Bullerengue

Si yo fuera tambó,
mi negra,
sonara na má pa ti.
Pa ti, mi negra, pa ti.
Si maraca fuera yo,
sonara solo pa ti.
Pa ti maraca y tambó,
pa ti, mi negra, pa ti.
Quisiera vorverme gaita
y soná na má que pa ti.
Pa ti solita, pa ti,
pa ti, mi negra, pa ti.
Y si fuera tamborito
currucutearía bajito,
bajito, pero bien bajito,
pa que bailaras pa mí.
Pa mí, mi negra, pa mí,
pa mí, na má que pa mí.

Jorge Artel


El líder negro

¡El pueblo te quiere a ti,
Diego Luí,
el pueblo te quiere a ti!
Con too y que ere bien negro
ya lo blanco te respetan
porque dices la verdá,
y se quitan el sombrero
cuando te miran pasá.
¡El pueblo te quiere a ti,
Diego Luí,
el pueblo te quiere a ti!
Primero de consejero
en el cabildo liberá,
más tarde de diputao
y en el congreso hoy está.
¡El pueblo te quiere a ti,
Diego Luí,
el pueblo te quiere a ti!
Sabemos en esta tierra
cómo vales de verdá.
Tú eres ya nuestra bandera,
despué de ti, naide má.

Tú ere el grito y la sangre
de lo que estamo abajo,
de lo que tenemo hambre
y no tenemo trabajo,
de lo que en la huelga sufren
la bayoneta calá,
de lo que en la eleccione
son lo que luchan má,
¡pa que despué lo jobviden,
y ni trabajo ni na!

¡El pueblo te quiere a ti,
Diego Luí,
el pueblo te quiere a ti!

Jorge Artel


La cumbia

Hay un llanto de gaitas
diluido en la noche.
Y la noche, metida en ron costeño,
bate sus alas frías
sobre la playa en penumbra,
que estremece el rumor de los vientos porteños.

Amalgama de sombras y de luces de esperma,
la cumbia frenética,
la diabólica cumbia,
pone a cabalgar su ritmo oscuro
sobre las caderas ágiles
de las sensuales hembras.
Y la tierra,
como una axila cálida de negra,
su agrio vaho levanta, denso de temblor,
bajo los pies furiosos
que amasan golpes de tambor.
El humano anillo apretado
es un carrusel de carne y hueso,
confuso de gritos ebrios
y sudor de marineros,
de mujeres que saben
a la tibia brea del puerto,
al yodo fresco del mar
y al aire de los astilleros.

Se mueve como una sierpe
sonora de cascabeles,
al compás de los chasquidos
que las maracas alegres
salpican sobre las horas
desmelenadas de ruidos.

Es un dragón enroscado
brotado de cien cabezas,
que muerde su propia cola
con sus fauces gigantescas.
¡Cumbia! —¡danza negra, danza de mi tierra!—
¡Toda una raza grita
en esos gestos eléctricos,
por la contorsionada pirueta
de los muslos epilépticos!
Trota una añoranza de selvas
y de hogueras encendidas,
que trae de los tiempos muertos
un coro de voces vivas.
Late un recuerdo aborigen,
una africana aspereza,
sobre el cuero curtido donde los tamborileros,
—sonámbulos dioses nuevos que repican alegría—
aprendieron a hacer el trueno
con sus manos nudosas,
todopoderosas para la algarabía.

¡Cumbia! Mis abuelos bailaron
la música sensual. Viejos vagabundos
que eran negros, terror de pendencieros
y de cumbiamberos
en otras cumbias lejanas,
a la orilla del mar…

Jorge Artel


La voz de los ancestros

A doña Carmen de Arco

Oigo galopar los vientos
bajo la sombra musical del puerto.
Los vientos, mil caminos ebrios y sedientos,
repujados de gritos ancestrales,
se lanzan al mar.
Voces en ellos hablan
de una antigua tortura,
voces claras para el alma
turbia de sed y de ebriedad.
¿De qué angustia remota será el signo fatal
que sella en mí este anhelo
de claves imprecisas?
Oigo galopar los vientos,
sus voces desprendidas
de lo más hondo del tiempo
me devuelven un eco
de tamboriles muertos,
de quejumbres perdidas
en no sé cuál tierra ignota,
donde cesó la luz de las hogueras
con las notas de la última lúbrica canción.

