Alma Rubens

Entre nosotros, en un rincón ignorado que debe permanecer desconocido —sería invadido por los perros y las coto­rras— vive Alma Rubens. Lejos de nuestra tierra cubana, como Madeleine de Laterrade, aun cuando aspira su aire y sueña bajo su cielo, como la poetisa exquisita de Día gris, vive Alma Rubens. Y yo no encuentro palabras para hablaros de ella, ahora que vengo a deciros quién es esa extraña mujer que Cuba desconoce y que se llama Alma Rubens.

Nuestro solo gran decadente fue Julián del Casal. El poeta mila­groso de Rimas y de Nieve bebió el vino mortal de los malos ensue­ños, y se embriagó de perfumes complejos y músicas raras. Aquel solitario conoció la angustia y la grandeza de los dolores sin causa, cultivó su histeria con gozo y terror, y construyó puras estrofas del más inspirado refinamiento. Huyó sin decir su secreto, temeroso de helar las almas de cuantos lo descubrieran.

Después, sólo Regino E. Boti ha merecido, hasta cierto grado, que se le califique con el alto y noble epíteto de decadente. Genio de símbolo y de ideología arbitraria, talento complicado, inspiración un poco incongruente, visionario extraño que se nutre de matices, y que hace de los colores el alma del mundo; y a la vez profundo esteta, sabio acoplador de ritmos, Boti es el único de nuestros poetas, poste­riores a Casal, que merece figurar en la legión gloriosa cuya marcha abrieron Baudelaire y Gautier.

Pero menos pura que Del Casal y menos sana que Boti; más de­cadente, más terriblemente mórbida y refinada, compleja y enferma, es Alma Rubens. No; no es nuestra, aunque viva entre nosotros; no nos pertenece aunque sueñe bajo nuestro cielo. Atea como Mme. Ackermann, neurótica como Rachilde, clamorosa y pasional como Ada Negri, su genio es continental y extranjero como su nombre, aun cuando su cuna se meciera junto a los palmares patricios.

En pequeñas prosas ritmadas, un poco a lo Paul Fort, y gene­ralmente en francés, Alma Rubens ha vaciado sus motivos extraños.

Son ligeras páginas que hacen temblar, contorsionadas y epilépticas unas, laxas, con laxitud de muerte, otras; emponzoñadas todas por un veneno sensual y brutal de goces crueles, de emociones malignas, de sueños ebrios. Hacen daño al espíritu esas ideologías; entenebrecen las almas esas visiones. Pero son bellas, enormemente bellas, de una belleza violenta que no admite la protesta.

La protesta, por otra parte, sería inútil. Alma Rubens no piensa en los demás. No recibe las revistas en que, muy de tarde en tarde, publica sus producciones. Es ella para ella. Su mal y su bien, su fiebre y su crueldad, son para ella misma. No tiene público. «Escribo —dice en El viento violento— porque el viento lanzó en mi rostro una palabra insultante, y he necesitado replicarle.»

De una serie titulada Le jardín empoisoné, he leído varias exqui­sitas piezas. Una de ellas, “L'eau profonde et cachee”, acompaña este artículo; otras serán conocidas muy pronto por los lectores de El Cubano Libre. En castellano ha publicado recientemente «La boca roja», un inimitable poema de sangre y de sombra, que recuerda a Samain.

Voz secreta, terrible voz secreta, alma que arde como un tenebrario en el claustral silencio; turíbulo que exhala su mirra malvada ante un altar de muerte y de dolor; flauta que canta canciones ilógicas de belleza litúrgica y letal: ésa es Alma Rubens. Pocos, entre noso­tros, son aptos para comprenderla. Pocos sabrán admirarla. Pero al­gunos iniciados en su arte extraño la amaremos como a una hermana y como a una diosa, y concurriremos a sus misas ocultas, a presenciar los ritos lúbricos y mortales, en el templo satánico prestigiado por las huellas de todos los poetas anatematizados.

José Manuel Poveda


El miedo

El hombre obsceno se alzó de mi lecho, y comenzó a vestirse lentamente. Ya vestido, me dio un beso, e iba a salir cuando descubrió la camita en que dormía mi pequeña, la hija mía.

Se quedó mirando al principio con curiosidad, y luego, tierno y paternal, súbitamente, fue hacia la niña que dormía, y se inclinó para besarla.

Yo vacilé de pronto, indecisa, pero luego sentí un inexplicable impulso, y salté hacia el hombre obsceno, le así por los hombros, y le grité, ansiosa y feroz: ¡Todavía! ¡Todavía!

ÉI me miró sorprendido: yo misma no supe explicar mi violencia ni mis palabras; pero sentía el alivio de haber conjurado un peligro, no obstante la certidumbre de que en nada pecaba realmente un hombre que quería besar a una niña.

