El fonógrafo

     I

              La Madre.

Ya no es posible más. La ciencia muda
Inclina silenciosa la cabeza
Ante el adusto ceño de la muerte,
Que humilla de los hombres la altiveza.
La madre va a morir; hay en su rostro
Marchita juventud; hay hermosura,
Aunque el puro rosado de su frente
Se desvanece ya. Cuando murmura
Adiós de eternidad con voz doliente,
Brilla su llanto en las pestañas rubias
A la postrera luz de su mirada,
Como la lluvia en la dorada espiga
Por la luz de la tarde iluminada.

Y su hijo está allí; besa de hinojos
Una mano ya gélida y convulsa,
Mientras se enturbian los brillantes ojos
Y el ya cansado corazón no impulsa.

Él tiene vida, de su madre esencia,
Que hoy infundirle entre sus besos quiere;
¿Por qúé, por qué, en su mísera impotencia
Él no lo puede hacer y ella se muere?
Luis está en esa edad, edad de oro
Que tiene en cada flor una esperanza,
Que tiene en cada estrella su tesoro;—
La edad en que se ingerta,
En la savia del niño la del hombre
Que vigoroso al porvenir despierta;
Si como hoguera que calor derrama
La llama de la vida en él abunda,
¿Por qué por falta de una chispa sola
Se congela la madre moribunda?
Y llora, y para qué, si de la muerte
Es la cuchilla tan templada, tanto,
Que no se amella en el dolor más fuene
Ni se enmohece en la humedad del llanto,
Ni siquiera en el llanto de la madre,
La madre, hostia sagrada,
A donde Dios desciende cada día
Para alentar la humanidad cansada.

De pie, en la enferma la mirada fija,
Don Juan está del lecho a la testera,
Allá en su mente rebuscando en vano
Un esfuerzo que hacer, una esperanza,
Una ilusión siquiera,
Con el afán y anhelo sobrehumano.
Con la ansiedad del médico que lucha
Y la ansiedad terrible del hermano.
En silencio profundo
Guarda escondido su dolor inmenso,
Y ve perderse una existencia entera,
Y ve que es sólo ráfaga de incienso
Que sube en espiral hacia otra esfera.
¡Oh trinidad augusta aunque terrible!
Una alma entre dos mundos suspendida,
Un hijo reclamando aquella vida,
Y un sabio que se estrella en lo imposible.

Con las auras que vienen de la tumba
Aquel tibio aposento ya se enfría,
Olor de cirio ya, como que zumba
El lejano rumor de una salmodia
Que fúnebre se canta... De improviso,
Como alumbrado por brillante idea,
Rápido se levanta
El pensativo sabio y se encamina
A la estancia vecina,
Volviendo presuroso
Con la máquina extraña
Que aplica cuidadoso
Al ya trémulo labio agonizante,
En el precioso instante
En que con un gemido
Como el eco que muere en la enramada,
Pero dulce, süave, conmovido.

Dice la madre en voz amortiguada;
«Siempre bueno has de ser, hijo querido».
Ya se cierran sus labios y sus ojos;
Ya rota la terrena ligadura,
Envuelta en un suspiro el alma pura
Se desprende fugaz, y los despojos
Se estremecen en la última amargura;
El alma haciendo de cariño gala
Besa la frente al infeliz mancebo,
Y tiende luego pesarosa el ala,
Y cual vapor que de los lagos sube
Se pierde en el espacio
Como impalpable, luminosa nube.

                    II

              La Lore-ley.

Creo que aI fin barquero y nave
El Rhin hundirá en su lecho;
Y esto con su canto suave
La Lore-ley lo habrá hecho.

HEINE

Entre bomba azulada se recata
                          Misteriosa bugía
Que las formas fantásticas dilata,
Envolviendo entre sueño y fantasía
                          El retrete que alumbra
Esa luz embozada en la penumbra.


Son vagos e indecisos los contornos,
                          Temblando centellean
Los dorados magnificos adornos;
Parece que en la sombra cuchicean
                          De flamenca pintura
Personajes de varia catadura.

