ALZHEIMER

¿A qué vinimos a este valle, madre?
Leontina, sin tú saberlo, murió el año pasado.
La sombra de los plátanos
agoniza contigo en este sanatorio de Cipolletti.

El brasero, los tejidos de punto, el pan amasado
ya no existen en el tortuoso ayer
de quien les dio el apacible latido.
Tus palabras tampoco.

Quisimos creer que ese mundo minúsculo
había muerto mucho antes.
Trabajamos,
jugamos como niños a ser limpios y felices,
nos identificamos con nuevos documentos
y de pronto frente a ti éramos los mismos.

¿A qué vinimos a este valle, madre?
Cayó la azada de la inocencia
en la tierra de la lombriz ciega,
pero no fuimos culpables.
Nuestras vidas se ahogaban
en tu alegría de mujer triste
como insectos en el corazón de los tucílagos.

Caminar de un lado a otro
es quedarse en el mismo lugar siempre,
una sombra,
una enfermedad del corazón más aperrado,
un agujero en el zapato roto del tiempo.

Tú mente es la patria
más tibia, madre.

Tarde, muy tarde para vivir
este otro exilio.

Jorge Carrasco


Aulas sin poesía

Octavio Paz decía: Un pueblo sin poesía es un pueblo sin alma. Hoy en día existe un rechazo directo y una total indiferencia hacia el hecho poético. Cada año, al iniciar el tema frente a los alumnos, recibo menos la desidia que la resistencia. Los varones me dicen que es cosa de mujeres. Todos tienden a creer, antes de leerla en profundidad, que su lenguaje es falsamente rebuscado u oscuramente abstracto. Quien la lee o escribe es considerado un afeminado, una persona susceptible de desconfianza, o directamente alguien que no ha madurado.

Los lectores más vilipendiados son los lectores de poesía. Cuenta Neruda que su padre, un maquinista de tren, se enfurecía cuando veía al muchacho poeta leer o escribir poesía. Le pedía estudiar para conseguir una profesión decente, es decir nada relacionado con la poesía.

Los profesores no leen poesía y tampoco les leen poesía a sus alumnos. En muchos casos, cuando el tiempo para dar el programa de contenidos no es suficiente, tienen como prioridad en la lista de los prescindibles el tema poesía. No tienen entusiasmo y no contagian el interés y la ilusión a los chicos. No se trata sólo de una falta de entusiasmo de los niños, sino una apatía que nace en los profesores mismos. No hay seguimiento de autor o de movimiento. No se logra poner los textos en la generalidad de la obra de un autor. Se desconocen los alcances de los movimientos vanguardistas, tema capital para entender la poesía actual.

Tanto en primaria como en secundaria el cultivo de la poesía en el aula es casi inexistente. La indiferencia y el rechazo van de la familia a la institución escolar. En el aula no se lee ni se escribe poesía con la misma intensidad y consideración curricular que se lee y escribe narrativa. Los profesores menosprecian el texto poético y como saber específico y procedimental lo relegan a un lugar secundario. La educación literaria está invadida de falsos estereotipos.

Podemos relacionar la actitud distante del alumno con la presentación del fenómeno poético como lejano e inexpugnable, centrado en sus aspectos formales, sin relacionarlo con las grandes verdades del ser humano. La poesía, para ser absorbida necesita de un íntimo encuentro entre autor y lector. La poesía nunca es literal, siempre tiene una carga connotativa en la palabra que supera la interpretación directa. De ahí su riqueza y su multiplicidad semántica. No se trata entonces de un aprendizaje formal solamente, unidireccional desde el profesor al alumno. La poesía requiere cultivar la sensibilidad, como paso previo a la lectura. Al alumno se le debe predisponer para entender la poesía. ¿Cómo guiar al alumno si el profesor abomina de la poesía?

El problema es que la poesía no es bien vista socialmente. ¿Para qué sirve el discurso poético? Se tiene la creencia de que su subjetividad agusana la voluntad,  predispone el ánimo a la bohemia y el abandono. Actitud que encontramos en Don Quijote de La Mancha, cuando la Sobrina considera los libros de poesía tan dañinos como los de caballería, y por lo tanto dignos de quemarse, diciendo: leyendo éstos (Don Quijote) se le antoje de hacerse pastor y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo, y lo que sería peor, hacerse poeta, que, según dicen, es enfermedad incurable y pegadiza. Todos preconceptos de una sociedad que antepone la utilidad a toda acción humana, la seguridad a la incertidumbre.

