A mi esposa

Cuando en mis venas férvidas ardía
la fiera juventud, en mis canciones
el tormentoso afán de mis pasiones
con dolorosas lágrimas vertía.

Hoy a ti las dedico, esposa mía,
cuando el amor más libre de ilusiones
inflama nuestros puros corazones,
y sereno y de paz me luce el día.

Así, perdido en turbulentos mares,
mísero navegante al cielo implora,
cuando le aqueja la tormenta grave;

y del naufragio libre, en los altares
consagra fiel a la Deidad que adora
las húmedas reliquias de su nave.

José María Heredia y Heredia, también conocido como José María Heredia y Campuzano



Adiós

Belleza de dolor, en quien pensaba
Fijar mi corazón, y hallar ventura,
Adiós te digo, ¡adiós! Cuando miraba
Respirar en tu frente calma y pura
El ingenio candor, y en tu sonrisa
Y en tus ojos afables
Brillar la inteligencia y la ternura,
Necio me aluciné. Mi fantasía,
A la imagen de amor siempre inflamable,
En tu bello semblante me ofrecía
Facciones que idolatro; y embebido
En esperanza dulce y engañosa,
Pensaba en ti cobrar mi bien perdido.

Mas ¡ay! veloz despareció cual niebla
Mi halagüeña ilusión. En vano ansiaba
En tu pecho encontrar la fuente pura
Del delicado amor, del sentimiento.
Tan sólo caprichosa en él domina
Triste frivolidad, que me arrastrara
De tormento en tormento,
A un abismo de mal, llanto y ruina.
¡Qué suplicio mayor que amar de veras,
Y mirar profanado, envilecido,
El objeto que se ama, y que pudiera
Ser amor de la tierra, si estuviera
De pudor y modestia revestido!

¡Pérfida semejanza...! Si tu pecho,
Como tu faz imita la que adoro,
De prendas y virtud igual tesoro
En tu seno guardara,
¡Cuál fuera yo feliz! ¡Cómo te amara
Con efusión inmensa de ternura,
Y a labrar tu ventura
Mi juventud ardiente consagrara...!

Caminas presurosa
Por la senda funesta del capricho,
A irreparable mal y abismo fiero
De ignominia y dolor... ¡Mísero! en vano
En mi piedad ansiosa
He querido tenderte amiga mano.
La esquivaste orgullosa... ¡Adiós! yo espero
Que al fin vendrás a conocer con llanto
Si era fino mi afecto, si fue pura
Y noble mi piedad. Ya te desamo,
Que es imposible amar a quien no estima,
Y sólo en compasión por ti me inflamo.

¡No te maldigo, no! ¡Pueda lucirte
Sereno el porvenir, y de mi labio
El vaticinio fúnebre desmienta!
A mi pecho agitado
Será continuo torcedor la vista
De tu infausta beldad, y desolado
Tu suerte lloraré. Si acaso un día
Sufres del infortunio los rigores,
Y a conocerme aprendes, en mi pecho
Encontrarás, no amor, pero indulgencia,
Y el afecto piadoso de un amigo.
¡Belleza de dolor! Adiós te digo.

José María Heredia 


Al Popocatepetl

Tú que de nieve eterna coronado
Alzas sobre Anahuac la enorme frente,
Tú de la indiana gente
Temido en otro tiempo y venerado,
Gran Popocatepetl, oye benigno
El saludo humildoso
Que trémulo mi labio te dirige.
Escucha al joven, que de verte ansioso
Y de admirar tu gloria, abandonara
El seno de Managua delicioso.

Te miro en fin: tus faldas azuladas
Contrastan con la nieve de tu cima,
Cual descuellas encima
De las cándidas nubes que apiñadas
Están en torno de tu firme asiento:
En vano el recio viento
Apartarlas intenta de tu lado.

¡Cuál de terror me llena
El boquerón horrendo, do inflamado
Tu pavoroso cóncavo respira!
¡Por donde ardiendo en ira
Mil torrentes de fuego vomitabas,
Y el fiero tlascalteca
El ímpetu temiendo de tus lavas,
Ante tu faz postrado
Imploraba lloroso tu clemencia!