Gime afuera la lluvia que gotea;
                          De lejano concierto
La brisa que en las hojas aletea
Trae un rumor indefinible, incierto
                          Que llega a aquel retiro
Como eI eco rimado de un suspiro.

Con los perfumes que al jardín le roba
.                           Allí el ambiente halaga
Suave olor de femenil alcoba,
Hay una mezcla que el sentido embriaga,
                          Y es el retrete acopio
De los sueños del haschis  y del opio.

Tendida está en magnífica otomana
                          Elvira, que embelesa
Con su negro mirar de sevillana
y los rizos dorados de una inglesa
                          Y el todo que enamora,
Conjunto de crepúsculos y aurora.

Luis a sus pies, porque el amor le rinde,
                          La contempla extasiado,
Y traspasando del sentido el linde
Como a su dios la adora entusiasmado,
                          Y distraida Elvira
Vagando en otros sueños, ni le mira.

Luis las palabras del amor más tiernas
                          En sus oídos vierte,
Promete dichas que serán eternas
Y que no han de acabarse con la muerte:
                          En su infeliz anhelo
Pinta la vida de color de cielo.

—«Si tú quieres mi amor, dame riquezas,
                          Ya no me satisfacen
Tus dolientes suspiros y ternezas,
Fantasmas que en los vientos se deshacen...»
                          Y se levanla altiva
Tanto más bella cuanto más esquiva.

Se dirige después a la ventana
                          Que de lo alto domina
La dormida ciudad, como sultana
Que fatigada del placer reclina
                          Las mórbidas espaldas
De excelso monte en las musgosas faldas.

Los confusos y vagos lineamentos
                          Se pierden y confunden;
Informes e indecisos mil concentos
En fantásticas músicas se funden;
                          Las llanuras y montes
Ondulan en nublados horizontes.

Ya la lluvia pasó tras de las cumbres
                          La luna se levanta,
Y besando las húmedas techumbres,
Las cúpulas doradas abrillanta
                          Y tiembla entre las gotas
Que se anidaron en las flores rotas.

De la maga la blanca vestidura,
                          Su flotante cabello,
Ese algo de infernal de su hermosura
Que ilumina en fatidico destello.
                          Ese mirar sombrío
Que avasalla y enfrena el albeldrío.

Reclinada en el dórico antepecho
                          Del mirador altivo,
Se parece a Satán que en su despecho,
Hermoso en su crueldad y vengativo
                          Se cierne sin reposo
Buscando un bien que acibarar ansioso,

Él, que en silencio devoró la afrenta
                          De su orgullo abatido,
Y que ya en vano despertar intenta
La dignidad que el vicio ha pervertido,
                          A su pasión se entrega
Vuelve de nuevo a quien le humilla, y ruega

Con una voz que misteriosa suena
                          Entre canto y rugido
Como el chirriar del áspera cadena,
y el canto del zagal en el ejido;
                          Mientras su mano mueve
Contesta Elvira con acento breve:


—«¿Allá no ves, en la región lejana
                          En suntuoso palacio
Que derramando luz de alta ventana
Se asemeja a un fanal en el espacio?
                          Se oculta allí un tesoro;
Pues róbalo, hazte rico, y yo te adoro»—


Rechazado, el deseo se agiganta,
                          La conciencia vacila,
Y entre el humear que la pasión levanta
La virtud sofocada se aniquila;
                          Los halagos oprimen,
Las sombras crecen, y se yergue el crimen.

                    III

              Voz de Ultratumba.

Rotos cendales de esfumada nube
Sobre lo terso de la azul esfera,
Ráfagas blancas de adormida luna,
Negros perfiles de alta cordillera,
Agujas, campanarios
Como fantasmas hasta el cielo erguidos,
Suspiradores árboles mecidos,
Verjas, estatuas, templos, santuarios,
Parecen que se aduermen
Y en silencio reposan solitarios
Dándole treguas de la vida al germen.
Eterna el agua entre las guijas llora,
Eterno gime en la llanura el viento,
Eterno en sus dolores y sus luchas
No descansa un instante el pensamiento,
Ruge el malvado en delirante insomnio,
Ve a su lado agitarse los recuerdos
Con membranosas alas de demonio,
y el niño sonriendo entre su cuna
Ve las alas azules, transparentes
Del arcángel guardián de su fortuna;
El fraile en el convento
Entre el ronco rumor de sus plegarias
Y del órgano al trémulo lamento
Ve surgir en las naves solitarias
Las yacentes estatuas
Que parecen mover su masa inerte,
Y brota de sepulcros olvidados
El opaco fulgor de luces fatuas
Como vida siniestra de la muerte.