Albert Beguin en El alma romántica y el sueño dice que no se lee poesía porque se le tiene miedo. Porque la gran poesía desnuda las cosas. Es la búsqueda de lo abierto, no de una realidad cercada, estrecha, confortable que ya conocemos, sino un territorio que a veces el hombre ignora de sí mismo y en donde surgen, a veces, sus más ricos instantes. Algo parecido dice Roberto Juarroz cuando expresa que en ella se juega lo que el hombre es y arranca lo que no sabíamos que estaba y que sin embargo el poeta demuestra que estaba.

Wittgenstein escribió: los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. Extendamos los límites, aunque no sepamos qué hay más allá de esos limites. Abracemos la incertidumbre y adentrémonos en terreno incierto. Detrás de la vacilación, la otra parte de nuestra humanidad espera.

Jorge Carrasco


"Canto a España y la siento hasta la médula, pero antes que esto soy un hombre de mundo y hermano de todos."

Jorge Carrasco


Expediente con poema de amor

Me veo, como si fuera hoy, pedaleando desde la chacra hacia la comisaría, la mano derecha apoyada en el manubrio y algunas hojas bailando en mi carpetita bajo el brazo izquierdo. Mientras le daba al pedal, los mocos resbalaban por mi nariz y una viva impotencia me invadía al ver que mi equilibrio en el movimiento no me permitía sacar el pañuelo para limpiármelos. Hacía frío, pero ya al costado de la comisaría, donde empecé a dejar de ahí en más mi bicicleta, tuve el cuerpo tibio de tanto pedaleo y el tiempo suficiente para salpicar mi pañuelo de mocos rebeldes, con la carpetita glauca apretada a la altura del codo contra las costillas.

Así entré a la comisaría a renovar por primera vez mi radicación, y me dirigí a esperar en el pasillo del fondo, junto a la puerta que lucía en su centro, en una cartulina amarillenta, el rótulo Migraciones. No fue fácil entrar porque había mucha gente: a la entrada, sentada en bancos y escalones, arrimada en el patio a vehículos decomisados. Gente por todos lados.

De allí me mandaron a ponerme en la fila de una oficinita lateral, donde se compraba la estampilla para renovar la radicación. Con el sello en la mano debí esperar la firma de la autoridad pertinente, cosa que ocurrió, en esa mañana, tres o cuatro horas después, cerca del mediodía. Recuerdo que durante esas horas me senté en un escalón que daba al patio de la comisaría; abrí mi carpeta y me puse a leer unos versos de un poeta de cementerio inglés (creo que era Thomas Gray). En aquel tiempo me fascinaba todo lo que oliera a muerte, quizás porque de alguna manera yo también estaba muerto. Adelante, en el estrecho pasillo de baldosas picoteadas, la cola se iba achicando lentamente, mientras a mis espaldas se seguía estirando hasta varios metros en la calle. Los pies ya me dolían de tanto estar parado cuando estuve frente a la mujer cuadrada, que mascaba chicle con sus dientes postizos, el rostro de incipientes arrugas sin maquillaje, el pelo liso y el flequillo adolescente, delante de la máquina de escribir.

Refugiada tras la trinchera imperiosa de su oficio, la mujer nos miraba con fastidio y contrariedad, oculta tras una máscara de rudo tormento. Con su boca salivosa nos pidió la hoja de la radicación a los cuatro o cinco que estábamos al otro lado del escritorio. Esperó sin dejar sus manos quietas. Yo abrí mi carpetita verde y aparté con cierta turbación los poemas del documento. Ella se tomaba un té de boldo en el momento de recibir la hoja.

Una vez que el té quedó a medio consumir, dejó la taza a un costado de unos expedientes y se puso a escribir sobre nuestros documentos. Al llegar al mío, palpó el papel y algo le debió parecer raro porque su rostro se vio encendido por un asomo de sospecha. Frotó con sus dedos en el vértice superior de la hoja y de ella apartó otra, como un mago jugando con una baraja gigante. Comprobé que era uno de mis poemas de amor, escrito a mano con tinta verde (como Neruda lo hacía, y siguiendo el estilo de sus primeros libros, comparando lascivamente a la mujer con formas y frutos de la naturaleza). Sentí que un rubor de vergüenza me cubría la cara.

