El sembrador

Sudorosa la faz, desnudo el pecho,
de simientes henchida su escarcela,
bajo el sol que furioso le flagela,
va sembrando el buen hombre su barbecho.

Al pasar, vida siempre en el estrecho
surco reciente que su pie nivela;
en tanto sorda cólera revela
el áspide traidor que está en acecho.

Y siempre así, bajo el flagelo ardiente,
cegado por su afán a ver no alcanza
la serpentina piel que flores miente.

A la postre hallará, como el Divino
Ser que sembraba el bien y la esperanza,
la traición y la muerte en su camino.

José Antonio Calcaño Paniza


En la orilla del mar

¿Ya, tan pronto partir? Detén el paso;
presta a nuestros caballos jadeantes
alguna tregua, y déjame en o aso
contemplar de la tarde los cambiantes.

Deja a mi alma que extasiada admire
la majestad del cielo y de los mares,
y que mi enfermo corazón delire
al susurro del viento en los palmares.

No sabes cuánta imagen bendecida
la presencia del mar vuelve a mi mente,
no sabes ¡ay! las horas de mi vida
que él arrulló con su fugaz corriente.

Pregúntalo a esas brisas, a esas olas,
a esas espumas de rizado armiño;
de las playas te digan donde a solas
latió feliz mi corazón de niño.

Háblales de ese tiempo; y si aún existe
un recuerdo de mí, de ellas inquiere
cómo murió tanta ventura ¡ay triste!
y el corazón que la perdió no muere

José Antonio Calcaño Paniza


Redención

Muéveme tu bondad, que me acaricia,
a esperar el perdón; pero no cabe
que remitas en mí culpa tan grave,
sin hacer menoscabo a tu justicia.

Es tal la magnitud de mi malicia,
que tu misma clemencia hallar no sabe
medio ni pena que mi crimen lave;
y aún dictando mi muerte, me es propicia.

Haz, pues, lo que a tu gloria corresponde;
vuelve la faz del llanto de mis ojos,
y sólo ve como ofenderte pude.

¡Descarga! ¡Es santo tu rigor! Mas dónde
el rayo me herirá de tus enojos,
que la sangre del Cristo no me escude.

José Antonio Calcaño Paniza








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