                    *

Y más lejos, allá, de la arboleda
Entre el ramaje arrullador y umbrío,
La blanca quinta, medio oculta queda
Como abrigada del calor y el frío;
Vierte la luz un pálido reflejo
De un balcón al través de los cristales,
Como el ojo avizor de un centinela
Que presintiendo misteriosos males
Entre las sombras previsivo vela.
Se oye un rumor sobre la fresca grama,
Cual de hojas secas que arrastró la brisa.
¿Son acaso las aves en su nido,
O la alimaña que entre el bosque pisa?
No. que resbalan por el pie del muro.
Unas formas oscuras y ligeras
Que salen como a impulsos de un conjuro
De los sotos de pinos y de higueras;
Alumbra apenas la incubierta luna
De aquellas formas el perfil humano;
La semi-luz a su intención se aduna,
Y los cobija en misterioso arcano.
Uno de aquellos por el muro sube
Y se allega al balcón en un instante
Sale la luna de entre parda nube
y alumbra a Luis el pálido semblante.
Acobardado entonces, sigiloso
Por abierto póstigo se resbala.
Y cobijado por amiga sombra
Se encuentra al fin en la anchurosa sala;
Y huyendo de la luna, que rasgando
Las compactadas sombras, ilumina
Los átomos que danzan en el aire
En polvoroso rastro, se encamina
A la alumbrada estancia; convulsivo
Entre sus dedos el puñal aprieta,
El sanguinoso fuego en las entrañas.
El pie inseguro, la mirada inquieta,
Le parece escuchar cosas extrañas;
Cruza la puerta rápido, se oculta
Tras de espeso tapiz que con sus pliegues
Entre la sombra la traición sepulta.

                    *

El anciano don Juan, allí no lejos
En un ancho sillón medio escondido,
De amortiguada luz a los reflejos,
En amena lectura distraido,
Pensando en lo infinito, en lo impalpable,
Olvidado tal vez de su existencia,
Se transfunde su ser en lo inefable.
En el éxtasis santo de la ciencia;
Brilla en sus ojos el fulgor celeste
Del alma que ante Dios se transparenta,
y en la dulce sonrisa de los labios
Se revela un pasado sín afrenta.

Una niña en que el ángel se adivina
Y el ala tras del hombro se trasluce.
Con los ojos de noche compactada
En que el fulgor de la mañana luce.
La boca sonriente, el cuello erguido
Sobre el seno de gazas y de encaje,
Donde nunca la vista se ha atrevido,
Y a donde nunca llegará el ultraje.
Así Beatriz sobre el bordado inclina
El palpitable busto cincelado,
Y soñando en quimeras que imagina.
Más de una vez se olvida del bordado.

El anciano y la niña, casto grupo
Que desprende apacible la armonía.
Sublime conjunción de dos reflejos.
El del nacer y el del morir del día.

Es la flor que al abrirse se desmaya
Sobre la fuente que cuajó la nieve.
Es una mariposa que entre ruinas
Sus alas de oro juguetona mueve.
Y los une el amor como un arco-iris
Que entre las brumas hasta el cielo sube,
E ilumina las canas y los rizos
Como el sol los escombros y la nube.

