Bajo la pesada losa del mundo

Sobre la Tierra, estamos enterrados.
Todo su peso cárdeno
se vuelca sobre mis pies antiguos.
Toda la Tierra me avienta sobre el cielo,
me sujeta en mi raíz
y me hunde entre sus manos.
Despedazado estoy.
Mis ojos van allá, por el impulso,
mas presos en órbitas se quedan,
asidos a su fin y a su condena.

Toda la Tierra es una losa terrible
sobre cuerpos caducos y marchitos.
Los cielos rosáceos se coloran aún más de sangre
    violenta
que se arroja por los ojos.
Bajo la pesada losa de la Tumba Terrestre,
se mueven vidas sepultadas,
muertos que se engañan.
Pero las tumbas se violan,
para encontrar los huesos,
deshechos en pedazos, débiles al tacto.

El dolor nace y se queda, callado,
en las voces de los muertos que palpitan.
El dolor es propio: nace del corazón
y se renueva con la sangre, en su latente
perfección de círculo, de cansada finitud.

Un día amaneceré resucitado.

Jaime Labastida



Conversaciones con revueltas

Esta tarde, y desde hace cinco días,
pienso que sólo la lluvia podría llegar
hasta tu cuerpo endeble, averiado por una
y otra destrucción de cirugía, reducido
a cuarenta y tres kilogramos minutos
antes de tu muerte. ¿Cómo hablarte,
entonces, con qué lengua de cal,
y así no ácida, encender las dos o tres
palabras que nos reconozcan? Nunca
te vi junto al mar, sino en los sótanos,
frente a cinco compañeros o entre
la multitud de octubre. No importa
ahora esta forma sorda y sórdida
del diálogo: siempre estuviste
encerrado, hoy un sarcófago,
una cáscara antes, las prisiones
o un cuarto, la botella de ron,
las discusiones ásperas y largas
en las que jamás nos oíamos, siempre.
La lluvia, aguda espada de ruina, entra
tan espantosamente como un alfiler emponzoñado
en el corazón. Llueve, José, lo mismo
que otras veces. Lo mismo que otras
veces, el hueso ya destruido, el árbol
y su tórax congelado. Otra vez, igual
que ahora, oíamos a mitad de la lluvia
un oboe y un lamento.

    “Ésta no es música para charlar,
    escuchamos o discutimos.” Y una vez más
    las palabras espesas y el alcohol
    y tres voces y un grito y los perros,
    los árboles dulcemente cansados,
    como huérfanos que buscaran, igual
    que tú, calor. Igual que tú, en los tranvías
    y en las calles, los árboles se derrumbaban,
    dormidos. “La muerte es maravillosa.
    En el momento de morir presenciamos
    la transición de una frontera a otra frontera
    increíble. La muerte es privilegio
    por excelencia de la materia humana.”
    Desesperado por no encontrar trabajo,
    Pedro Bárcenas Huítzil, de treinta
    años de edad, se suicidó
    comiendo un pan con raticida.

La lógica de este sistema es de una simplicidad brutal:
el represor inactiva la transcripción y, a su vez,
es inactivado por el inductor. De esta doble negación
resulta un efecto positivo, una afirmación. La lógica
de esta negación no es dialéctica: no conduce
sino a la simple reiteración de la proposición
original, escrita en el código genético.
Es cierto que dudabas, tú el perseguido,
el inconforme, el prisionero, el que escribiste
sobre una patria muda, tú el expulsado,
tú el que dijiste: “Soy el responsable
de todo.” ¿Qué hemos hecho de ti, ahora? Apenas
puedo creer que sólo seas esa imagen atroz,
imperceptiblemente estatua, un gesto blanco.
Porque tú también propusiste una cacería
contra los dogmáticos, ensoberbecido de humildad,
violentamente un santo que deseó morir y arrastrarse
hasta las vías del ferrocarril y mansamente
tenderse como un perro, igual que un perro,
con objeto de que esa masa enorme, ígnea,
tranquilamente aplastara tu cráneo,
ese cráneo las últimas veces fatigado,
apenas suavemente colérico, sólo
en ocasiones irritado.
    “Me mataría, si no me detuviera
    el dolor que provocaría en los seres
    que me aman.” Bebías entonces
    para destrozarte. Horas enteras
    luchábamos para darte dos cucharadas
    de caldo, un puñado de arroz, un pedazo
    de queso y tú te gastabas en silencio.
    “El acto sexual es un acto típicamente
    mortal”, o sea, una destrucción ¿Acaso
    tenías miedo de dar alguna parte de ti
    y en el acto de amar se desprendía
    un tóxico y la vida?