¡Cuán trémulo el cuitado
¡Quedábase al mirar tu seno ardiente
Centellas vomitar, que entre su gente
Firmísimos creían
Ser almas de tiranos,
Que a la tierra infeliz de ti venían!

Y llegará tal vez el triste día
En que del Etna imites los furores,
Y con fuertes hervores
Consigas derretir tu nieve fría,
Que en torrentes bajando
El ancho valle inunde,
Y destrucción por él vaya sembrando.

O bien la enorme espalda sacudiendo
Muestres tu horrible seno cuasi roto,
Y en fuerte terremoto
Vayas al Anahuac estremeciendo,
Y las grandes ciudades
De tu funesta cólera al amago,
Con miserable estrago
Se igualen a la tierra en su ruina,
Y por colmo de horrores
Den inmenso sepulcro
A sus anonadados moradores...

¡Ah! ¡nunca, nunca sea!
¡Nunca, oh sacro volcán, tanto te irrites!
Lejos de mí tan espantosa idea.

A tu vista mi ardiente fantasía
Por edades y tiempos va volando,
Y se acerca temblando
A aquel funesto y pavoroso día
En que Jehová con mano omnipotente
La ruina de la tierra decretara.

El Aquilón soberbio
Bramando con furor amontonara
Inmensidad de nubes tempestuosas,
Que con su multitud y su espesura
La brillantez del sol oscurecieron:
Cuando sus senos húmedos abrieron
El espumoso mar se vio aumentado,
Y entrando por la tierra presuroso,
Imaginó gozoso
A su imperio por siempre sujetarla.

Los hombres aterrados
A los enhiestos árboles subían,
Mas allí no perdían
Su pánico terror: pues el Océano
Que fiero se estremece
Temiendo que la tierra se le huye,
A todos los destruye
En el asilo mismo que eligieron.

Acaso dos monarcas enemigos
Que en pos corriendo de funesta gloria,
Sobrados materiales a la historia
En bárbaros combates preparaban,
Al ver entonces el terrible aspecto
De la celeste cólera, temblaron:
En un sagrado templo guarecidos,
De palidez cubiertos se abrazaron,
Y al punto sofocaron
Sus horrendos rencores en el pecho.

Pero en el templo mismo
Los furores del mar les alcanzaban
Que con ellos y su odio sepultaban
Su reconciliación y su memoria.

Revueltos entre sí los elementos,
Su terrible desorden anunciaba
Que el airado Criador sobre la tierra
El peso de su cólera lanzaba.

Tú entonces, del volcán genio invencible.
El ruido de las ondas escuchaste,
Y al punto demostraste
Tu sorpresa y tu cólera terrible.
Cual sacude el anciano venerable
Su luenga barba y cabellera cana,
Tal tú con furia insana
La nieve sacudiste que te adorna,
Y humo y llamas ardientes vomitando,
Airado alzaste la soberbia frente,
Y tembló fuertemente
La tierra, aunque cubierta de los mares.

Entonces dirigiste
A la ondas la voz, y así dijiste:
"¿Quién ha podido daros
Suficiente osadía,
Para que a vista mía
Mi imperio profanéis de aqueste modo?
Volved atrás la temeraria planta,
Y no intentéis osadas
Penetrar mis mansiones, visitadas
Sólo del aire vagaroso y puro".

Así dijiste, y de su seno oscuro
Con horrible murmurio respondieron
Las ondas a tu voz, y acobardadas
Al llegar a tus nieves eternales
Con respetuoso horror se detuvieron.
De espumas y cadáveres hinchadas,
Mil horribles despojos arrastrando
Hasta tu pie venían,
Y humildes le besaban,
Y allí la furia horrenda contenían.

Jehová entonces su mano levantando,
Dio así nuevos esfuerzos a las ondas,
Que súbito se hincharon,
Y a pesar de tu rabia y tus bramidos
A tus senos ardientes se lanzaron.