                    *

Luis, levantando a medias la cortina,
Aquel grupo contempla, y a su mente
Como una brisa llena de fragancia
Le vienen los recuerdos de la infancia.
De aquel amor tan puro e inocente
Que a su Beatriz le uniera; aquellos juegos
Por caricias no más interrumpidos
Cuando buscaban en el huerto frutos.
Cuando buscaban en el bosque nidos.
Tal vez ella le adore todavía
Como en el tiempo aquél; mas la silueta
De Elvira se levanta en su memoria
Y se ahuyenta la imagen transitoria
De aquel recuerdo al quemador aliento:
Pero un terror incógnito le acoge,
Tiene miedo a su propio pensamiento.
Como llarna de incendio de sus vicios
El fuego que devora, se agiganta:
Persiste en un proyecto que repugna
Y avanza en un camino que le espanta.
—«Señor», la niña con acento blando
Dice en la voz que música desprende,
El anciano interrumpe su lectura
Y con semblante cariñoso atiende.
—«Me ofreciste el final de aquella historia
"Melancólica y triste de tu humana
y algo más prometiste».
                                          —«Ya recuerdo.
¡Cuánta tristeza este recuerdo emana!»
Le contesta el anciano, y de sus ojos
Una lágrima rueda silenciosa.
—«Hija, escúchame pues, murió en mis brazos,
Fue a buscar otra vida más dichosa;
Yo recibí su postrimer aliento
Y por medio de máquina sencilla
He guardado los ritmos de su acento»
—«¿El Fonógrafo?»
                                        —«Grande maravilla
Que es de la ciencia la primera gloria
Pues no olvida jamás lo que ha escuchado
Esta infalible, eléctrica memoria;
Alcánzalo, allá está, y ahora mismo
Podrás oír su voz y sus palabras,
Palabras de virtud, que en un abismo
Ya su hijo arrojó»,—
                                  Luis se adelanta
Al oír un rumor: el golpe esperan
Sus compañeros. el puñal levanta,
Dice entre dientes blasfemando «Mueran»;
Pero entonces se oyó como un gemido.
Como el eco que muere en la enramada.
Pero dulce, sonríe, conmovido
Que dice con la coz amortiguada
«Siempre bueno has de ser hijo querido»

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Cayose de la mano
El homicida acero;
Y al oír el acento sobrehumano
Sintió el culpable estremecerse entero
Todo su ser, cayendo de rodillas
El perdón implorando
Exclamó con la voz desgarradora:
—«¡Mí madre idolatrada
Desde los cielos mi maldad veía;
Su consejo olvidé, mas desde ahora
Siempre bueno he de ser, oh madre mía!»

Joaquín González Camargo



Génesis

Pensó el Eterno. Su insondable idea
cruzó del éter el confín sereno,
antorcha inmensa fulguró, y el trueno
sonó en lo vacuo retumbando el «sea!»

Estremecido el cósmos centellea,
la vida bulle en su tremante seno,
y la llama eternal de que está lleno
a la materia germinal caldea.

Con horrendo estertor, ronco, sombrío,
se agita el caos en hervor creciente,
y brillante vapor llena el vacío,

y por él se dilata incandescente
y condensado de la nada al frío,
en gotas-astros se tomó luciente.

Joaquín González Camargo


La lágrima

La casita, el arbusto y el riachuelo,
Los prados y los ámbitos del cielo
Contemplaba acostado en un diván;
Quedé entonces así medio dormido,
Con un dulce lelargo... Del olvido
Las neblinas tal vez así serán.

Cuando el cuerpo se queda aletargado
El espíritu, en vuelo levantado,
Errabundo, divaga por doquier;
Del pasado se va hasta las regiones
Y sus ruinas revuelve, y en jirones
El recuerdo nos trae de algún placer.

Un recuerdo feliz vino a mi mente
Y a su lado, cual siempre pura, ardiente,
Una lágrima vino, la sentí.
Al salir, se detuvo temblorosa
Como lo hace una virgen pudorosa
Que un abismo contempla frente a sí.

Y esa lágrima en prisma convertida,
Otro mundo me dieron, y otra vida
Con la luz reflejada en su cristal:
Un palacio, otros ciento divisaba,
Y en sus torres el iris ostentaba
Sus colores en fúlgido raudal.

Y en un bosque, con sabia simetría,
Sus penachos un árbol remecía,
Y otros mil en un mágico compás.
A sus pies los innúmeros torrentes
Arrojaban sus aguas relucientes
Como salen las luces de un fanal.

Y unas aves, riquísimo el plumaje,
En un tiempo, bullían ente el ramaje
Cual si fueran un pájaro no más;
Si cantaban, era una la armonía.
¡Qué hermosura! el edén me parecía;
Y mejor el de Adán no fue jamás.