    El obrero Juan González, desesperado
    por no tener con qué alimentar a sus hijos,
    estuvo a punto de morir porque acudió
    a vender, cuatro veces en una semana,
    casi toda su sangre al Hospital de Urgencias.
La lógica de este sistema es de una simplicidad brutal:
la física nos enseña que, salvo en el grado cero, límite
inaccesible, ninguna entidad microscópica puede dejar
de sufrir alteraciones de orden cuántico, cuya
                                                                [acumulación,
en el interior de un sistema macroscópico, alterará
la estructura, de modo gradual pero inexorable.

    Por eso eran cada vez más delgados tus brazos,
    más intransitable tu tos que arrancaba
    verdaderamente pedazos de raíces y bronquios
    averiados; y tu páncreas, tu hígado
    destrozado (como si fueras un pequeño
    y moderno Prometeo, comido por el pico
    del alcohol, único buitre capaz de corroer
    tus intestinos y herir cada una
    de las células de tu dañado organismo).
    “La clase obrera mexicana ha carecido,
    hasta hoy, de su vanguardia.
    El gran organizador de derrotas,
    el extraño monstruo bicéfalo,
    también llamado Rey Midas de la muerte”,
    es incapaz de transformarse; “construiremos
    una nueva organización revolucionaria”.
    ¿Por qué olvidaste luego estas palabras?
    ¿De dónde salió la sombra? ¿De dónde,
    digo, brotó esa mano de huesos sólo
    y que atrapó tu lengua y la hizo pasto
    y polvo y pesadilla y hambre?
    En la sierra del estado de Guerrero,
    los padres cambian a sus hijas menores
    de edad por guajolotes, gallinas,
    corderos o conejos.

La lógica de este sistema es de una simplicidad brutal:
los seres vivos, pese a la perfección de su maquinaria,
que asegura la fidelidad de la traducción, no escapan
a esta ley. La muerte de los organismos pluricelulares
se explica por esta acumulación de errores accidentales
de traducción que degradan poco a poco, de manera
fatal, la estructura de los organismos.

De modo que es eso solamente, José.
Por esa razón estás ahora dolorosamente
incrustado, como una semilla espantosa
que no germinará jamás porque el sarcófago
impide todo movimiento de putrefacción
y vida más allá de sus límites. Llegó
un momento en el que tus células
no pudieron ya más con el peso de su propia
reproducción y todas las que mantenían
la cantidad normal de azúcar en tu sangre,
las que contribuían a la eliminación del alquitrán
en tus pulmones fallaron o siguieron una ley
necesaria e implacable: la del error.
    “La nueva contradicción aparece
    de modo necesario como una correlación
    entre superestados nucleares en su conjunto.
    No distinguimos entre la Unión Soviética,
    China o los Estados Unidos.” Apenas
    puedo escuchar entre tantos acentos
    uno tuyo. No podíamos
    comprendernos más. Cualquier punto tocado
    era como una llaga purulenta, un muro
    seco, un polvo duro, más pesado que el viento;
    como si la garganta, el esófago, la lengua
    fueran sólo de yeso y produjeran
    sonidos blandos pero ni una frase
    que tocara en verdad el oído del otro.
    El 18 por ciento de la población
    latinoamericana, o sea, entre 45
    y 50 millones de habitantes, vive
    por debajo de los límites de indigencia,
    mejor dicho: muere de hambre.

La lógica de este sistema es de una simplicidad brutal:
esta ley determina una acumulación de miseria
proporcional a la acumulación de capital; lo que en
                                                                        [un polo
es acumulación de riqueza es, en el polo contrario,
acumulación de miseria, tormentos de trabajo,
despotismo, ignorancia y degradación moral.

¿Únicamente el azar se encuentra en la base
de toda novedad, de toda creación en la biósfera?
¿El azar puro, solamente el azar, la libertad
absoluta pero ciega, en la raíz misma del prodigioso
edificio de la evolución, hace que todo sea posible?
¿Hará el azar, o el error, que una muchacha vibre
como un corcel herido? ¿Alguna ley obliga a los amantes
a que sean “dos náufragos adentro de un tenebroso
y encendido océano, agitados por una locura animal,
combatientes hasta el exterminio, con la furia
más tierna y enemiga, con la prisa más lenta
y amorosa”? Debo decir: no sé, no sé. Debo
decir: te quiero con un dolor extraño
y mutilado, como podría tal vez amarse el pedazo
de mano que nos falte, la porción del encéfalo
más roída de luz, más hambrienta de sombra. Oigo
el rumor del río y un eco de nostalgia vegetal
invade el cuarto: otros días, otras voces,
la medida y la lucha, la necesidad dolorosa
del amor y el amparo. Mi lengua ya fue de cal,
tu cerebro ceniza, quiero decir residuo
de combustión y llama inapagable.