José Manuel Poveda


La mujer que cantaba

Todas las noches, a la misma hora, era el mismo grito. Hace ya varios años de que no lo escucho, y lo siento vibrar todavía en mis oídos, y hoy como siempre me estremece el alma. Preci­samente las noches en que el silencio es más profundo, aquellas en que nos parece que ninguna palabra humana va a ser oída por los hombres, son las que me recuerdan con mayor intensidad la voz sin palabras.

Era en mis días de desastre, los que pasé oculto entre los pal­mares y los vegueríos del Anama, asustado de mi suerte y seguro de que no podría sobrevivir a mis desgracias. Estaba avergon­zado de mi vida, comprendía lo vulgar de mis caídas, y trataba de estar solo para recobrar algún dominio de mi alma, el control de mi pensamiento, fuerzas inesperadas que me sirvieran a mí mismo para dominarme el corazón rebelde. Escribía durante la noche estrofas enfermizas; trazaba largas páginas de prosas creadoras, más fuertes que mis brazos y más altas que mi frente. Entonces trataba de curar con remedios de inteligencia los males instintivos, y me hacía un poco mejor para salvarme de un descenso irreparable.

Siempre estaba solo, y nunca escuchaba a nadie. Me creía co­nocedor de todos los secretos de los hombres, y mi interés no estaba en descubrir verdades ya sabidas, sino en expresar los pen­samientos y los sentimientos de todos aquellos incapaces de ex­presarlos con sus labios ni con sus manos.

Estaba completamente solo. No tenía más compañeros que los aceros y los maderámenes de la vivienda rústica, construida contra los vientos del mar del sur; no miraba nada ajeno que no fuera los paisajes estrechos, iguales e invariables, de las vegas cercanas y de las palmas tísicas, tranquilas y calladas como las aguas del Ariguanabo.

Pero una voz de mujer, una voz lejana y vibrante, llegó hasta mi soledad como un pájaro perdido que lanzara por mi ventana la tormenta. Era la voz de una mujer que cantaba, todas las noches y a la misma hora; una mujer desconocida, que sólo por su can­ción podía interesarme, y a la cual no había visto nunca; que no fue ni ha sido nunca para mí otra sino «la mujer que cantaba».

Sus canciones no eran como las guajiras que en la playa de Cajío, cerca de los manglares interminables, o junto a las cañas y los guanos de San Antonio y dentro de las mismas vallas de gallos, en noches de orgía campesina, yo había gozado con Rufina. No eran tampoco canciones de moda, traídas del extranjero y repetidas por tenores de teatro chico. No eran tampoco cantares rústicos de cantadores orientales, ni de sones, ni de tristes, ni de boleros. Las canciones de la mujer que cantaba eran solamente un grito.

Eran un grito, una serie de gritos, un grupo de gritos, modu­lados, medidos, alargados, sostenidos, combinados. Eran gritos rítmicos, melódicos, armónicos; pero eran solamente gritos. Esas canciones sin palabras eran mudas. No se quejaban, no protes­taban; no hablaban de amor, ni de olvido, ni de engaño, ni de deses­peración, ni de crimen, ni de odio. No expresaban ningún motivo poético, ni sentimental, en ninguna forma lírica. Eran solamente un grito. Me parece que lo escucho todavía.

Aquella canción única llegó a ser para mí, una noche tras otra, tanto como una compañera. Voz de mujer, aquella voz traía a mi soledad una mujer. Voz de ansiedad, traía sílabas ansiosas a mis labios. Yo podía hablar por ella y expresarla. Ella levantaba pensamientos míos anulados, deseos casi extinguidos. Revivía en mí pasiones muertas. Yo me sentía, mientras aquella mujer can­taba, acompañado dentro de mí mismo por un alma nueva dentro de mi alma, como si mi propio espíritu quisiera decir palabras suyas que jamás hasta entonces pudo descubrir. Y así necesitaba de aquella voz nocturna como se necesita a una compañera, la que acaricia, comprende, consuela, y que nos expresa con su boca nuestras ansias. Y yo me preguntaba cómo era posible que en­contrara elocuencia, verdad y un alma viva, en una voz tan igual siempre y tan sin palabras, que no era en realidad otra cosa que un grito. Yo me lo preguntaba, pero nunca quise contestarme.

Una noche (¡qué noche, qué recuerdo imborrable en mi vida!) esperé la cantata nocturna con una ansiedad extraña. Estaba in­tranquilo, como el que teme que la Esperada no va a llegar, que la promesa jurada no va a ser cumplida. Y cuando resonó el canto de siempre, yo sonreí con la felicidad del amante que, tras una larga espera, ve llegar a su querida.