La mujer leyó el poema sin alzar la cabeza y en silencio lo guardó en la gaveta del escritorio. En ese poema, recuerdo, la mujer era una rama de manzano, llena de cavidades y turgencias y la pasión del poeta la liberaba poco a poco de sus exquisitos frutos. Cuando escribió sobre mi documento, ella ya había cambiado el chicle por un cigarrillo, y mis mejillas ya no me ardían de apocamiento. Supuse, no sé por qué, que debía de ser una mujer casada, con hijos grandes y un marido gruñón dueño quizás de unas hectáreas de chacra. Al final, puso un sello y dibujó una firma ampulosa.

No me atreví a pedirle el poema por temor a contrariarla. En ese tiempo, yo andaba con mis versos por todas partes, como con algo prohibido, sin mostrárselos a nadie, y en cualquier momento de ocio me ponía a releerlos para pulir su escritura.

Salí lo más rápido que pude de la comisaría, esquivando los cuerpos de los que aún esperaban y me subí a mi bicicleta. Me sentía alegre: volvía a casa con mi radicación renovada, apenas el permiso para estirar mi nostalgia otros tres meses sin temor a ser deportado.

Las renovaciones se fueron sucediendo una tras otra, sin novedades, a la espera de la obtención de mi ciudadanía plena. El tiempo se podía medir por los cambios en la coloración de mis carpetas, cuyos tonos hoy puedo relacionar con el influjo de ocasionales tendencias poéticas. De Neruda pasé a Girondo y de Girondo a Parra; fue como ir de Wagner a John Cage y de Cage a un Piazzolla chileno. En fin, yo me entiendo. El grupo de demandantes fue bajando a medida que pasaban los años. Los individuos ya no se apostaban en los alrededores de la comisaría y llegó un momento en que todos podían aguardar bajo techo el timbre de la funcionaria. En mi caso, debía esperar en colas cada vez menos largas y podía volver a mi piecita más temprano, contento de saber que el permiso laboral me liberaba toda la mañana y me permitía abrir las carpetas para leer al poeta de turno y escribir mis versos contaminados de su influencia.

Tras varios años de espera, me sentí atropellado por una gran desazón. La oficial, según decía siguiendo órdenes, me había mandado a completar en hospitales la ficha de exámenes médicos tres o cuatro veces y a estampar las huellas otras tantas, trámites que por desgracia volvieron rechazados. Todos los que iniciaron el despacho de sus papeles en mi tiempo recibieron su documento definitivo y dejaron de acudir a la comisaría. De esa camada, sólo yo quedaba con las manos vacías. La gente, no sin malicia y secreto placer, murmuraba sobre mi estado. Decía que en este país estaban de más los poetas, o que yo debía de padecer una enfermedad misteriosa, o simplemente que me habían descubierto un delito en alguna localidad lejana. La cosa es que nadie podía entender mi situación.

Un día de finales de septiembre, me dirigí una vez más a renovar el maldito documento. Yo había empezado a trabajar en una planta productora de jugos concentrados y con lo que ganaba podía alquilarme una piecita en un suburbio no muy lejano. Cambié mi bicicleta por una moto pequeña, algo vieja y abollada; la compré a un romaneador de Moño Azul. Estacioné mi moto a un costado de la comisaría.

Entré al edificio con una carpetita celeste bajo el brazo. En ella, además de la hoja del documento, iban dos o tres poemas cortos, bastante influidos por la antipoesía de Nicanor Parra, escritos con tinta azul. En la calle y en el pasillo no había nadie esperando. Fui a comprar la estampilla lo más rápido que pude y llegué con mi documento en la mano a la oficina de Migraciones. Allí estaba la oficial, sentada detrás del escritorio, con el cuerpo envuelto en una especie de caftán casi transparente. El cabello, ahora ondulado, salpicado de reflejos, le enmarcaba las mejillas con colorete; las cejas, mínimas, se curvaban en un arco muy pronunciado, a la manera de Sofía Loren; los labios húmedos, brillantes de carmín, se movían como guardianes inquietos de una boca implorante. Era la primera vez que la veía así, carnal y desenvuelta, sin su uniforme y sin estar revisando documentos o golpeando las teclas de su máquina con fervor riguroso.

Cuando entré, me quedó mirando. Creo que advirtió mi sorpresa y turbación. Mi mano temblorosa le alargó el documento. Ella, sin mirarme, abrió la gaveta y dejó caer en la superficie libre de papeles el poema de amor escrito con tinta verde.

_ Por fin solos – dijo en un tono meloso, atrozmente seductor.

Jorge Carrasco



"Fui patriota hasta que tuve patria gotera documento
Después fui enteramente Jorge Carrasco."