Jaime Labastida


"... Durísima la luna. Igual que tú, tan lejos.
Suéñame, te digo, como te sueño aquí..."

Jaime Labastida



"El español posee dos verbos que lo predisponen a filosofar, ser y estar, de los cuales dispone también el portugués.”

Jaime Labastida


El júbilo se enciende

La memoria es una piel que tu recuerdo llaga,
una herida de torpe geometría,
es una carne, un nervio vivos.
Lacerada memoria donde el fuego
es la violenta agua apaciguada.
Miro así tu jadeo,
en ese mar, en esas olas me hundo.
Qué hermosa sed que nunca más se sacia,
qué agua: no apagas sino incendias.
Tu cuerpo resplandece con mi yesca;
tallo tu imagen de carbón
y es fósforo, sol, óxido el que brota
de esta chispa de luz.
Rescoldo quedan nuestros cuerpos y aluzamos
todo cuanto habita la pieza.
El júbilo se enciende.
De los cuerpos que se besan
viene este parto de la brasa.
Los objetos adquieren sus perfiles de gracia
y desdeñan la sombra.

Jaime Labastida


“El poeta Antonio Machado, a quien le gustaba pensar y filosofar, insistió en que razonar era hacer un análisis corrosivo de las palabras, repensar lo pensado, saber lo sabido, dudar de la propia duda.”

Jaime Labastida



En el centro del año

El sol es nuevo cada día.
Heráclito

Hoy he tocado tu corazón, sombra desnuda
o vorágine o sola nota de dolor obstinado.
Hoy he tocado tu corazón en las yemas
de los dedos y he oído el mismo agudo acento
que llevó a los amantes al amor
desgarrado y a los pactos suicidas.

El año está en su centro y se desploma
lo mismo el sol ya derretido que el agua
musical y clara. Detrás del sol yo veo
una armonía destruida por las sombras tercas.
Nada nuevo se yergue bajo él: Cleopatra
mordida por el áspid o la muchacha
que después de abortar se ahorca con su media,
rayo, avión o nube combatida. ¿Todo es igual,
desde hace siglos? ¿Ballesta o bala trazadora,
tú o Casandra, la de nombre arrasado? Lo húmedo
se seca, asciende y se contrae. Lo seco
se humedece, avanza y retrocede. La arcilla
se hace águila; el buey lame el salitre
con su lengua de trapo. Pero todo es distinto.
El amor de Alejandro no es el mío y tus labios,
con ser labios como los labios de cualquier
mujer, son solamente, indescriptiblemente
tuyos. Todo es nuevo bajo este sol, agua,
deleite o muerte compartidas.
¿Para qué atormentarnos y roer
nuestros sueños como si fueran fósiles
por arena y cristal conservados? Me levanto
y deliro. El sol, el mismo sol entonces,
es nuevo cada día, su violencia se altera
de minuto en minuto. La alegría de tu rostro
sube ya, vegetal, desde la sábana
y recobra en los ojos la luz de la ventana
(aquella luz, empero, corroída por distintos
cristales). Hoy he tocado tu corazón
como una gota de ámbar o milagro obstinado.
Hoy he tocado tu corazón en las fronteras
de tus ojos y lo he oído latir tranquilamente,
con la mansedumbre del agua que bulle dormida.
Tu cabello negro, que absorbe luz a borbotones,
me arrastra a donde el mes de agosto
se dilata. Somos remeros sordos en las aguas
contrarias: tu barca va en mi sangre,
mi remo ya perfora tus nostalgias profundas.

Jaime Labastida


"En lugar de amor a lo que se sabe, deberíamos decir amor a lo que no se sabe, a la ignorancia, si por tal se entiende el esfuerzo por romper el círculo de las sombras; amor a la creatividad, a la audacia lingüística, a la innovación."

Jaime Labastida



“Hay que pensar en español con audacia y rigor.”

Jaime Labastida


Invocación a una alta imagen

A Ruth

Mujer de viento,
permite que la playa de tu oído
recoja el mar de mis palabras.

He de enseñarte a amar lo que yo amo
y has de aprender a amarte toda tú:
He de romper lo unido a la costumbre
para que tu sed conquiste calma.

Ya te hundiste en el agua
y vives, como océano,
ciñendo el continente de mi torso.
¿Ves el reflejo de la sal en los esteros?
He aquí que tu mirada dulcifica.