Quise ver la belleza más de cerca,
                Los ojos abrí más,
y lágrima tibia en mi mejilla
                Sentí blanda rodar.

La casita, el arbusto, y el riachuelo
                Mi vista contempló.
¿Y el edén tan feliz que yo había visto?
                Con la lágrima huyó.

¡Ah! me dije, venturas ocultaba
                La huella del dolor:
Es la irónica imagen de la vida,
                De1 hombre y la ilusión

¡Cuántas dichas me han dado en un instante
                Las lágrimas de ayer!
Si así quiero gozar, será preciso
                Que llore yo otra Vez.


Ya lo sé: los placeres alternados
                Con los pesares van:
Llorarán los que gozan, los que hoy lloran
                Mañana gozarán.

Sé que el hombre que ahora vive ardiente
                Cadáver ha de ser;
Y en el templo que altivo se levanta
                Las ruínas se entrevén.

Y las palmas de América murmuran
                Los ayes de Colón;
y se ve tras la aureola del Maestro
                La cruz del Redentor.

Hoy escucho los sones de mi lira
                Que pulso con placer;
Y mañana oiré sobre mi tumba
                El llanto del ciprés.

Joaquín González Camargo


Orgullo

Cuando te haga la tristeza
Llanto acerbo derramar,
Reclina en mí la cabeza
Que yo lo sabré enjugar.

Si te hallas sobrecogida
De algún ignoto temor,
En mis brazos escondida
No te alcanzará el dolor.

No te alejes, vida mía.
Tu suspiro es mi suspiro,
Es tu dicha mi alegría,
Con tus delirios deliro.

Seré sombra, si te hieren
Rayos del ardiente sol;
Y si los vientos vinieren,
Te daré tntonces calor.

No irás por el escabroso
Sendero del mundo a pie;
Soy fuerte, y te llevaré
En mis brazos, cariñoso.

Si me amas, seré tu amante,
Seré siempre apasionado;
Si siempre he de ser amado
Con una pasión constante.

Como jamás nadie amó
Siempre te amaré de veras;
Yo seré cuanto tú quieras,
Pero esclavo tuyo, no.

Si me insulta tu desdén
Moriré, pero te olvido;
Si grande mi amor ha sido,
Grande es mi orgullo también.

Joaquín González Camargo


Viaje de la luz

Empieza el sueño a acariciar mis sienes,
Vapor de adormideras en mi estancia;
Los informes recuerdos en la sombra
                            Cruzan como fantasmas.

Por la angosta rendija de la puerta
Rayo furtivo de la luna avanza,
Ilumina los átomos del aire;
                            Se detiene en mis armas.

Se cerraron mis ojos, y la mente
Entre los sueños a lo ignoto se alza;
Meciéndose en los rayos de la luna,
                            Da formas a la nada.

Y ve surgir las ondulantes costas,
Las eminencias de celeste Atlántida,
Donde viven los Genios y se anida
                            Del porvenir el águila.

Allá rima la luz y el canto alumbra,
Aire de eternidad alienta el alma,
Y los poetas del futuro templan
                            Las cristalinas arpas.

Auroras boreales de los siglos
Allá se encuentran, recogida el ala;
Como una antelia vese el pensamiento
                            Que gigantesco se alza.

Allá los Prometeos sin cadenas,
Y de Jacob la luminosa escala,
Allá la fruta del Edén perdida,
                            La que el saber entraña.

Y el libro apocalíptico, sin sellos
Suelta a la luz sus misteriosas páginas,
Y el Tabor del espíritu su cima
                            De entre la niebla saca.

Y allí el Horeb de donde brota puro
El casto amor que con lo eterno acaba;
Allá está el ideal, allá voguemos,
                            Dad impulso a la barca.

Desperteme azorado... ¿y ese mundo?
¿Para volar a él en dónde hay alas?
Interrogué a las sombras del pasado
                            Y las sombras callaban.

Pero el rayo de luna ya subía
Del viejo estante a las polvosas tablas,
Y lamiendo los lomos de los libros,
En sus títulos de oro se miraba.

Joaquín González Camargo










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