Jorge Carrasco


La deuda

¿Quién pagará el daño alzado
En el límite austero del gesto
Con el trabajo de esta luz sorda?

¿Quién, con la copa verde
de tus salinas injurias,
brindó en el lozadal del maldito: avariento
destructor de tus unánimes sonidos?

¿Quién debió poner su rostro
a tus puños
y en su lugar,
mirando a quien hacía y pasaba,
sopló tus dedos temblorosos a una estela
de quemante vacío?

¿Quién te debió amar
más noblemente que ninguno
cuando tu torpe corazón se hundía,
sin guitarra,
en la ternura abstracta que no dio nada al mundo?

¿Cuántos te debieron dar
cuando tú no dabas?

Jorge Carrasco


La mano hacia quien pide

Peor ataque no hay, mayor violencia
que no tender la mano a quien pide,
ni peor paz que la de quien decide
no dar al pobre un palo de insurgencia.

Fácil es admirar el arte y la ciencia,
respetar las leyes con que Dios mide
los actos y las rectas de un Euclides.
El pobre sólo estudia su indigencia.

De piojos, sarnas, hambres sólo sabe
y su pie de espinas y cortaderas.
La ley es remedio de un mal extraño.

Pan, himno démosle, refugio y llave
para abrir el mundo y sus canteras.
Y ley para guardarse del engaño.

Jorge Carrasco


Los dos abismos

Me despierto y viene ante mí el precipicio.

Creo saber qué pensamientos acosaron a Leo Szilard cuando, antes de cruzar la avenida de Southampton, en Blomsbury, imaginó la reacción nuclear en cadena. Tras quince años de exilio, sé lo que pensó Pomponio Algerio durante los quince minutos que tardó en morir en el aceite hirviendo. Tras cuatro lustros de amar a una mujer, qué pensó Enrique VIII después de condenar a muerte a su mujer Ana Bolena y qué pensó Ana Bolena antes de ser decapitada. Y tras cuatro décadas de vivir al margen de la ley, qué sintió, en su verdad más profunda (más allá de los esquematismos ilusorios de Hernández y Borges), Tadeo Isidoro Cruz cuando se puso a pelear al lado del desertor Martín Fierro.

Me duermo y viene ante mí el otro despeñadero.


Soy el piloto del Enola Gay en el cielo de Hiroshima. Soy el inquisidor veneciano mandado por el papa. Soy la espada del verdugo de Calais. Soy, detrás de la guitarra y la voz de Martín Fierro, Borges.



Jorge Carrasco


Mar muerto

Que se queden con su oleaje los remeros
Estoy sordo tengo sueño no me vengan
Con reclamos los severos hoy no escucho
Que se queden con su pez las gaviotas
Soy el mar muerto tengo sueño y tengo cama
Duermo en los cardos o en las piedras o no duermo

Y por primera vez tengo calma y no la tengo
Y tengo un oleaje para mí solo me alimento
De mis pequeños peces huyan las gaviotas
Que se queden sin mis uñas y pestañas
Sólo deseo ver la mano extendida en el viento
Y el párpado que cae sobre la misma mirada

Tengo un solo árbol del paisaje tengo dos
Y no están sus rostros en la sombra
Está la espera para mí solo como un pájaro dormido
Que se lleven todo y sólo dejen mis miradas
Les presto el oleaje para un último maremoto

Que se queden con sus costas estos fenicios de batea
Como con el florero lleno de podridas rosas
Que se queden con sus fundas con sus vainas
Y metan allí himnos huecas estadísticas desfiles
Estropajos como guirnaldas de oceánicas fiestas

Estoy ciego no me vengan con películas mudas
Es suficiente con el gesto austero de la sabandija
La conozco debajo de las piedras esconde su mecedora
Con imágenes así todos lloran no me vengan
Con sentimientos sucios ahora que no tengo fango
Con lágrimas ahora que aprendí a reírme de mí mismo

Jorge Carrasco


No serás la manzana podrida

Coge lo que otro elige y elegido
serás entre tanta horma parecida.
Súbete al destino mil de esta vida
y piérdete entre tantos, ya perdidos.

Di lo que quieran que digas: vendido
tu verbo al desarrollo de la espiga.
Que el charlatán diga lo que diga
si a tu silencio debes tu vestido.

Sé como miles que dieron razones:
las de pensar como pensaron miles,
las de sentir como sienten millones.

Huye de ti: en el huerto de los viles
tu tallo solo pisan los ratones
y te acusa el verdor de perejiles.

Jorge Carrasco







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