Mi pensamiento vuela
sobre el ala más fuerte
de esos vientos ruidosos del puerto,
y miro las naves dolorosas
donde acaso vinieron
los que pudieron ser nuestros abuelos.
—¡Padres de la raza morena!—
Contemplo en sus pupilas caminos de nostalgias,
rutas de dulzura,
temblores de cadena y rebelión.
¡Almas anchurosas y libres
vigorizaban los pechos y las manos cautivas!
Una doliente humanidad se refugiaba
en su música oscura de vibrátiles fibras…
—Anclados a su dolor anciano
iban cantando por la herida…—
¡Oigo galopar los vientos,
temblores de cadena y rebelión,
mientras yo —Jorge Artel—
galeote de un ansia suprema,
hundo remos de angustias en la noche!

Agapito de Arcos como seudónimo Jorge Artel



Negro soy

Negro soy desde hace muchos siglos.
Poeta de mi raza, heredé su dolor.
Y la emoción que digo ha de ser pura
en el bronco son del grito
y el monorrítmico tambor. 

El hondo, estremecido acento
en que trisca la voz de los ancestros,
es mi voz. 

La angustia humana que exalto
no es decorativa joya
para turistas. 

¡Ya no canto un dolor de exportación!

Jorge Artel


Tambores en la noche

Los tambores en la noche,
parece que siguieran nuestros pasos…
Tambores que suenan como fatigados
en los sombríos rincones portuarios,
en los bares oscuros, aquelárricos,
donde ceñudos lobos
se fuman las horas,
plasmando en sus pupilas
un confuso motivo de rutas perdidas,
de banderas y mástiles y proas.
Los tambores en la noche
son como un grito humano.
Trémulos de música les he oído gemir,
cuando esos hombres que llevan
la emoción en las manos
les arrancan la angustia de una oscura saudade,
de una íntima añoranza,
donde vigila el alma dulcemente salvaje
de mi vibrante raza,
con sus siglos mojados en quejumbres de gaitas.
Los tambores en la noche
parece que siguieran nuestros pasos.
Tambores misteriosos que resuenan
en las enramadas de los rudos boteros,
acompasando el golpe con los cantos
de los decimeros, con el grito blasfemo
y la algazara, con los juramentos
de los marineros… en tanto que se anuncia
tras los gibosos montes
un caprichoso recorte de mañana.
Los tambores en la noche, hablan.
¡Y es su voz una llamada
tan honda, tan fuerte y clara,
que parece como si fueran sonándonos en el alma!

Jorge Artel


Velorio del boga adolescente

Desde esta noche a las siete
están prendidas las espermas:
cuatro estrellas temblorosas
que alumbran su sonrisa muerta.
Ya le lavaron la cara,
le pusieron la franela
y el pañuelo de cuatro pintas
que llevaba los días de fiesta.
Hace recordar un domingo
lleno de tambores y décimas.
O una tarde de gallos,
o una noche de plazuela.
Hacer pensar en los sábados
trémulos de ron y de juerga,
en que tiraba su grito
como una atarraya abierta.
Pero está rígido y frío
y una corona de besos
ponen en su frente negra.
(Las mujeres lo lloran en el patio,
aromando el café con su tristeza.
Hasta parece que la brisa tiene
un leve llanto de palmera.)
Murió el boga adolescente
de ágil brazo y mano férrea:
nadie clavará los arpones
como él, ¡con tanta destreza!
Nadie alegrará con sus voces
las turbias horas de la pesca...
¡Quién cantará el bullerengue!
¡Quién animará el fandango!
¡Quién tocará la gaita
en las cumbres de Marbella!
Mañana van a dejarlo
bajo cuatro golpes de tierra.

Jorge Artel





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