Mas aun allí tu cólera temían,
Pues de tu ardiente cráter arrojadas,
Y en vapor transformadas,
Vencer tu resistencia no podían.

Pero Jehová contuvo tus furores,
Y sobre tu cabeza
Con inmortal, divina fortaleza
Aglomeró las ondas espumosas.

Viéndote ya vencido
Por el mar protegido de los cielos,
En tu seno más hondo y escondido
Los fuegos inextintos ocultaste,
Con que tu claro imperio recobraste
Pasados los furores del diluvio.

En tanto de tus senos anegados
Un negro vapor sube,
Que alzando al éter columnosa nube,
Al universo anuncia
Los estragos del húmedo elemento,
De Jehová la venganza y la alta gloria,
Su tan fácil victoria,
Y tu debilidad y abatimiento.

Después de la catástrofe horrorosa
Luengos siglos pasaste sosegado,
Temido y venerado
De la insigne Tlaxcala belicosa.
Jamás humana planta
Las nieves de tu cima profanara.

Mas ¿qué no pudo hacer entre los hombres
la ansia fatal de eternizar sus nombres?
Mira tu faz el español osado,
Y temerario intenta
Penetrar tus misterios escondidos.
El intrépido Ordaz se te presenta,
Y a tu nevada cúspide se arroja.

En vano con bramidos
Le quisiste arredrar; entonce airado
Ostentas tu poder. Con mano fuerte
Procuras de tu espalda sacudirle,
Y haciéndole temer próxima muerte,
Por los aires despides
Mil y mil trozos de tu duro hielo,
Y amenazas con llamas abrasarle,
Y le encubres el cielo
Y la lejana tierra
Con pómez y volcánica ceniza
Que a fuer de lluvia bajo sí le entierra.

Mas él, siempre animoso,
Ve tu furor con ánimo sereno:
Holla tu nieve, y desde tu ancha boca
Mira con ansia tu hervoroso seno.

Mil victorias y mil doquier lograba
El español ejército valiente,
Pero ya finalmente
La pólvora fulmínea les faltaba.
Y su impávido jefe fabricarla
Con el azufre de tu seno quiere.

Hablara así a sus huestes el grande hombre:
"Eterno loor a aquel que se atreviere
A acometer empresa de tal nombre".
Así dice, y Montaño valeroso,
La voz de honor oyendo que le anima,
Baja a tu ardiente sima,
Y tus frutos te arranca victorioso.

¿Con fuerza te estremeces? ¡ah! yo creo
Que a cólera mi labio te provoca.
De tu anchurosa boca
Humo y sulfúrea llama salir veo.
¿Qué? ¿me quieres decir fiero y airado
Que sólo he numerado
Los terribles ultrajes que has sufrido?

Basta, basta, oh volcán; ya temeroso
El torpe labio sello;
Pero escucha mis súplicas piadoso:
No quieras despiadado
Ser más temido siempre que admirado.
Jamás enorme piedra
De tus senos lanzada
Llene de espanto al labrador vecino;
Jamás lleve tu lava su camino
A su fértil hacienda,
Ni derribes su rústica vivienda
Con tus fuertes y horribles convulsiones;
Que el inextinto fuego
Que en tu seno se guarda
Para siempre jamás quede en sosiego.