Estela es tu nombre.
En mí la dejas como un vasto ámbito de espuma
o una turbia primavera aflorando hasta la piel.
¡Ah, la tierna región que ahora me señalas!

Recoge de mi antorcha el fuego suficiente
para quemar la casa de tus padres.

Corazón de designios amables,
acaricia mi esperanza arrodillada.
Te invoco, mujer:
siente la savia de mi voz;
te imploro, imagen alta abierta a mi resguardo.

Abanico del aire, tócame.
Cabellera del fuego, incéndiame.
Ánfora de la alegría, sáciame.
Señora de la luz, concédeme la sombra.

Jaime Labastida


La realidad y el sueño

Espesa turbulencia preside mis palabras.
Para mí, tú eres aún una doncella.
Dentro de mí, habito un nido de fantasmas,
un lecho de cigarras, casi un cielo infantil.

Tomándote los pechos, jugamos a ser niños.
Ríes. Rozo apenas tus párpados.
Inocente me miras.

Yo te beso en la boca y tu misterio se abre,
ávido de abrazos.
Mi cuerpo se abre en cruz.
Nuestras manos se estrechan.
Tu palpitante corazón deshoja mis latidos.
Dicen ser esto la alegría.

Yo te estrecho,
yo te estrecho.
Somos los dos turbias bestias
crucificadas en los brazos del otro.

El antiguo ensueño azul se desbarata.
He aquí la vida, hermosa y dura.

Jaime Labastida


Luz detenida

Hoy baila mi mujer y taja
sonrientes cicatrices en su cielo.
Hoy ella baila, colibrí ante la flor,
espejo frente a espejos enemigo.
Y la flor se habita de las plumas
y el pájaro seis pétalos se vuelve.

Soy un puño de tierra echado al viento.
Hoy baila mi mujer
y desaloja la discordia,
el núcleo donde la muerte juega,
y la nostalgia.

Hoy baila mi mujer, mi amante:
luz detenida en el aire.

Jaime Labastida


Mentira

Todo cuanto hasta aquí fue escrito,
mentira sorda. No es verdad
que haya sido menos dura
la mandíbula airada de las horas.
Que un pañuelo piedad haya enjugado
el sudor de las víctimas. Falso
también que días más tarde
la vida sea más fácil. L llaga
en la conciencia. La espina,
atroz, en la memoria. Tanto mal
que hemos hecho, sin quererlo
siquiera. Una sonrisa tuerta
en la frontera opaca de la noche.
Una mirada tensa cuando apenas
la niña sonreía. Triunfan siempre
la guerra y los contrarios.
Insaciables las horas, insaciables
los días. Sordomuda
la historia, hostil
la vida: el equilibrio es tenso.
Caminar es violencia.
Estamos hechos para devorarnos.
Mentira, pues, que este dolor acabe.

Clamaba a ti, desde lo hondo,
oh polvo, padre bestial,
inhóspito, implacable.
Clamaba a ti, y no me has escuchado.
Mi mano tartamuda había mentido.

Jaime Labastida


"Ningún poeta lírico se enfrenta a la muerte como si fuera una entidad abstracta y difusa, sino como a la encarnación, súbitamente dolorosa, que el rostro descarnado de la muerte asume en un semejante (y si es una persona amada, más semejante aún) o en la posibilidad de que nuestro mismo rostro llegue a ser una de las muecas de la muerte."

Jaime Labastida



Relámpago de obsidiana

Siento resorte ser,
siento agonía.
Siento mi cierta humanidad
junto a tus meses.
Y repito tu nombre o yo descolorido.
O yo me simbolizo entre metales.
O yo soy ese cuerpo que te embriaga.

Sucede que hallo apenas
no cosas qué decirte,
sino cómo decirte que te espero,
que de mis piedras eres veta,
quede mi pie junto a tu huella.
Pero cómo decirte es que no encuentro.
Pero cómo decirte así, sin más:
tuércete en mí como bejuco.
Siento dejarte.
Siento que te dejo.
Y al despedirme,
algo de mí se va,
algo de mí se queda
adentro de mis huesos.
Siento tu danza.
Siento tu guerra así con el espacio.
Y desvanezco sueños.
Y piso realidades.
Y trémula tú,
tremolo vientos aurorales.
¡Ve mi relámpago fijo de obsidiana:
he de venir a hincarlo hasta tu suelo!