Mas aquella noche (¡qué noche; qué recuerdo imborrable en mi vida!) la canción fue más breve que nunca. La voz era exa­cerbada, violenta y sin ritmos. Parecía una voz loca, un canto de desastre, un grito de auxilio o de alarma; un aviso de catástrofe. La encontré rara como nunca, incomprensible. No era la misma voz, la que tanto me hizo soñar, recordar, presentir. Aquel era otro grito distinto, un grito de muerte, de sobresalto, de blasfemia, de despedida para siempre. Un grito de madre a la que se le muere un hijo; un grito de hembra a la que le matan a su hombre; un grito desesperado de quien se siente herido el corazón. Yo estaba agitado, inquieto, mientras la voz cantaba. Después hubiera que­rido buscarla, responderle, interrogarla, y gritar yo también a su lado.

Pero de pronto se escucharon otros gritos, otras voces extrañas. Ya no era sólo su voz: era otra voz de multitud que se congrega. Después fue su voz muda: ya había cesado el canto y se escuchaba un clamor de muchedumbre en pánico. Yo vi por la ventana reflejos de incendio: la claridad de una llamarada. Salí entonces a la calle, exasperado. Y vi que: un rancho pequeño, a varios metros de distancia, estaba ardiendo, y que muchos hombres corrían hacia él. Después no vi sino un montón de yaguas quemadas y un cuerpo de mujer, en el suelo; un cuerpo quemado, con las ropas quemadas, con el cabello quemado. Vi la cara ennegrecida por el fuego y la boca abierta, como si cantara. Era el cuerpo de la mujer que cantaba. Yo quise verla más cerca, más cerca, para levantarla, besarla, salvarla. Quise verla más cerca, pero ya no pude ver nada.

José Manuel Poveda
Tomado de la revista Orto, Manzanillo, a. X, n. 28, p. 4, 30 de septiembre de 1921.





La serpiente

Yo no corro al alcance de nadie. A nadie le tuerzo su camino. No acecho ni persigo a los viajeros. Aquel que cae en mi poder es el que me busca.

Tengo mi cubil de amor y de agonía lejos de los hombres; me basta con mi soledad para ser feliz; me deslizo a dos palmos de mí misma, para alcanzar toda la luz o la sombra del universo.

Si alguno, curioso, triste o desesperado, llega hasta mi refugio, y me pide los siete secretos del amor y de la muerte, yo no vacilaré entonces en enseñarle las siete emociones que no tienen nombre, pero ya no podré evitar que el visitante sea luego impo­tente para recobrarse y para abandonarme.

José Manuel Poveda



Palabras en la noche

Los caminantes van cruzando el suelo
tenebroso. No se les ve pasar.
Los impulsa no sabemos qué anhelo;
no sabemos si hacia el monte o el mar.

Y dialogan dulcemente en el duelo
de la marcha. ¿Dicen a dónde van?
No sabemos, porque oímos un vuelo
de palabras, pero no qué dirán.

Transeúntes que conmina el acaso,
no escuchamos lo que dicen al paso,
pero ellos no enmudecen jamás;

caminantes en la ruta intangible,
se dijera que el lenguaje terrible
es un ruido de pisadas no más.

José Manuel Poveda
Versos Precursores. Imprenta “El Arte”, Manzanillo, 1917.



Sol de los humildes

Todo el barrio pobre,
el meandro de callejas, charcas,
y tablados de repente,
se ha bañado en el cobre del poniente.

Fulge como una prenda falsa en el barrio bajo,
y son de óxido verde los polveros
que, al volver del trabajo, alza el tropel de obreros.

El sol alarga este ocaso,
contento al ver las gentes, los perros y los chicos,
saludarle con cariño al paso,
y no con el desdén glacial de los suburbios ricos.

Y así el sátiro en celo
del sol, no ve pasar una chiquilla
sin que, haciendo de jovial abuelo
le abrase a besos la mejilla.

Y así a todos en el barrio deja un mimo:
a las moscas de estiércol, en la escama,
al pantano, sobre el verde limo,
a la freidora, en la sartén que se inflama,

al vertedero, en los retales inmundos;
y acaba culebreando alegre el sol
en los negros torsos de los vagabundos
que juegan al base-ball.

Penetra en la cantina,
buen bebedor, cuando en los vasos arde
la cerveza, y se inclina,
sobre nosotros, a beber la tarde.

Pero entonces comprende
que se ha retrasado,
y en la especie de fuga que emprende
se sube al tejado.

Un minuto, y adviene la hora de esplín,
la oración misteriosa y sin brillo,
y el nocturno, medroso violín del grillo.

José Manuel Poveda











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