Confesiones de una máscara

Tú que duermes en mí

con tu belleza aparte

y entre los dos persigues

con amor y crueldad tu curvatura

de hombre, el edén y el sepulcro (largo puente)

que no alcanzan a darnos residencia conjunta ni pactada.

Tú que aprietas el paso cabalgante con las arboladuras del deseo

como aguja, y cruzas por el ojo del mundo enceguecido: lo desnudas

lo rasgas y revelas su luz en un relámpago. Tú que lejos

de la culpa y su muérdago te disuelves en este mundo real

y abandonas cualquier remordimiento en un vaso con agua, por pura

diversión, por vivir el instante.

Tú, máscara en mi rostro, que lancé de mis manos como si fuera avión y en sus papeles encontrara su vuelo. Y en los mares, debajo de sus alas, la forma de su sed y su beberse lento, despreocupado y solo, conociendo otros cuerpos tendidos en la nieve, en las amplias praderas de un verde pupiloso y es su mirar de lejos lo que acerca el amor a los motores. Tú que sobrevolaste, sin planearlo, los trenes de la ausencia y su holocausto, los hornos y los campos que sin concentración hacen de ti un marino distinto, disidente. Tú, rostro sin mi propia sonrisa, cuerpo también a veces, tan mío por ocasiones y tanque del contrario. Tú que ganas fronteras desde el cielo y arrojas las cenizas del cigarro en el río y en el mar, en un vaso sin dueño mientras esté vacío de toda entonación de himno y promesa. Joven y atragantado de pasión y egoísmo, extiéndete por toda mi memoria y trae de nuevo a casa el oleaje que pueda levantarse de mí, para enterrar tus ojos en este corazón que apenas flota. Esta infelicidad (ya sin belleza) será mi nuevo rostro (sin pasado). Y no podrá dolerme más

que a ti, a quien cedo la espada que cortará mi cuello y dejará caer la máscara que separa el bosque del infierno, tu cuerpo de mi rostro, mi muerte de tu vida. Alcanzaré la gloria… ¡Aleluya! ¡Aleluya!

Luis Armenta Malpica



Credo 

En la noche con la luz apagada

es más fácil mirar que creer en los ángeles.

Su lejanía (si existe) es de palabras:

                lo que se dice a solas

                lo que en la lengua duele.

Algunos son visibles todavía al final de la costa

—pero poco después desaparecen (la distancia

se vuelve una pupila);

tardos buques nocturnos

que dejan un silbido entre las manos:

mudanza de uno mismo de ausencia

el equipaje

                por huesos flautas dulces 

                si alguien nos toca

ansioso.

—Si acaso sucediera, imagino

el naufragio del silencio.



Ángel gárgola hostiles dos tan cerca

somos cada palabra que decimos

porque este nuestro amor se cae de cera ardiente

donde Dios (solo Dios) pasa

despacio. 

Hay otra anunciación tras los ojos del ángel

la última profecía de su ceguera:

la tierra es más redonda por los ojos redondos

con que la contemplamos y la hacemos girar con nuestros pasos. 

No es por la luz del sol ni del infierno:

es un aceite impío azogue esperma que la voz estrangula. 

Adónde están los solos a quienes una

—solo una— vez quisimos

ángeles de un instante de un ala

terriblemente quieta. Es la muerte el amor inalcanzable fuego

contraseña: el silencio es el rojo cuchillo de los besos.


Quiero no ser este animal que la humedad sostiene

entre sus alas. La ballena suicida por cuyo aceite peleen los marineros.

Sea el mar o ni siquiera la palabra que moja los rompientes.


Lejos quedan los solos: los hombres desplumados.

Muy lejos esas manos que buscan en un pozo

las plumas del amor en que flotaban.


(De otros amantes solos desnudos de zozobra

al fondo de mi cuerpo su casa nos espera).

Lejísimos los ojos de la vida

mirándonos

desde cualquier espuma.

El infierno también nace de un ojo y del aceite.

No iré allá. Solo tomo su llama.

Bajo un quinqué apagado veo lo que soy no añado no lamento

(pero ¿quién al mirarse no se quema?).

Busco a los marineros que siempre me asustaron:

los lobos están solos —son los solos.

Con ellos dejaremos este mundo de cicatrices largas

la rueda de la muerte y el dolor que da vueltas y naves y naufragios.

Nunca más seré un lobo del océano porque yo creo en los ángeles.

Entre la luz que pasa por la lluvia nos vemos

y nos basta.

Con su alma en media sombra

y la tierra girando muy despacio.

Un silencio más hondo que el cantar de los grillos

corre por nuestras venas:

mi sangre que en un árbol reencuentra sus raíces;

su voz que de madera invicta habla del árbol.


No todo lo que amamos se ha perdido si es que cantan los ángeles

con sordos resoplidos de ballena.


Toda la historia es falsa.

Solo es cierto mi amor.

Luis Armenta Malpica



Excavación del aire


Allá lejos —Là-bas— hubo una piedra hundida

donde el aire pareció detenerse.

Un trozo de basalto —vestigio de cuando los volcanes

eran los dictadores del reino mineral     y las plantas

(todas desconocidas) peleaban con el humo

por la tierra—

parecía milagroso entre la lava ardiendo.