Jaime Labastida


Siempre sueño la realidad

                                                              El sueño todo, en fin, lo
                                                                 poseía;
                                                            todo, en fin, el silencio
                                                                 lo ocupaba...
                                                            Sor Juana Inés de la Cruz

                                                         Sin cuellos machas cabezas
                                                               pululaban;
                                                         unidos de hombros vagaban
                                                              desnudos brazos...
                                                                                Empédocles


Pues hormiga, vegetal, mujer o piedra,
todo, por fortuna, se corrompe y pasa
y se destruye y el mundo entero
se equilibra y denso quiebra
al mármol mismo y ya le arranca
mariposas; yo quizá entonces sólo
río, sólo luz brevemente enamorada
que digiere y avanza, amenazada sombra,
sueño. Te he soñado tres veces
en mitad del espanto
y en la penumbra tensa de la sábana.
Soñé también en el estrago
de árboles inmóviles, en la ruina
y en las máquinas de pronto detenidas
por óxidos sombríos. Y combatí
contra la noche armada y soñé
velo tras velo, párpado a párpado,
el cuerpo natural, el tiempo seco,
el pez varado y con su ojo terco:
brutal paisaje donde sólo hay viento
(y por detrás del viento, el hueco
suave de una larva ciega). Soñé
al torturado, que en la cárcel
busca arrancarse, silenciosamente,
sólo una cierta parte del encéfalo
para no delatar, en el sueño,
a sus amigos; a la mujer que intenta
arruinarse la boca con la sombra
para no revelar al esposo dormido
el nombre del amante. Pero nada ocurre.
Yo te construyo hacia adentro
y habitas en mi cráneo con un rumor
de helechos, con un filo de espadas.
La cacería en que voy es una imagen
pura; el venado herido no vierte aquí
su sangre, en el colchón nocturno,
donde sólo es verdad el resorte
implacable incrustado en la espalda.
¿Dónde termino yo, dónde empieza
mi cuerpo? Me muevo entre los átomos
que traspasan mi terca geografía.
Sólo puedo ser lo que soy
si me sueño, si intercambio
salivas con esta tierra grasa
y musical y eterna, que me altera
y conserva. Estoy descuartizado, créeme.
Viudos de tus manos van mis hombros;
tus senos completan mi delirio;
de tu cuello brota mi cabeza;
las yemas de mis dedos se acostumbran
a mirar suavemente tus cabellos sonoros.
Perteneces de cuerpo entero a la realidad,
por eso te sueño como te pienso
mientras duermo bestial, mineralmente.
Sueño entonces la libertad
y la desesperanza, el día
en que la cosecha brote
al paso del sembrador. Siempre sueño
la realidad: todo lo que existe
merece perecer.

Jaime Labastida



Sombra

                                                        Matamos lo que amamos.
                                                                                     Oscar Wilde

¿Podremos dar acaso lo que somos?
¿Jamás? La carne, la mano misma
con la que yo me doy, se vuelve
dulcemente acero, y al durazno
del día -que mastico, goloso-
lo carcome la sombra. Un rastro
de egoísmo contrae el gesto
de la dádiva, un antiguo cansancio
se detiene en el aire. La sonrisa
se hiela. El agua mata la sed,
es cierto, y hace trizas el vaso.

Algo de mí, seco, enmohecido,
se despega conmigo cuando la piel,
ya tensa, de mis labios
roza apenas tu sangre. Algo
pierdo de mí, calcinado,
destruido, en cada río de cólera,
no importa, o de cariño, con los que intento,
miope, asirte, oh tú,
por siempre inalcanzable.
Pues algo detrás de ti se queda,
durísimo, inasible, al otro lado
de una puerta de llanto sólo
y de tristeza y de goznes
inútiles: no tengo llave,
no tengo voz con qué lograr
que la montaña se abra. Porque te digo
amor y sin embargo mato
aquello mismo que deseo, equívocos,
equívocos. Somos aquello
que construimos, nada, sólo
un poco de polvo en la mitad
inhóspita del llano, una columna
lenta, con basura y humo, un instante
de piedra, detenido. Más que ser,
tocar un rostro. Nuestras vidas
se cruzan como dos aires turbios
encima de la arena o las heladas nubes
de la playa. Así, ni más
ni menos, coincidimos: en la calle,
en la casa, en el jardín de agosto,
en el abril profundo o en este julio
que sangra azules y fugaces hierros.

Soy una brisa que abrasa el centro
del espanto. Todo cuanto te he dado
pasará, como nosotros mismos. Y la sombra,
la sombra sólo, la sombra enorme,
húmeda, la ceniza tediosa
quedará en el cielo, como una cegadora,
abierta herida en la piel de la luz.

Jaime Labastida


 “Todos los hombres piensan, pero no todos filosofan. Filosofar implica un método, un rigor, una exigencia consigo mismo, aprender a morir y estar muerto, como sostiene Platón.”

Jaime Labastida











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