José María Heredia


"Hernán Cortés se retira sin contestar una palabra y, abandonado enteramente a sus celos, a su cólera y a su despecho, revuelve en su imaginación uno después de otro los varios proyectos que le sugería su rabiosa sed de venganza. Mas la política comienza a hacerle sentir el desacierto y los peligros de todos sus planes.
Ordaz podía ser juzgado en un consejo de guerra, pero era imposible impedirle que se defendiese, y su defensa sería escandalosa, cuando no llegase a ser funesta para la autoridad del jefe. Jicoténcal estaba en su poder, pero ¿cómo tomaría el senado este atropellamiento? Su nombre era respetado y querido del pueblo, y el de su padre era venerado casi hasta la adoración.
Por otra parte Magiscatzin, que temía a sus enemigos más que amaba a Hernán Cortés, le había ponderado siempre el influjo y partido de los Jicoténcal para animarlo y empeñarlo más y más a su destrucción. Por último, las pasiones más violentas de un hombre orgulloso y osado cedieron a su ambición insaciable y el placer de la venganza fue sacrificado a la lisonjera perspectiva que presentaban sus planes de conquista.
La política y el disimulo recobraron su acostumbrado dominio, y el jefe mandó llamar inmediatamente al anciano y ciego Jicoténcal. Ínterin venía, dijo a doña Marina que era indispensable pasase a la prisión de Diego de Ordaz; que tratase por todos los medios imaginables de templar su altivez y de decidirlo a que solicitara una composición y olvido de lo pasado; que el mejor medio para esto era el de hacer mediador a fray Bartolomé de Olmedo, a cuyas solicitaciones cedería él en consideración a su carácter de sacerdote; pero que de ninguna manera llegase Ordaz a sospechar que él tenía la menor noticia de estos pasos, pues de lo contrario se seguiría el asunto con el mayor rigor, aunque se aventurase todo."

José María Heredia
Jicoténcal



Himno del desterrado

Cuba, Cuba, que vida me diste,
dulce tierra de luz y hermosura,
¡cuánto sueño de gloria y ventura
tengo unido a tu suelo infeliz!
¡Y te vuelvo a mirar...! ¡Cuán severo,
hoy me oprime el rigor de mi suerte!
La opresión me amenaza con muerte
en los campos do al mundo nací.

José María Heredia


Himno al Sol

En los yermos del mar, donde habitas,
Alza ¡oh Musa! tu voz elocuente:
Lo infinito circunda tu frente,
Lo infinito sostiene tus pies.
Ven: al bronco rugir de las ondas
Une acento tan fiero y sublime,
Que mi pecho entibiado reanime,
Y mi frente ilumine otra vez.

Las estrellas en torno se apagan,
Se colora de rosa el oriente,
Y la sombra se acoge a occidente
Y a las nubes lejanas del sur:
Y del este en el vago horizonte,
Que confuso mostrábase y denso,
Se alza pórtico espléndido, inmenso,
De oro, púrpura, fuego y azul.

¡Vedle ya...! Cual gigante imperioso
Alza el Sol su cabeza encendida...
¡Salve, padre de luz y de vida,
Centro eterno de fuerza y calor!
¡Cómo lucen las olas serenas
De tu ardiente fulgor inundadas!
¡Cuál sonriendo las velas doradas
Tu venida saludan, oh Sol!

De la vida eres padre: tu fuego
Poderoso renueva este mundo:
Aun del mar el abismo profundo
Mueve, agita, serena tu ardor.
Al brillar la feliz primavera,
Dulce vida recobran los pechos,
Y en dichosa ternura deshechos
Reconocen la magia de Amor.

Tuyas son las llanuras: tu fuego
De verdura las viste y de flores,
Y sus brisas y blandos olores
Feudo son a tu noble poder.
Aun el mar te obedece: sus campos
Abandona huracán inclemente,
Cuando en ellos reluce tu frente,
Y la calma se mira volver.

Tuyas son las montañas altivas,
Que saludan tu brillo primero,
Y en la tarde tu rayo postrero
Las corona de bello fulgor.
Tuyas son las cavernas profundas,
De la tierra insondable tesoro,
Y en su seno el diamante y el oro
Reconcentran tu plácido ardor.

Aun la mente obedece tu imperio,
Y al poeta tus rayos animan;
Su entusiasmo celeste subliman,
Y le ciñen eterno laurel.
Cuando el éter dominas, y al mundo
Con calor vivificas intenso,
Que a mi seno desciendes yo pienso,
Y alto numen despiertas en él.

¡Sol! Mis votos humildes y puros
De tu luz en las alas envía
Al Autor de tu vida y la mía
Al Señor de los cielos y el mar.
Alma eterna, doquiera respira,
Y velado en tu fuego le adoro:
Si yo mismo ¡mezquino! me ignoro,
¿Cómo puedo su esencia explicar?