Piedra mayor que el polvo     diamante de lo intacto

se mojaba de musgo; al aire

ardía.

Con sus huellas verdosas resbalaba un camino

de ceniza y de fuego:

escritura de calcio     rupestre y cuneiforme

en los huesos del aire

la voz —de primigenia hechura—

se solidificaba.


Y qué decía —Là-bas—

que allá lejos

en el mundo ficticio de los tiranosaurios

las migalas intentaron asirla

con sus dientes.


Cómo la tradujeron los nuevos celacantos

si allá lejos —Là-bas—

en las profundidades

ningún megalodonte vio el signo

del basalto.


No decía nada que pudiera explicarse

sobre el mundo:

el hombre no había nacido aún

de la espina del pez

del huevo

de la piedra.


Era tan solo el aire

presagiando las alas que vendrían a surcarle

quien lo buscaba al fondo del basalto.

Era un aire —Là-bas—

que viajaba lentísimo: inmóvil

pero adherido al polvo que iba adquiriendo el humo

al convertirse

en roca.


Y no era piedra

porque entonces (y más si era basalto)

contuvo la ceniza —pez     óleo volcánico—

de lo que sería

el agua.

Así toda placa tectónica que removió la tierra

fue bautizada al fuego

bajo el nombre del aire.


Tuvimos de esperar que Dios hiciera el agua

para creer en los peces.

Luis Armenta Malpica




Frühling


Unos meses mi sangre fue tu sangre

mi voz

se acompasó a tu vida

y los ojos se volvieron hermanos incestuosos.

Se llenaron de verde mis pestañas (y mis sienes de blanco)

y mi cuerpo mordías de un amor entredicho que no era tanto amor

pero yo lo soñaba donde las cicatrices.

Te deseaba de amor y amoraba el deseo al mismo tiempo.

Y el tiempo tuvo frutos de tres y piel extraña.

Cuando en lugar de un beso fue un rasguño

en vez de algún te quiero hubo una ofensa

y mis brazos (y abrazos) no bastaron para cesar tu errancia en las arterias

de otra ciudad o de tu misma casa

—mi corazón no cabe en un volkswagen—

no hubo lugar en mí que no se tropezara con lo que tú habías dicho.

La honestidad también es dolorosa.

Es un rasguño más

pero más

hondo.

Es una mordedura con cuchillos.

La caladora que nunca aprendí a usar

(era un pendejo).

Ahora vuelvo los ojos (once pasos atrás —como castigo)

y añoro las pequeñas ternuras que todo niño anhela;

ese rostro (quizá no tan perfecto) que no busque un espejo

(el íncubo que lo hace ser más libre

por contraste)

sino esa toalla limpia que yo tengo en las manos.

Sin embargo mi amor no es un deseo.

No es una primavera tan efímera.

No fue una madrugada.

Tengo una cicatriz que miro a diario. Que no dejo sanar

para saberte cerca

(lo ves: también estoy enfermo

de una sangre amorosa y contagiante).

Se diría la memoria de un suicidio.

Pero, lo sabes bien, ya no tengo memoria.

Luis Armenta Malpica




La inmensidad, la sed
es la memoria.

Luis Armenta Malpica



Los que no me conocen...

Dicen que hago escritura de los árboles

y prefiero el silencio del ave al estrépito humano...

que si en algunos rezos deposito mi fe

con incredulidad devuelvo las palabras

que no llegaron junto con las olas

de la sangre más íntima.

A las astillas secas no hago lumbre.

Piensan que escribo siempre

de lo mismo

estas cosas comunes

sin escándalo

como si hiciera falta mayor provocación

que la sola existencia.

Ante los libros de otros no soy ciego.

Aseguran con énfasis que en el siglo veinti-

uno ya no se debe citar frecuentemente

y menos hacer sitio a la familia

excepto que hayan sido abatidos

por nuestras propias armas

y nos llamemos Kevin

John Claggard o Hannibal Lecter.

Bajo tales premisas prefiero leer a oscuras.

Se genera en las redes sociales

el acoso textual

sin más carta en la mano

que encontrar deleznable a Peter Pan

si Garfio está de moda.

(Cabe la reflexión

con estos argumentos

contra quiénes se escribe...

de qué vanguardia hablamos...

desde cuál perspectiva...)

En el Nunca Jamás de la poesía

(entre lo que inquirimos y

hacia donde volamos)

hasta cuándo se animará algún crítico

a ponerle la campanita al tigre

para empezar el diálogo...

Por el contrario

(según lo que he leído)

so pena de parecer antiguo

nunca hay jamás en la palabra tiempo.

Aseguran que en el cristal humano

las arenas del libro no dejan de caer

como las hojas.

Sin conocer bastante a quien no me conoce, cruzo su nombre al mío.

¿Piensan así los libros en el hombre que leen?

¿Es su pulpa tan segura y flexible

como los comentarios que podemos hacernos

de todo lo ignorado?

¿Vale la pena desancorar las dudas

si el silencio es el viaje?

Sobre lo ya expresado, resta elevar las velas.

Dicen que se navega a solas en la sangre

y es común a los hombres

agolpar las palabras en esa breve carta

de larga despedida.

Tras otro árbol oculto tantas preposiciones.

Luis Armenta Malpica







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