
y contentos por su mejorada hacienda.
El mañana es para ellos una plantilla
de números y letras acordes con sus pasiones enquistadas.
Prefieren ignorar que los preceptos
pueden volverse cadalso o cilicio.
Sobre los escombros de su monolengua rasante
más le importa a los afanosos escribientes
sus satisfacciones partidarias y su tasada obediencia.
Apuestan a una perpetuidad sin espíritu,
abonan un porvenir de piedras quebradizas
casado con sus epítetos monacales.
Reciben de su contraparte,
no menos ansiosa de cámaras y mando,
el veneno compartido en mesas separadas e indistintas.

Ojalá pudiéramos decir
con inocencia sacrificial que venga
a nosotros el Reino,
pero ni siquiera sabemos si hay un Reino.
Ya ni sabemos,
entre suposiciones temerosas,
si acaso algún Reino puede acogernos.
Lemas y fusiles se entrecruzan en rituales bélicos
siguiendo  el curso de frases discordantes
y en los cuarteles,
sobre almohadas acuciosas,
se preguntan algunos si la valentía
debe tener un nuevo precio.
Y en la calle,
donde la inconformidad no sigue reglas
ni órdenes superiores ni quiere saber de jerarquías estrelladas,
la voz se rige por los mandatos de la necesidad
y así dice y desdice en contra del credo insistente.
Ese color como buen negocio propagado,
con pretensiones de volverse alma y conciencia,
se vuelve espuma de resabios
en los rompeolas de la docta ignorancia.
No venga a nosotros ese Reino prometido:
sus promesas quebrantan el pulso del día a día,
por más que unos y otros,
esos unos amparados en sufragios
y esos otros empeñados en ganarlos,
pretendan ablandar pareceres con papeles renovados
o privilegios de gloria al instante.
Sólo la muerte iguala,
nunca a juro las leyes y las arengas.

Sobran rigores y esmero
si sólo en los discursos se trazan los derechos,
¿acaso puede regirse el corazón
con notas a pie de página?
Palabras enconadas
si traen provecho es pasajero:
apenas respiran el aire del perjurio
reptan entre la hojarasca de razones aventadas.
Un buen día,
en los folios polvorientos donde se traman los destinos,
se delatan las intenciones de resentimientos
ilustrados para la venganza
y enceguecidos por sus complicidades.

Si la sangre llega a los ríos
solicitada por el odio cultivado,
ya sabrán mañana,
tal vez muy pocos,
que la inmemorial serpiente del destino
siempre se muerde la cola
y nunca estará de más advertir
que aflicciones ayuntadas a promesas deslumbrantes
suelen traer aprovechados endiosamientos
y llevar más gente caída a las fosas comunes.

¿Sobreviviremos a las leyes del ímpetu
y al frenesí de la arrogancia?

Mario Amengual


Discordancia

Si me quieren exprimido,
si me quieren agostado,
con el plato vacío en la mesa
y negando mis pasos discordes:
no comulgo en sus mórbidos altares,
no será suya la voz
inquirida en el silencio,
deslastrando palabras
en los solares de la desazón.

Aún puedo decir y desdecirme,
no pueden cercarme en la patraña,
aunque prodiguen soberbias limosnas.
No seré condenado a vagar
en un saco de clavos.
Si me arrancan
las pancartas del reclamo común,
todavía me quedan
las palabras desnudas,
luciérnagas en la memoria,
luz de la sombra en las tinieblas,
sabor y saber del decir al margen.

Hace tiempo aprendí
a equivocarme con decoro:
sé de barrancos, de cuestas empinadas,
de mañas con las barajas,
pero también aprendí
a negarme entre dos caminos,
a no someterme en las encrucijadas.

Si me envolvió el humo
de los ojos ardidos y la asfixia,
no renuncié a delatar las consignas,
no digerí el monólogo insistente
y menos las tramas deliradas
en los salones del oprobio.

¿Es adorno o cuchillo la palabra?,
¿inunda papeles y alarga el incordio?,
¿sirve al carcelero o al amante?,
¿es flor prendida en los labios?,
¿se complace en el doble filo?,
¿se retrae en las vísceras
o es carne celebrante y gratitud?

Toca ser vigía
ante la palabra en dobleces.
Como almuédano a los creyentes,
convocar las palabras despojadas,
sin aristas de arrebatos,
sin acrobacias fascinantes:
señalar al espectro disfrazado con ellas.

Si la palabra rompe el clarín,
si se aposenta en el decir cordial,
quedan expuestos los vengadores,
los del martirio planeado,
los de la rabia adiestrada.

Las glorias fingidas,
las arcas hinchadas,
el porvenir en promesas inventado,
la misericordia burlada:
para eso basta el fragor de un espejismo.

Cae la lluvia
en las ciudades apaciguadas.
Largos veranos se han regado con sangre,
los árboles realengos
sacian las bocas silentes,
los grillos callaron
en las redes de veredas oscuras,
el rencor se renueva cada día
y se vale de cruces en pechos comprados.

Nos quedan voces inconformes,
rasgaduras en ajustadas banderas dominantes,
el trópico encendido en sus crepúsculos,
los dones reacios al cautiverio,
los vástagos indemnes de la lengua,
la antorcha encendida en la vigilia,
el recado insistente de los sueños,
las manos estrechadas tras barrotes
y aunque asediado por los sables,
puede uno albergarse en el asombro,
llevar la palabra en otro tono
y no ser peón del gárrulo cilicio.

 Mario Amengual


En la playa

Sale de la espuma de las olas
alzando su brazo izquierdo
con pausado movimiento
de gato que se despereza.
Sacude su cabellera negra
creando una llovizna deslumbrante
alrededor de sus hombros.
Su rostro y su pecho morenos
quedan cubiertos de gotas temblorosas.
En su ombligo ha nacido
un manantial que fluye apurado
hasta el rosado fosforescente
que apenas cubre su pubis.
En sus muslos de arcilla consentida
gozan la luz y las sombras.
Sus rodillas emergen
como un pueblo de conquistadores afanosos.
Sus pies, que culminan en un bien definido
y blanquecino filo, al fin
llegan a la arena y ella
se detiene contra el cielo y el mar,
justificando de cuerpo entero
la estética de su existencia.

Mario Amengual


Jueves Santo

En los templos
los sucedáneos de los vicios.
Son billetes de treinta
la fe y la misericordia.
Por la plata
no bailan los perros,
pero sí huye toda nobleza.
En la plaza principal
el héroe ecuestre mira hacia el sur,
donde los partidos brindan argumentos
al odio y al resentimiento.
Aquí nadie camina
hacia un destino inigualable.

Mario Amengual


País arrasado

Un país engañado,
sometido,
hambriento.
La limosna
es política,
la venganza
es revolución.
La ideología
es un pretexto.
La redención,
lema infinito.
Con palabras revueltas
y trastocados sus sentidos,
estamos en el barranco.

Mario Amengual





Venezuela 2017

Nada se conjuga
detrás de las esperanzas.
Llevamos este sinsabor
entre proclamas inquietantes.
Aprendimos a no perder la calma
para disimular la resignación,
tal vez porque ya sabemos
que la sangre volverá a ser historia.

Mario Amengual







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