A su inmensa grandeza me humillo:
Sé que vive, que reina y me ama,
Y su aliento divino me inflama
De justicia y virtud en amor.
¡Ah! si acaso pudieron un día
Vacilar de mi fe los cimientos,
Fue al mirar sus altares sangrientos
Circundados por crimen y error.

José María Heredia


Inmortalidad

Cuando en el éter fúlgido y sereno
arden los astros por la noche umbría,
el pecho de feliz melancolía
y confuso pavor siéntese lleno.

¡Ay! ¡así girarán cuando en el seno
duerma yo inmóvil de la tumba fría!...
Entre el orgullo y la flaqueza mía
con ansia inútil suspirando peno,

pero ¿qué digo? -Irrevocable suerte
también los astros a morir destina,
y verán por la edad su luz nublada.

Mas superior al tiempo y a la muerte
mi alma, verá del mundo la ruina,
a la futura eternidad ligada.

José María Heredia


La desconfianza

Mira, mi bien, cuán mustia y desecada
del sol al resplandor está la rosa
que en tu seno tan fresca y olorosa
pusiera ayer mi mano enamorada.

Dentro de pocas horas será nada...
No se hallará en la tierra alguna cosa
que a mudanza feliz o dolorosa
no se encuentre sujeta y obligada.

Sigue a las tempestades la bonanza:
siguen al gozo el tedio y la tristeza...
Perdóname si tengo la desconfianza

de que dure tu amor y tu terneza:
cuando hay en todo el mundo tal mudanza,
¿solo en tu corazón habrá firmeza?

José María Heredia


Niágara

Templad mi lira, dádmela, que siento
En mi alma estremecida y agitada
Arder la inspiración. ¡Oh! ¡cuánto tiempo
En tinieblas pasó, sin que mi frente
Brillase con su luz...! Niágara undoso,
Tu sublime terror sólo podría
Tornarme el don divino, que ensañada
Me robó del dolor la mano impía.

Torrente prodigioso, calma, calla
Tu trueno aterrador: disipa un tanto
Las tinieblas que en torno te circundan;
Déjame contemplar tu faz serena,
Y de entusiasmo ardiente mi alma llena.
Yo digno soy de contemplarte: siempre
Lo común y mezquino desdeñando,
Ansié por lo terrífico y sublime.

Al despeñarse el huracán furioso,
Al retumbar sobre mi frente el rayo,
Palpitando gocé: vi al Oceano,
Azotado por austro proceloso,
Combatir mi bajel, y ante mis plantas
Vórtice hirviente abrir, y amé el peligro.
Mas del mar la fiereza
En mi alma no produjo
La profunda impresión que tu grandeza.

Sereno corres, majestuoso; y luego
En ásperos peñascos quebrantado,
Te abalanzas violento, arrebatado,
Como el destino irresistible y ciego.
¿Qué voz humana describir podría
De la sirte rugiente
La aterradora faz? El alma mía
En vago pensamiento se confunde
Al mirar esa férvida corriente,
Que en vano quiere la turbada vista
En su vuelo seguir al borde oscuro
Del precipicio altísimo: mil olas,
Cual pensamiento rápidas pasando,
Chocan, y se enfurecen,
Y otras mil y otras mil ya las alcanzan,
Y entre espuma y fragor desaparecen.

¡Ved! ¡llegan, saltan! El abismo horrendo
Devora los torrentes despeñados:
Crúzanse en él mil iris, y asordados
Vuelven los bosques el fragor tremendo.
En las rígidas peñas
Rómpese el agua: vaporosa nube
Con elástica fuerza
Llena el abismo en torbellino, sube,
Gira en torno, y al éter
Luminosa pirámide levanta,
Y por sobre los montes que le cercan
Al solitario cazador espanta.

Mas ¿qué en ti busca mi anhelante vista
Con inútil afán? ¿Por qué no miro
Alrededor de tu caverna inmensa
Las palmas ¡ay! las palmas deliciosas,
Que en las llanuras de mi ardiente patria
Nacen del sol a la sonrisa, y crecen,
Y al soplo de las brisas del Océano,
Bajo un cielo purísimo se mecen?

Este recuerdo a mi pesar me viene...
Nada ¡oh Niágara! falta a tu destino,
Ni otra corona que el agreste pino
A tu terrible majestad conviene.
La palma, y mirto, y delicada rosa,
Muelle placer inspiren y ocio blando
En frívolo jardín: a ti la suerte
Guardó más digno objeto, más sublime.
El alma libre, generosa, fuerte,
Viene, te ve, se asombra,
El mezquino deleite menosprecia,
Y aun se siente elevar cuando te nombra.

¡Omnipotente Dios! En otros climas
Vi monstruos execrables,
Blasfemando tu nombre sacrosanto,
Sembrar error y fanatismo impío,
Los campos inundar en sangre y llanto,
De hermanos atizar la infanda guerra,
Y desolar frenéticos la tierra.

Vilos, y el pecho se inflamó a su vista
En grave indignación. Por otra parte
Vi mentidos filósofos, que osaban
Escrutar tus misterios, ultrajarte,
Y de impiedad al lamentable abismo
A los míseros hombres arrastraban.
Por eso te buscó mi débil mente
En la sublime soledad: ahora
Entera se abre a ti; tu mano siente
En esta inmensidad que me circunda,
Y tu profunda voz hiere mi seno
De este raudal en el eterno trueno.

¡Asombroso torrente!
¡Cómo tu vista el ánimo enajena,
Y de terror y admiración me llena!
¿Dó tu origen está? ¿Quién fertiliza
Por tantos siglos tu inexhausta fuente?
¿Qué poderosa mano
Hace que al recibirte
No rebose en la tierra el Oceano?

Abrió el Señor su mano omnipotente;
Cubrió tu faz de nubes agitadas,
Dio su voz a tus aguas despeñadas,
Y ornó con su arco tu terrible frente.
¡Ciego, profundo, infatigable corres,
Como el torrente oscuro de los siglos
En insondable eternidad...! ¡Al hombre
Huyen así las ilusiones gratas,
Los florecientes días,
Y despierta al dolor...! ¡Ay! agostada
Yace mi juventud; mi faz, marchita;
Y la profunda pena que me agita
Ruga mi frente, de dolor nublada.

Nunca tanto sentí como este día
Mi soledad y mísero abandono
y lamentable desamor... ¿Podría
En edad borrascosa
Sin amor ser feliz? ¡Oh! ¡si una hermosa
Mi cariño fijase,
Y de este abismo al borde turbulento
Mi vago pensamiento
Y ardiente admiración acompañase!
¡Cómo gozara, viéndola cubrirse
De leve palidez, y ser más bella
En su dulce terror, y sonreírse
Al sostenerla mis amantes brazos...!
¡Delirios de virtud...! ¡Ay! ¡Desterrado,
Sin patria, sin amores,
Sólo miro ante mí llanto y dolores!

¡Niágara poderoso!
¡Adiós! ¡adiós! Dentro de pocos años
Ya devorado habrá la tumba fría
A tu débil cantor. ¡Duren mis versos
Cual tu gloria inmortal! ¡Pueda piadoso
Viéndote algún viajero,
Dar un suspiro a la memoria mía!
Y al abismarse Febo en occidente,
Feliz yo vuele do el Señor me llama,
Y al escuchar los ecos de mi fama,
Alce en las nubes la radiosa frente.

José María Heredia


Vanidad de las riquezas

Si la pálida muerte se aplacara
con que yo mis riquezas le ofreciera,
si el oro y plata para sí quisiera,
y a mí la dulce vida me dejara;

¡Con cuánto ardor entonces me afanara
por adquirir el oro, y si viniera
a terminar mis días la Parca fiera,
cuán ufano mi vida rescatara!

Pero ¡ah! no se libertan de su saña
el hombre sabio, el rico ni el valiente:
En todos ejercita su guadaña.

Quien se afana en ser rico no es prudente:
Si en que debe morir nadie se engaña,
¿para qué trabajar inútilmente?

José María Heredia








No hay comentarios: